viernes, 30 de mayo de 2008

“Compañera”, de Carlos Oquendo de Amat



Tus dedos sí que sabían peinarse como nadie lo hizo
mejor que los peluqueros expertos de los transatlánticos
ah y tus sonrisas maravillosas sombrillas para el calor
tú que llevas prendido un cine en la mejilla

junto a ti mi deseo es un niño de leche

cuando tú me decías
la vida es derecha como un papel de cartas

y yo regaba la rosa de tu cabellera sobre tus hombros

por eso y por la magnolia de tu canto

qué pena
la lluvia cae desigual como tu nombre


jueves, 29 de mayo de 2008

"Asteroides", de Pedro Antonio González


Dos fragmentos


XIX

Sacerdote que manchas con los ojos
clavados en la tierra, donde pisas:
en la tierra que hartaste de despojos;
¡en la tierra que ahogaste de cenizas!

Parece que temieras que su seno
te devolviera el eco de tus pasos
en alas del estrépito de un trueno
cuyo rayo te hiciera mil pedazos.

Cuando tu mano trémula bendice
parece que sintieras en ti mismo
¡que Dios desde la altura te maldice
y que ríe Satán desde el abismo!




XXXII

Embriaga mis extáticos sentidos
la ardiente ondulación que se levanta,
al compás de tus rítmicos latidos
debajo de tu mórbida garganta.

Tras los encajes de la gasa leve
que tus senos de virgen medio encubre,
yo entreveo dos copos de la nieve
que torna en manantial el sol de octubre.

miércoles, 28 de mayo de 2008

"XXXIX", de A. E. Housman


Mis sueños son de un campo distante
Y sangre y humo y disparo.
Ahí en sus tumbas están mis camaradas,
En mi tumba no estoy yo.

También me fue enseñado el comercio del hombre
Y deletreada claramente la lección;
Pero ellos, cuando olvidé y corrí,
Recordaron y permanecen.

domingo, 25 de mayo de 2008

“Los retos actuales de la filosofía. De Marx a Matrix”. Entrevista a Slavoj Žižek, de Eric González


Una de las habitaciones del apartamento de Slavoj Žižek está llena de juguetes, casi todos bélicos: soldaditos, barcos, aviones de guerra. Son del hijo, de cinco años. “Estoy tratando de darle una buena educación estalinista”, bromea el filósofo. Un ejemplo: “El otro día estábamos jugando a las batallas y un soldado cayó muerto. Entonces me miró y me dijo: papá, ¿no podríamos hacer que la muerte de este soldado pareciera accidental? ¡Bravo por el pequeño estalinista!”. Otro detalle inquietante: “Cuando en esas batallas ocupa un territorio, quema las ciudades y mata a las campesinas alegando que es peligroso dejarlas vivas porque pueden ayudar a la Resistencia”.

Más en serio, Žižek se pregunta si está educando bien al chico. “Hacia los cinco años los niños desarrollan la agresividad y creo que es bueno canalizarla y desahogarla”, explica; “pienso que no les ayudan los juegos edulcorados y que les conviene más ser conscientes de que cada acción conlleva una responsabilidad”.

La curiosidad de Žižek resulta incontenible. Durante la entrevista con EL PAÍS no hace demasiado caso de las preguntas, arrolladas por el torrente de su discurso; en cambio, es él quien de vez en cuando plantea baterías de preguntas sobre José Luis Rodríguez Zapatero (“¿es gay?”, “¿es austero?”), sobre la fiebre constructora en la costa mediterránea, sobre las antipatías interregionales en España, sobre Antonio Gaudí (“un gran arquitecto irremediablemente kitsch”) y sobre muchas otras cosas.

El filósofo esloveno utiliza como herramientas principales el análisis marxista y el psicoanálisis. Sus panegíricos al estalinismo son puramente teóricos y su pensamiento es lo bastante flexible como para ocuparse con gran amenidad de cualquier asunto. Puede explicar, por ejemplo, las teorías de Lacan recurriendo a las películas de Hitchcock y el 11-S partiendo de Matrix; es un especialista en el pensamiento de San Pablo, al que admira como “revolucionario y agente de un cambio radical”, y a la vez un crítico feroz de la espiritualidad new age (El títere y el enano: el núcleo perverso del cristianismo); combina los chistes, las referencias cinematográficas y las anécdotas históricas con párrafos de alta densidad.

El libro de próxima edición es España es La tetera prestada, sobre el conflicto de Irak. Su obra más reciente, publicada el mes pasado por la editorial del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), es, según Žižek, la cumbre de su trabajo. Se titula The parallax view. El “parallax” al que se refiere es el fenómeno por el que un objeto parece desplazarse cuando cambia el punto desde el cual es observado. La obra reivindica el materialismo dialéctico y aborda la distancia insalvable entre nuestra experiencia de la realidad y su explicación científica.

Luego de subrayar que estas zonas de emergencia crecen debido a lo que se llama globalización o mercado mundial, y de destacar que en esas comunidades surgen nuevas formas de organización (aunque también “gangsters”), el filósofo enfatizó que es preciso detectar “qué nuevas formas de autoconciencia e ideología surgirán allí, porque hacia las utopías se avanza cuando no queda más remedio que inventar otra forma de vida”. Ante ese hipotético escenario, ¿cómo se posicionarán los ciudadanos de la clase media alta? “Aunque tengan una simpatía hipócrita y un poco paternalista –dijo Žižek– el problema para ellos es la brutalidad de la violencia en estos sectores”. Y ahí citó el ejemplo de El matadero: “En la noción liberal de la tiranía siempre se combina a la persona demonizada del dictador con el disgusto por las clases bajas de la población”, prosiguió. “El matadero pone luz al transfondo de odio liberal que existe hacia esa tiranía, hacia las clases bajas. Y creo que eso encubre, en realidad, un disgusto casi metafísico por la vida misma, que es brutal, huele mal, sangra. Los liberales quieren café descafeinado, que no tiene gusto ni huele a nada. El tema es que hasta la ideología más noble se basa en una obscenidad oscura”. Hasta el gobierno más democrático, señaló Žižek, se sostiene por una “amenaza”, por un “hilo invisible” que, entre líneas, es siempre el mismo: la “posibilidad” de ser arbitrario. “El significante de la autoridad simbólica siempre se sostiene por una fantasía, cuya dimensión es la de este hilo invisible”, dijo Žižek citando a Lacan. “Piensen en qué pasa si alguien los amenaza: para que esa amenaza sea efectiva tiene que quedar flotando, como un poco abstracta”, explicó, y aseveró que el mecanismo, tan visto a lo largo del siglo XX, hoy es más evidente que nunca. “La función de este hilo invisible es justificar medidas muy materiales y visibles”, concluyó. “Por ejemplo, la llamada guerra contra el terror. Es interesante cómo todo el mundo tiene temor de especificar al enemigo. Si alguien culpa demasiado al Islam, aun gente como Sharon o Bush explotan en pasión y dicen ‘no, el Islam se basa en la compasión’. Yo creo que el sentido de eso no es la tolerancia políticamente correcta: más bien se busca que el enemigo no sea identificado, que no pierda su condición fantasmal”, haciendo así, acaso, más fácil el abuso.


“Borges en París”, de Mario Vargas Llosa


Francia ha celebrado el centenario de Borges (1899-1999) por todo lo alto: números monográficos de revistas y suplementos literarios, lluvia de artículos, reediciones de sus libros, y, suprema gloria para un escribidor, su ingreso a la pléyade, la Biblioteca de los inmortales, con dos compactos volúmenes y un álbum especial con imágenes de toda su biografía. En la Academia de Bellas Artes, transformada en laberinto, una vasta exposición preparada por María Kodama y la Fundación Borges documenta cada paso que dio desde su nacimiento hasta su muerte, los libros que leyó y los que escribió, los viajes que hizo y las infinitas condecoraciones y diplomas que le infligieron. El día de la inauguración rutilaban, en el atestado local, luminarias intelectuales y políticas, y -créanlo o no- unas lindas muchachas vestían polos blancos y negros estampados con el nombre de Borges.

Ningún país ha desarrollado mejor que Francia el arte de detectar el genio artístico foráneo y, entronizándolo e irradiándolo, apropiárselo. Viendo la exuberancia y felicidad con que los franceses celebran los cien años del autor de Ficciones, he tenido en estos días la extraña sensación de que Borges hubiera sido paisano, no de Sarmiento y Bioy Casares, sino de Saint-John Perse y Valéry. Ahora bien, aunque no lo fuera, es de justicia reconocer que sin el entusiasmo de Francia por su obra, acaso ésta no hubiera alcanzado -no tan pronto- el reconocimiento que, a partir de los años sesenta, hizo de él uno de los autores más traducidos, admirados e imitados en todas las lenguas cultas del planeta.

Tengo la coquetería de creer que yo fui testigo del coup de foudre o amor a primera vista de los franceses por Borges, el año 60 ó el 61. Vino a París a participar en un homenaje a Shakespeare organizado por la Unesco, y la intervención de este anciano precoz y semiinválido, a quien Roger Caillois presentó con efervescencia retórica, sorprendió a todo el mundo. Antes que él había hablado el ingenioso Lawrence Durrell, comparando al Bardo con Hollywood, y después Giuseppe Ungaretti, quien leyó, con talento histriónico, sus traducciones al italiano de algunos sonetos de Shakespeare. Pero la exposición de Borges, en un francés acicalado, fantaseando por qué ciertos creadores se tornan símbolos de una cultura -Dante, la italiana, Cervantes, la española, Goethe, la alemana- y cómo Shakespeare se eclipsó para que sus personajes fueran más nítidos y libres, sedujo por su originalidad y sutileza. Días después, su conferencia en el Instituto de América Latina, además de estar de bote a bote, atrajo un abanico de escritores de moda, Roland Barthes entre ellos. Esa es una de las charlas más deslumbrantes que me ha tocado escuchar. El tema era la literatura fantástica y consistía en ilustrar con breves resúmenes de cuentos y novelas -de diversas lenguas y épocas- los recursos más frecuentes de que este género se vale para "fingir la irrealidad". Inmóvil detrás de su pupitre, con una voz intimidada, como pidiendo excusas, pero, en verdad, con soberbia desenvoltura, el conferenciante parecía llevar en la memoria la literatura universal y desenvolvía su argumentación con tanta elegancia como astucia. "¿Seguro que este escritor viene del país de los gauchos?", exclamó un maravillado espectador, mientras aplaudía rabiosamente (Borges había puesto punto final a su charla con una pregunta efectista: "Y, ahora, decidan ustedes si pertenecen a la literatura realista o a la fantástica").

Sí, venía del país de los gauchos, pero no tenía nada de exótico ni de primitivo y su obra no alardeaba de color local. Ya había escrito varias obras maestras, pero todavía era conocido sólo por pequeñas capillas de devotos, incluso en su país, y sus cuentos y ensayos circulaban en ediciones poco menos que familiares. Francia lo sacó de la catacumba en que languidecía a partir de aquella visita. La revista L'Herne le dedicó un número memorable y Michel Foucault inició el libro de filosofía más influyente de la década -Les mots et les choses- con un comentario borgiano. El entusiasmo fue ecuménico: de Le Figaro a Le Nouvel Observateur, de Les Temps Modernes, de Sartre, a Les Lettres Françaises, de Aragon. Y, como todavía en esos años, en asuntos de cultura, cuando Francia legislaba el resto del mundo obedecía, los latinoamericanos, los españoles, los estadounidenses, los italianos, los alemanes, etcétera, empezaron, a la zaga de los franceses, a leer a Borges. Así empezó la historia que culmina, ahora, en la trompetería y los fastos del centenario.

Aquel Borges que, en aquella visita a París, se resignó a conceder una entrevista (una de mil) al oscuro periodista de la Radiotelevisión francesa que era este escriba, no era aún ese Borges público, esa persona de gestos, dichos y desplantes algo estereotipados en que luego se convertiría, obligado por la fama y para defenderse de sus estragos. Era, todavía, un sencillo y tímido intelectual porteño pegado a las faldas de su madre, que no acababa de entender la creciente curiosidad y admiración que despertaba, sinceramente abrumado por el chaparrón de premios, elogios, estudios, homenajes que le caían encima, incómodo con la proliferación de discípulos e imitadores que encontraba por donde iba. Es difícil saber si llegó a acostumbrarse a ese papel. Tal vez sí, a juzgar por el desfile vertiginoso de fotos de la Exposición de Beaux Arts en las que se lo ve recibiendo medallas y doctorados, y subiendo a todos los estrados a dar charlas y recitales.

Pero las apariencias son engañosas. Ese Borges de las fotos no era él, sino, como el Shakespeare de su ensayo, una ilusión, un simulador, alguien que iba por el mundo representando a Borges y diciendo las cosas que se esperaba que Borges dijera sobre los laberintos, los tigres, los compadritos, los cuchillos, la rosa del futuro de Wells, el marinero ciego de Stevenson y las Mil y una noches.

La primera vez que hablé con él, en aquella entrevista de 1960 ó 1961 (recuerdo su respuesta a una de mis preguntas: "¿Qué es para usted la política, Borges?": "Una de las formas del tedio"), estoy seguro de que, por lo menos en algún momento, de verdad hablé, conecté con él. Nunca más volví a tener esa sensación, en los años siguientes. Lo vi muchas veces, en Londres, Buenos Aires, Nueva York, Lima, y volví a entrevistarlo, y hasta lo tuve en mi casa varias horas la última vez. Pero en ninguna de aquellas ocasiones sentí que hablábamos. Ya sólo tenía oyentes, no interlocutores, y acaso un solo mismo oyente -que cambiaba de cara, nombre y lugar- ante el cual iba deshilvanando un curioso, interminable monólogo, detrás del cual se había recluido o enterrado para huir de los demás y hasta de la realidad, como uno de sus personajes. Era el hombre más agasajado del mundo y daba una tremenda impresión de soledad.

¿Lo hicieron más feliz, o menos infeliz, los franceses volviéndole famoso? No hay manera de saberlo, desde luego. Pero todo indica que, contrariamente a lo que podían sugerir los desplantes de su persona pública, carecía de vanidades terrenales, tenía dudas genuinas sobre la perennidad de su propia obra, y era demasiado lúcido para sentirse colmado con reconocimientos oficiales.

Probablemente sólo gozó leyendo, pensando y escribiendo; lo demás, fue secundario, y se prestó a ello, gracias a la buena crianza recibida, guardando muy bien las formas, aunque sin mucha convicción. Por eso, aquella famosa frase que escribió (fue, entre otras cosas, el mejor escritor de frases de su tiempo):"Muchas cosas he leído y pocas he vivido", lo retrata de cuerpo entero.

Es seguro que, pese a haber pasado los últimos veinte años de su vida en olor de multitudes, nunca llegó a tener conciencia cabal de la enorme influencia de su obra en la literatura de su tiempo, y menos de la revolución que su manera de escribir significó en la lengua castellana. El estilo de Borges es inteligente y límpido, de una concisión matemática, de audaces adjetivos e insólitas ideas, en el que, como no sobra ni falta nada, rozamos a cada paso ese inquietante misterio que es la perfección. En contra de algunas afirmaciones suyas pesimistas sobre una supuesta incapacidad del español para la precisión y el matiz, el estilo que fraguó demuestra que la lengua española puede ser tan exacta y delicada como la francesa, tan flexible e innovadora como el inglés. El estilo borgeano es uno de los milagros estéticos del siglo que termina, un estilo que desinfló la lengua española de la elefantiasis retórica, del énfasis y la reiteración que la asfixiaban, que la depuró hasta casi la anorexia y obligó a ser luminosamente inteligente. (Para encontrar otro prosista tan inteligente como él hay que retroceder hasta Quevedo, escritor que Borges amó y del que hizo una preciosa antología comentada).

Ahora bien, en la prosa de Borges, por exceso de razón y de ideas, de contención intelectual, hay también, como en la de Quevedo, algo inhumano. Es una prosa que le sirvió maravillosamente para escribir sus fulgurantes relatos fantásticos, la orfebrería de sus ensayos que trasmutaban en literatura toda la existencia, y sus razonados poemas. Pero con esa prosa hubiera sido tan imposible escribir novelas como con la de T.S. Eliot, otro extraordinario estilista al que el exceso de inteligencia también recortó la aprehensión de la vida. Porque la novela es el territorio de la experiencia humana totalizada, de la vida integral, de la imperfección. En ella se mezclan el intelecto y las pasiones, el conocimiento y el instinto, la sensación y la intuición, materia desigual y poliédrica que las ideas, por sí solas, no bastan para expresar. Por eso, los grandes novelistas no son nunca prosistas perfectos. Esa es la razón, sin duda, de la antipatía pertinaz que mereció a Borges el género novelesco, al que definió, en otra de sus célebres frases, como "desvarío laborioso y empobrecedor".

El juego y el humor rondaron siempre sus textos y sus declaraciones y causaron incontables malentendidos. Quien carece de sentido del humor no entiende a Borges. Había sido en su juventud un esteta provocador, y aunque, luego, se retractó de la "equivocación ultraísta" de sus años mozos, nunca dejó de llevar consigo, escondido, al insolente vanguardista que se divertía soltando impertinencias. Me extraña que entre los infinitos libros que han salido sobre él no haya aparecido aún el que reúna una buena colección de las que dijo. Como llamar a Lorca "un andaluz profesional", hablar del "polvoroso Machado", trastocar el título de una novela de Mallea ("Todo lector perecerá") y homenajear a Sábato diciendo que "su obra puede ser puesta en manos de cualquiera sin ningún peligro". Durante la guerra de las Malvinas dijo otra, más arriesgada y no menos divertida: "Esta es la disputa de dos calvos por un peine". Son chispazos de humor que se agradecen, que revelan que en el interior de ese ser "podrido de literatura" había picardía, malicia, vida.

sábado, 24 de mayo de 2008

"Piedra negra sobre una piedra blanca", de César Vallejo


Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París y no me corro
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.

César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro

también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos...

viernes, 23 de mayo de 2008

“Amor y Anarquía”, de Enrico Malatesta



Al principio puede parecer extraño que la cuestión del amor y todas las que le son conexas preocupen tanto, a un gran número de hombres y de mujeres, mientras hay otros problemas más urgentes, si no más importantes, que debieran acaparar toda la atención y toda la actividad de los que buscan el modo de remediar los males que sufre la humanidad.

Encontramos diariamente gentes aplastadas bajo el peso de las instituciones actuales; gente obligada a alimentarse malamente y amenazadas a cada instante de caer en la miseria mas profunda por falta de trabajo o a consecuencia de una enfermedad; gente que se halla en la imposibilidad de criar convenientemente a sus hijos, que mueren a menudo careciendo de los cuidados necesarios; personas condenadas a pasar su vida sin ser un solo día dueñas de sí mismas, siempre a merced de los patronos o de la policía; gentes para las cuales el derecho de tener una familia y el derecho de amar es una ironía sangrienta y que, sin embargo, no aceptan los medios que les proponemos para sustraerse a la esclavitud política y económica si antes no sabemos explicarles de qué modo, en una sociedad libertaria, la necesidad de amar hallará su satisfacción y de qué modo comprendemos la organización de la familia. Y, naturalmente, esta preocupación se agranda y hace descuidar y hasta despreciar los demás problemas en personas que tienen resuelto, particularmente, el problema del hambre y que se hallan en situación normal de poder satisfacer las necesidades más imperiosas porque viven en un ambiente de bienestar relativo.

Este hecho se explica dado el lugar inmenso que ocupa el amor en la vida moral y material del hombre, puesto que en el hogar, en la familia, es donde el hombre gasta la mayor y mejor parte de su vida. Y se explica también por una tendencia hacia creer que se arrebata al humano su espíritu tan pronto como se abre a la conciencia. Mientras el hombre sufre sin darse cuenta de los sufrimientos, sin buscar el remedio y sin rebelarse, vive semejante a los brutos, aceptando la vida tal como la encuentra. Pero desde que comienza a pensar y a comprender que sus males no se deben a insuperables fatalidades naturales, sino a causas humanas que los hombres pueden destruir, experimenta en seguida una necesidad de perfección y quiere, idealmente al menos, gozar de una sociedad en que reine la armonía absoluta y en que el dolor haya desaparecido por completo y para siempre.

Esta tendencia es muy útil, ya que impulsa a marchar adelante, pero también se vuelve nociva si, con el pretexto de que no se puede alcanzar la perfección y que es imposible suprimir todos los peligros y defectos, nos aconseja descuidar las realizaciones posibles para continuar en el estado actual de las cosas.

Ahora bien, y digámoslo en seguida, no tenemos ninguna solución para remediar los males que provienen del amor, pues no se pueden destruir con reformas sociales, ni siquiera con un cambio de costumbres. Están determinados por sentimientos profundos, podríamos decir fisiológicos, del hombre y no son modificables, cuando lo son, sino por una lenta evolución y de un modo que no podemos prever.

Queremos la libertad; queremos que los hombres y las mujeres puedan amarse y unirse libremente sin otro motivo que el amor, sin ninguna violencia legal, económica o física.
Pero la libertad, incluso siendo la única solución que podemos y debemos ofrecer, no resuelve radicalmente el problema, dado que el amor, para ser satisfecho, tiene necesidad de dos libertades que concuerden y que a menudo no concuerdan de modo alguno; y dado también que la libertad de hacer lo que se quiere es una frase desprovista de sentido cuando no se sabe querer alguna cosa.

Es muy fácil decir: "Cuando un hombre y una mujer se aman, se unen, y cuando dejan de amarse, se separan". Pero sería necesario, para que este principio se convirtiese en regla general y segura de felicidad, que se amaren y cesaran de amarse ambos al mismo tiempo. ¿Y si uno ama y no es amado? ¿Y si uno todavía ama y el otro ya no le ama y trata de satisfacer una nueva pasión? ¿Y si uno ama a un mismo tiempo varias personas que no pueden adaptarse a esta promiscuidad?

"Yo soy feo - nos decía una vez un amigo - ¿Qué haré si nadie quiere amarme?". La pregunta mueve a risa, pero también nos deja entrever verdaderas tragedias.

Y otro, preocupado por el mismo problema, decía: "Actualmente, si no encuentro el amor, lo compro, aunque tenga que economizar en pan. ¿Qué haré cuando no haya mujeres que se vendan?". La pregunta es horrible, pues muestra el deseo de que haya seres humanos obligados por el hambre a prostituirse; pero es también terrible..., y terriblemente humano.

Algunos dicen que el remedio podría hallarse en la abolición radical de la familia; la abolición de la pareja sexual más o menos estable, reduciendo el amor al solo acto físico, o por mejor decir, transformándolo, con la unión sexual por añadidura, en un sentimiento parecido a la amistad, que reconozca la multiplicidad, la variedad, la contemporaneidad de afectos.

¿Y los hijos?... Hijos de todos. ¿Puede ser abolida la familia? ¿Es de desear que lo sea?

Hagamos observar antes que nada, que, a pesar del régimen de opresión y de mentira que ha prevalecido y prevalece aún en la familia, esta ha sido y continúa siendo el más grande factor de desarrollo humano, pues en la familia es donde el hombre normal se sacrifica por el hombre y cumple el bien por el bien, sin desear otra compensación que el amor de la compañera y de los hijos. Pero, se nos dice que, una vez eliminadas las cuestiones de intereses, todos los hombres serán hermanos y se amarán mutuamente.

Ciertamente, no se odiarán; cierto es que el sentimiento de simpatía y de solidaridad se desarrollaría mucho y que el interés general de los hombres se convertiría en un factor importante en la determinación de la conducta de cada uno. Pero esto no es aún el amor. Amar a todo el mundo se parece mucho a no amar a nadie.

Podemos, tal vez socorrer, pero no podemos llorar todas las desgracias, pues nuestra vida se deslizaría entera entre lágrimas y, sin embargo, el llanto de la simpatía es el consuelo más dulce para un corazón que sufre. La estadística de las defunciones y de los nacimientos puede ofrecernos datos interesantes para conocer las necesidades de la sociedad; pero no dice nada a nuestros corazones. Nos es materialmente imposible entristecernos por cada ser humano que muere y regocijarnos por cada nacimiento.

Y si no amamos a alguien más vivamente que a los demás; si no hay un solo ser por el cual no estemos particularmente dispuestos a sacrificarnos; si no conocemos otro amor que este amor moderado, vago, casi teórico, que podemos sentir por todos, ¿no resultaría la vida menos rica, menos fecunda, menos bella? ¿No se vería disminuida la naturaleza humana en sus más bellos impulsos? ¿Acaso no nos veríamos privados de los goces más profundos? ¿No seríamos más desgraciados?

Por lo demás, el amor es lo que es. Cuando se ama fuertemente se siente la necesidad del contacto, de la posesión exclusiva del ser amado. Los celos, comprendidos en el mejor sentido de la palabra, parecen formar y forman generalmente una sola cosa con el amor. El hecho podrá ser lamentable, pero no puede cambiarse a voluntad, ni siquiera a voluntad del que personalmente los sufre. Para nosotros el amor es una pasión que engendra, por sí misma, tragedias. Estas tragedias no se traducirían, ciertamente, en actos violentos y brutales si el hombre tuviese el sentimiento de respeto a la libertad ajena, si tuviese bastante imperio sobre sí mismo para comprender que no se remedia un mal con otro mayor, y si la opinión pública no fuese, como hoy, tan indulgente con los crímenes pasionales; pero las tragedias no serían por esto menos dolorosas.

Mientras los hombres tengan los sentimientos que tienen - y un cambio en el régimen económico y político de la sociedad no nos parece suficiente para modificarlos por entero - el amor producirá al mismo tiempo que grandes alegrías, grandes dolores. Se podrá disminuirlos o atenuarlos, con la eliminación de todas las causas que pueden ser eliminadas, pero su destrucción completa es imposible.

¿Es esta una razón para no aceptar nuestras ideas y querer permanecer en el estado actual? Así se obraría como aquel que no pudiendo comprarse vestidos lujosos prefiriese ir desnudo, o que no pudiendo comer perdices todos los días renunciase al pan, o como un médico que, dada la impotencia de la ciencia actual ante ciertas enfermedades, se negase a curar las que son curables.

Eliminemos la explotación del hombre por el hombre, combatamos la pretensión brutal del macho que se cree dueño de la hembra, combatamos los prejuicios religiosos, sociales y sexuales, aseguremos a todos, hombres, mujeres y niños, el bienestar y la libertad, propaguemos la instrucción y entonces podremos regocijarnos, con razón, si no quedan más males que los del amor.

En todo caso, los desgraciados en amor podrán procurarse otros goces, pues no sucederá como hoy, en que el amor y el alcohol constituyen los únicos consuelos de la mayor parte de la humanidad.

jueves, 22 de mayo de 2008

"Las aventuras del capitán Alatriste", de Arturo Pérez-Reverte


Dos fragmentos del Segundo Libro, Limpieza de sangre.


I

No había piedad en ellos, ni siquiera esos ápices de humanidad que a veces uno vislumbra incluso en los más desalmados. Frailes, juez, escribano y verdugos se comportaban con una frialdad y un distanciamiento tan rigurosos que era precisamente lo que más pavor producía; más, incluso, que el sufrimiento que eran capaces de infligir: la helada determinación de quien se sabe respaldado por leyes divinas y humanas, y en ningún momento pone en duda la licitud de lo que hace. Después, con el tiempo, aprendí que, aunque todos los hombres somos capaces de lo bueno y de lo malo, los peores siempre son aquellos que, cuando administran el mal, lo hacen amparándose en la autoridad de otros, en la subordinación o en el pretexto de las órdenes recibidas. Y si terribles son quienes dicen actuar en nombre de una autoridad, una jerarquía o una patria, mucho peores son quienes se estiman justificados por cualquier dios. Puestos a elegir con quien habérselas a la hora, a veces insoslayable, de tratar con gente que hace el mal, preferí siempre a aquellos capaces de no acogerse más que a su propia responsabilidad. Porque en las cárceles secretas de Toledo pude aprender, casi a costa de mi vida, que nada hay más despreciable, ni peligroso, que un malvado que cada noche se va a dormir con la conciencia tranquila. Muy malo es eso. En especial, cuando viene parejo con la ignorancia, la superstición, la estupidez o el poder; que a menudo se dan juntos. Y aún resulta peor cuando se actúa como exégeta de una sola palabra, sea del Talmud, la Biblia, el Alcorán o cualquier otro escrito o por escribir. No soy amigo de dar consejos –a nadie lo acuchillan en cabeza ajena–, más ahí va uno de barato: desconfíen siempre vuestras mercedes de quien es lector de un solo libro.



II

Las hogueras ardieron durante toda la noche. La gente se quedó hasta muy tarde en el quemadero de la puerta de Alcalá, incluso cuando los penitenciados no eran más que huesos calcinados entre pavesas y cenizas. Del resplandor de los fuegos subían columnas de humo con tonalidades rojas y grises, que a veces una racha de aire arremolinaba, trayendo hasta la muchedumbre un olor denso, acre, de madera y carne quemadas.

Todo Madrid trasnochaba allí: desde honestas casadas, graves hidalgos y gente de respeto, al vulgo más soez. Alborotaban los pilluelos, correteando en torno a las brasas, mientras los alguaciles acordonaban el lugar. No faltaban vendedores, ni mendigos que hicieran su agosto. Y a todos parecíales –o al menos así lo afectaban en público– santo y edificante el espectáculo. Aquella España desdichada, dispuesta siempre a olvidar el mal gobierno, la pérdida de una flota de Indias o una derrota en Europa con el jolgorio de un festejo, un Te Deum o unas buenas hogueras, oficiaba una vez más de fiel a sí misma.

–Es repugnante –dijo Don Francisco de Quevedo.

Era el gran satírico, como referí ya a vuestras mercedes, extremado católico al modo de su siglo y de su patria; pero templaba todo ello con su profunda cultura y su limpia humanidad. Aquella noche estaba inmóvil, ceñudo, mirando el fuego. La fatiga del viaje a matacaballo marcaba su aspecto y su tono de voz; aunque en ésta, el cansancio parecía añejo de siglos.

–Pobre España –añadió en voz baja.

Una de las hogueras se desplomó chisporroteando en nube de pavesas, e iluminó junto al poeta la figura inmóvil del capitán Alatriste. La gente rompió a aplaudir. El resplandor rojizo iluminaba a lo lejos los muros de los recoletos agustinos, y a este lado la picota de piedra en el cruce de caminos de Vicálvaro y Alcalá, donde los dos amigos permanecían algo retirados. Habían estado allí desde el principio, conversando en voz baja. Sólo callaron cuando, luego que el verdugo apretase tres vueltas de cordel en el cuello de Elvira de la Cruz, la broza y la leña crepitaron bajo el cadáver de la pobre novicia. De todos los penitenciados, el único quemado vivo fue el clérigo; había resistido bien casi hasta el final, negándose a reconciliar con el fraile que lo asistía, y enfrentado la primera lumbre en sereno continente. Lástima que al cabo, con las llamas por las rodillas –lo quemaron piadosamente despacio, para darle tiempo al arrepentimiento– se descompusiera un poco, terminando el suplicio entre atroces alaridos. Pero, salvo San Lorenzo, que se sepa, en la parrilla nadie es perfecto.
...
Otra de las hogueras se hundió con estrépito, y la lluvia de chispas inundó la oscuridad, avivando el resplandor que iluminaba a los dos hombres. Diego Alatriste permanecía inmóvil junto al poeta, sin apartar los ojos de las llamas. Bajo el ala del sombrero, el fuerte mostacho y la nariz aguileña parecían enflaquecerle aún más el rostro, demacrado por la fatiga de la jornada y también por la herida fresca de la cadera, que pese a no ser seria, le estorbaba.

–Lástima –murmuró Don Francisco– no haber llegado a tiempo para salvarla también a ella.

Señalaba la hoguera más próxima, y parecía avergonzado por la suerte de Elvira de la Cruz. No de sí mismo, ni del capitán, sino de todo lo que había llevado hasta allí a la pobre moza, destruyendo además a su familia. Avergonzado, tal vez, de aquella tierra donde le había tocado vivir: cainita, cruel, deslumbradora en el gesto de grandeza estéril, pero indolente y ruin en lo cotidiano, de la que su hombría de bien y su estoica resignación senequista, muy sinceramente cristiana, no bastaban para consolarlo. Pues, desde siempre, ser lúcido y español aparejó gran amargura y poca esperanza.

–De cualquier modo –concluyó Quevedo–, era voluntad de Dios.

Diego Alatriste no se pronunció en seguida al respecto. Voluntad de Dios o del diablo, él seguía callado...

lunes, 19 de mayo de 2008

”Poema raro”, de Malcolm Lowry


Conocí a un hombre sin corazón:Los niños se lo habían arrancado, decían,Y dado a un lobo hambrientoQue lo cogió y huyó.Y huyeron los niños, su amo también,Muy lejos huyó la bestia,Y tras ella, original persecución,El hombre sin corazón seguía titubeando.Conocí a este hombre el otro díaPaseando un orgullo grotesco.Su corazón restaurado, su semblante alegre,El dócil lobo a su lado.

domingo, 18 de mayo de 2008

“La vida y la muerte de Marcelino Iturriaga”, de Javier Marías


I

El 22 de noviembre de 1957 fue un día muy nublado. Las nubes, formando una masa inerte, compacta e inexpugnable, cubrían el horizonte, y la tormenta amenazaba constantemente con desencadenarse.

Aquel día tenía un especial significado para mí. Hacía un año exactamente que había abandonado a los míos para no volver jamás. Era el primer aniversario de mi muerte. Por la mañana había venido Esperancita, mi mujer, y me había traído un ramo de flores, que me había colocado con mucho cuidado encima. No me gustaba que hiciera esto, ya que las flores me estorbaban y no podía ver bien, pero el día 22 de cada mes venía a renovármelas, trayendo consigo, una vez sí y otra no, a los chicos. Aquel mes les tocaba haber venido, pero supongo que Esperancita, por ser el primer aniversario, habría preferido venir sola. Por esta misma razón el ramo de claveles era más abundante que de costumbre, y me dificultaba la visión más que nunca. Aun así, pude observar bien a Esperancita. Estaba un poco más gorda que el mes pasado e indudablemente ya no era aquella chica ágil, esbelta y graciosa que tanto me había gustado antaño. Se movía con cierta pesadez y dificultad, y el luto, que todavía guardaba, le sentaba muy mal. Así vestida me recordaba a mi suegra enormemente, porque además el pelo de Esperancita ya no tenía aquel color negro puro, sino que empezaba a blanquearle sobre la frente y en las sienes. En aquel momento recordé cómo era la última vez que la vi con los ojos abiertos, y al hacerlo se me presentó claramente la escena que había ocurrido hacía un año en mi piso de Barquillo y, al mismo tiempo, toda mi vida.



II


Yo nací en Madrid en 1921, en un pequeño piso de la calle de Narváez. Mi padre era dueño de una farmacia que estaba bajo nuestro piso, y en cuya parte superior había un letrero que decía: «ITURRIAGA. FARMACIA», y un poco más abajo, y en letras más pequeñas se leía: «También se venden caramelos», y era por esta razón por la que mi hermano y yo pasábamos la mayor parte del día en el establecimiento. La otra parte del día la invertíamos en estar encerrados en una vieja y sucia clase del colegio cercano, donde un solo profesor nos daba clase, a catorce chicos, de todas las asignaturas existentes entonces. Eran unas clases aburridas, en las que nos dedicábamos a dormitar o a tirarnos bolitas de papel.

Mi madre era una mujer regordeta y apacible, que siempre nos ayudó a mi hermano y a mí cuando teníamos algún problema o cuando mi padre, tras un mal día de venta, descargaba su furia sobre nosotros.

Mi padre era, por el contrario, muy irascible, sobre todo cuando estaba de mal humor, y siempre creí que hubiese sido mucho más propio de él el ser carnicero o algo parecido en vez de farmacéutico.

Estuve en aquella escuela de Narváez hasta los quince años, y entonces empezó la guerra, que pasó por mí como una cosa más en la vida. No me trajo grandes pérdidas ni a mí ni a mi familia. Mi hermano estuvo en el frente, pero salió indemne, y vino cargado de un patriotismo y un orgullo por la victoria de las derechas que yo nunca compartí. Entonces empecé la carrera de Económicas, que tardé en acabar ocho años, ante el disgusto de mi padre, al que no le hubiese gustado verme repetir cursos. Sin embargo creo que a pesar de todo aquellos ocho años de carrera fueron los más felices y alegres de mi corta vida. En ellos me divertí, estudié poco y conocí a Esperancita. Era una chica bastante tímida con los chicos, pero no por eso dejaba de mostrarse afectuosa y servicial. Íbamos juntos al cine, al circo o a pasear, para acabar haciéndolo casi todas las tardes. Dos años después de finalizada la carrera le pregunté a Esperancita si quería casarse conmigo. Accedió; y a los dos años vino mi primer hijo, Miguel, y dos años más tarde Gregorito, nombre que a mí no me gustaba, pero al que hube de acceder, por empeñarse en ello mi suegra, que se llamaba Gregoria. Además, siempre creí que Gregorito Iturriaga Aguirre era un nombre demasiado largo y con demasiadas erres.

Ahora que lo pienso, creo que no me casé con Esperancita por amor o cosa equivalente, sino porque creí que me sería muy útil para ayudarme en mi trabajo del Banco. Luego no me fue de gran ayuda, ya que se tomaba demasiado en serio las cosas de los niños y estaba todo el día con ellos. Aunque no fui muy feliz con ella, tampoco puedo decir que fuese muy desdichado.

Vivían con nosotros mi suegra y mi padre, que no se podían ver, y como tenían que hacerlo, dado que la casa era bastante pequeña, todo el día estaban peleando y discutiendo sobre cosas estúpidas y de las cuales no podían —mejor dicho, no debían— discutir, ya que sabían muy poco de ellas. Esto, añadido a los gritos de Esperancita a Manuela, la criada, y a los llantos de los niños, hacía de mi casa un lugar insoportable, así que a mí el Banco me parecía el paraíso. Hacía horas extra con gusto, ya que, además de tener que alimentar a siete personas, gozaba de más ratos de tranquilidad.

Mi madre murió cuatro años después de finalizada la guerra, y creo que fue la única persona por la que tuve un gran cariño. Sentí mucho más su muerte que la de mi padre, al cual nunca profesé un verdadero amor filial.



III


Mi muerte fue algo bastante inesperado para todos. En agosto de 1956 empecé a experimentar unos fuertes y agudos dolores en el pecho. Alarmado, consulté a mi hermano, que era médico. Me tranquilizó diciéndome que sería algún pequeño constipado o anginas que habría cogido.

Me dio una receta para tomar unas píldoras, y el dolor dejó de molestarme hasta el 16 de noviembre, en que me atacó con más furia que en agosto. Volví a tomar las píldoras, pero esta vez no me aliviaron en nada, y el día 21 estaba en la cama, con mucha fiebre, un cáncer de pulmón y ninguna esperanza de vivir.

Aquel día fue algo angustioso. Los dolores eran horribles y nadie podía hacer nada para remediarlos. Veía nubladamente a Esperancita, que lloraba arrodillada junto a mi cama, mientras mi suegra, doña Gregoria, le daba golpecitos afectuosos y consoladores en la espalda. Los niños estaban quietos sin acabar de comprender lo que ocurría. Mi hermano y su esposa, sentados, parecían esperar el momento de mi muerte para poderse marchar de aquel lugar tan aburrido y melodramático. Mi jefe y algunos de mis compañeros, en la puerta, me miraban compasivamente, y cuando veían que los observaba me dirigían una amistosa sonrisa muy forzada. A las seis de la tarde del día 22, cuando empezaba a subirme la fiebre de nuevo, intenté levantarme y después caí sobre la almohada, muerto. Sentí que todos mis dolores y angustias se desvanecían al momento de expirar, y quise decirles a mi familia y amigos que ya no sentía dolor, que estaba vivo y bien, pero no pude. No podía hablar, ni moverme, ni abrir los ojos, a pesar de que veía y oía perfectamente lo que ocurría a mi alrededor. Mi suegra dijo:

—Ha muerto.
—Que Dios lo tenga en su gloria —contestaron los demás.

Vi cómo mi hermano y su esposa, tras decirle a Esperancita que ellos se encargarían del entierro, que sería mañana, se retiraban. Poco a poco toda la gente se fue y me quedé solo. No sabía qué hacer. Pensaba, veía y oía, luego existía, luego vivía, y mañana me iban a enterrar. Luché para moverme, pero no pude. Entonces me di cuenta de que estaba muerto, de que detrás de la muerte no había nada, y que lo único que me quedaba era quedarme en mi tumba para siempre, sin respirar, pero viviendo; sin ojos, pero viendo; sin oídos, pero oyendo.

Al día siguiente me metieron en un ataúd negro, y después en un coche, que me llevó hasta el cementerio. No fue mucha gente al entierro. No duró mucho y después todos se fueron. Me quedé solo. Al principio no me gustó el lugar, pero ahora que me he acostumbrado, me gusta porque es un sitio donde hay silencio. Veo a Esperancita cada mes y a los chicos cada dos, y esto es todo: esta es mi vida y mi muerte, donde no hay nada.


en Mientras ellas duermen, 1990 (edición ampliada)

sábado, 17 de mayo de 2008

"Decisión i condena de Ulises Nimrod u Odiseus L’Clerk", de Juan Carlos Villavicencio


Tinieblas o el frío del viento ante olas reiteradas asediando la torre que se yergue. La mirada forastera va bajando como sombra la escalera ausente donde ese fuego ya no reitera las pinturas del ayer –nostalgia de los mares anteriores– i el azote de cada uno de los mascarones alejados, aún latiendo en horizontes ahora esquivos, sin respiro, ni ansiedad, donde ya no cabe cielo para él.

jueves, 15 de mayo de 2008

"La historia de la fiebre", de Carlos Almonte


Céline entre aldeanos que lo ahogan, el calor, la humedad, las ranas gigantes, la cabaña se viene abajo, la comida se ha terminado y la que queda está podrida -los aldeanos se la arrebatan de las manos-. El cuerpo duele. La piel duele. Los sueños se confunden con la realidad. Afto, su ayudante, reaparece como un hechicero y extrae una cuchilla desde su tobillo. Los demás salen corriendo, pero vuelven a los pocos segundos. Céline yace postrado como un leproso terminal. Su apariencia es la de quien lleva muerto varios meses. Maldice al cielo y al infierno. Pide a gritos que alguien le dispare en la cabeza, pero su destino ha sido el de tocar las puertas del eterno fuego sin tener respuesta. Le tocó el destino, no la suerte, exclamaría el poeta. No queda más que esperar la muerte lenta. Seguir sufriendo, horadando el alma poco a poco, como siempre ha sido, desde que su memoria es memoria, desde que el tiempo es tiempo.

miércoles, 14 de mayo de 2008

"Grave fractura en Bolivia", de Rodrigo Montoya Rojas


¿Sabían ustedes lectoras y lectores que la primera constitución de Bolivia (1825) fue redactada por Bolívar y sus amigos en Lima, antes de haber puesto un pie en el territorio de lo que entonces se llamaba “Alto Perú”? Prácticamente en todos los países de América Latina, quienes hicieron las constituciones fueron los criollos descendientes de españoles y portugueses. En países como Ecuador, Bolivia y Perú, no fueron invitados al banquete los llamados indios que representaban cuatro quintas o tres cuartas partes de la población. Por esta exclusión de principio nacieron los estados naciones con un estado, una nación, una lengua, una religión, ignorando por completo a los habitantes originarios. Tampoco los pueblos indígenas estuvieron en condiciones de exigir una invitación ni de presentarse al banquete republicano porque a la derrota de la primera revolución nacional indígena dirigida por Túpac Amaru y Túpaq Katari, en 1781, le siguió el exterminio de cada uno de los miembros de las familias de ambos líderes y la liquidación de todos los indígenas que habían aprendido a leer y a escribir y que podrían haber seguido su ejemplo.

Cuando Evo Morales fue candidato a la presidencia de Bolivia, los pueblos indígenas y la multitud urbana organizada le dijeron, desde El Alto: si el Movimiento al Socialismo, MAS, no nacionaliza los hidrocarburos y si no convoca a una Asamblea Constituyente te retiraremos el apoyo y exigiremos en las calles que abandones la presidencia como lo hicimos antes con los presidentes González de Lozada y Meza. Una vez elegido presidente, Evo Morales cumplió su compromiso. Logró que el Estado boliviano reciba el 82% de lo producido por las grandes empresas y que éstas se conformen con el 18% restante. Invirtió las proporciones porque antes de su gobierno las empresas multinacionales se llevaban el 82 % y al Estado le quedaba solo el 18 %. Por esa osadía política los neoliberales que controlan gran parte de los medios de comunicación en el continente anunciaron la inminente catástrofe y desaparición de Bolivia. Por su lado, los dueños de Santa Cruz y el oriente boliviano amenazaron con dividir el país. Luego de la nacionalización de los hidrocarburos, las empresas multinacionales no se fueron del país, se quedaron porque con el simple 18% sus negocios siguen siendo rentables.

El segundo compromiso del gobierno fue convocar a una nueva Constituyente para que por primera vez en la historia republicana de Bolivia la carta nacional sea aprobada con la participación de los pueblos indígenas y exprese plenamente sus derechos. Si desde 1825 hasta hoy la constitución sólo representa a una de las naciones bolivianas, el momento había llegado para que Bolivia sea definida como un Estado Multinacional en el que todas las naciones del país -aimara, quechua, guaraní y otras de la Amazonía- sean tomadas en cuenta y se respete sus derechos colectivos. En otras palabras, con una constitución nueva de ese tipo, terminaría el omnímodo poder de los “q’aras” (españoles y criollos) o calatos de la derecha boliviana que siempre tuvieron el poder.

Por estas dos grandes decisiones políticas la derecha boliviana quiere que el “indio” Evo Morales, ese “indio maldito” como lo llaman en Santa Cruz y en Tarija, pague su atrevimiento, sea echado de la presidencia y “se muera” si las circunstancias lo permiten. Hasta ese punto de fractura llegan el viejo racismo colonial y la política reaccionaria de la derecha sin medias tintas ni hipocresías.

Conviene recordar que a diferencia de todos los presidentes de América Latina en ejercicio de sus cargos Evo Morales ganó en primera vuelta con el 54% de los votos. Esa es una mayoría sin atenuantes. Al convocar a la Constituyente, el MAS cometió el error de sobre valorar sus fuerzas y establecer que la nueva constitución sería aprobada por un 80% de los votos de la Asamblea y, luego, confirmada por un referéndum en todo el país. Nunca antes en la historia de Bolivia, alguna de sus 18 constituciones tuvo una participación indígena y una aprobación superior a 50%. Hubiera sido suficiente que la regla fuese 50 % más uno de los votos para que sea la constitución más representativa de toda su historia. Ese pequeño gran error ha sido la tabla de salvación para que la derecha boliviana reflote tratando de bloquear la aprobación formal de la nueva Constitución y forzando una consulta popular para afirmar la “autonomía” de Santa Cruz.

Obligada por el éxito político de los pueblos indígenas, la derecha boliviana dejó atrás su viejo argumento de “una Bolivia” -la parte q’ara, blanca, o europea del país, su Bolivia- para hablar de la nación camba, en oposición a la nación aymara, admitiendo en los hechos que en Bolivia hay varias naciones y no sólo una. La revolución de 1952, destruyó el latifundismo en las tierras altas, acabando con los hacendados coloniales y con los siervos de hacienda, pero, al mismo tiempo, creó un nuevo latifundismo en el oriente al entregar grandes extensiones de tierras a los colonos que hoy son dueños de Santa Cruz y dicen pertenecer a una “nación camba”. Camba es el nombre de los colonos y habitantes de Santa Cruz, en el oriente, en oposición al Kolla o habitante andino[1]. Hace veinte años no se oía hablar de una “nación camba”; en otras palabras, la lógica parece haber sido la siguiente: “¿Si los aimaras tienen una nación, por qué nosotros los cambas no tendríamos la nuestra?”. En Santa Cruz están los pozos de petróleo y en Tarija los pozos de gas, que son los recursos más importantes del país. Antes, la “rosca”, viejo nombre de la derecha boliviana, disfrutó de la plata, el estaño y otros minerales y las grandes haciendas. Cuando la mina maravillosa de Potosí agotó sus reservas después de más de cuatro siglos de explotación continua, los Andes ya no cuentan, sólo importan la Amazonía y Tarija para seguir disfrutando de la riqueza y del poder. Esos llamados “indios malditos” fueron importantes como obreros mineros, y ahora ya no los quieren y preferirían que se queden solos con sus lenguas, sus culturas, sus pobrezas y su capital, La Paz, que está a 3,600 metros de altura.

Un acontecimiento político que precipitó el repentino interés de la derecha de Santa Cruz por su autonomía y/o división fue una nueva reforma agraria decretada por el gobierno de Evo Morales para expropiar las tierras sin uso de los latifundios en la Amazonía boliviana. Una vez más, se trata de defender sus intereses.

El concepto de autonomía está en el centro del debate político. Se puede tener autonomía dentro de un mismo estado multinacional, tal como lo establece la nueva constitución boliviana y se puede reclamar autonomía como pretexto para dividir un estado y crear otro, tal como quieren los cruceños que ya no se sienten bolivianos. Por ese camino, el concepto de autonomía sería sinónimo de división y si así fuera se trata de un contrasentido conceptual. Rubén Costas, el prefecto de Santa Cruz, dijo en la celebración de de la victoria, el domingo 4 de mayo:

Hoy iniciamos el camino hacia una nueva República, hacia un moderno Estado que en principio se formará con los cuatro departamentos autónomos hasta convertir a Bolivia en el Estado unitario más representativo de toda América Latina… Con el voto se ha consolidado el inicio de la reforma estructural de mayor trascendencia en nuestra patria. Las urnas han dado su veredicto; los emisarios del mal no pudieron imponer su rencor y su odio. Hoy hemos logrado una página gloriosa en la memoria nacional para construir una patria nueva con responsabilidad, con unidad. Debemos felicitarnos por haber reafirmado nuestro compromiso con la democracia. Citado por el periodista boliviano Alex Contreras en su artículo “Bolivia dividida” (ALAI, América Latina en Movimiento, 2006.05.’5).

Con el lenguaje de Bush este prefecto cree que Evo Morales y su gobierno son parte del “eje del mal”. Los ángeles del bien serían los rebeldes de Santa Cruz que anuncian una nueva república, guardando para sí el nombre de Bolivia, su Bolivia, y esperando que los pueblos andinos busquen otro nombre o se llamen algo así como 'Bolivia 2' o 'Bolivia kolla'. Hace tres años, oí en Santa Cruz y en La Paz las primeras versiones sobre una posible división del país: los extremistas cambas decían que Brasil podría anexar Santa Cruz y Argentina recuperaría Tarija. No me parece políticamente serio creer que los gobiernos de Brasil y Argentina estén dispuestos a tal despropósito. Tal vez, el objetivo mayor de la derecha boliviana sea sacar a Evo Morales de la Presidencia antes que dividir el país. Hay, por su puesto, fracciones de derecha en La Paz, Cochabamba o Sucre que están en el centro del conflicto, del mismo modo que hay un pueblo en la media luna amazónica con firmes lazos de parentesco con los Kollas de las tierras altas. Ya sabemos que las fronteras y los territorios de los países no son definitivas, que se provoca guerras para cambiar los mapas y se asesina presidentes para despejar el camino de quienes se niegan a perder el poder que tienen o de quienes tratan de recuperar el poder que perdieron.

Este es el conflicto profundo que vive Bolivia: de un lado, una derecha -reaccionaria y racista hasta la médula- que quiere seguir disponiendo de la riqueza y del poder sin aceptar que los pueblos indígenas existen y tienen derechos que defender; del otro, un pueblo indígena y no indígena que reclama sus derechos y exige que Bolivia sea también su país. El germen de la división, sembrado desde la invasión española, se expande y multiplica. ¿Qué voluntad de diálogo puede haber si se afirma que los otros son parte del eje del mal? La unidad y el entendimiento dependen del respeto de los otros. En tiempos de graves fracturas sociales el respeto no tiene por donde aparecer.








[1] Hay una doble lectura sobre la orientación de los brazos de la enorme estatua de Cristo que los católicos pusieron en Santa Cruz: ”Collas, no tienen sitio aquí”, y, “Collas, pasen, bienvenidos”. El domingo pasado el arzobispo de la Paz votó por “la autonomía”.

martes, 13 de mayo de 2008

“Sobrepoblación, el mayor de todos los desastres”, de Michel Houellebecq


El problema de este mundo es que hay demasiada gente. El espacio se va estrechando, las ciudades se aprietan, las calles están cada vez más atestadas, los edificios, las habitaciones...

El exceso de personas, por otro lado, conduce a un aumento en el gasto de energías, de combustibles, de alimentos, de agua y de otros insumos, tanto básicos como suntuarios (con las dificultades innegables para definir unos y otros). Distinto sería si cada individuo portara un dínamo (o algún sistema generador a través del movimiento) y produjera su propia energía (origen y solución del problema), convocando en aquel acto, en apariencia mínimo, la arista más patética de la vida postmoderna.

Así las cosas, el problema es evidente, pero la solución –real e inmediata- no lo es tanto; o bueno, sí lo es, pero no es nada amable. Si el problema es que existe demasiada gente, la solución directa es recortar el número de sujetos. Así de simple. Pero como no es tan sencillo reducir el número de sujetos, la única vía parece ser la regulación de la natalidad, a nivel personal y gubernamental. Corrijo, si esperamos solucionar el problema, la implementación de las normativas que tiendan a dosificar la natalidad, debiera ser urgente e inmediata. Algunos sociedades y gobiernos ya han experimentado limitando la natalidad teniendo resultados eficaces, incluso exitosos.

Ahora bien, como todos sabemos, hay ciertos temas, o actitudes, que la gente practica pero no comenta (como por ejemplo la elección de los sujetos para su reproducción); por esto será imposible normar la “calidad” de los sujetos a nacer, aunque esa “calidad” sí se aplique (y todos lo aceptemos sin mayor reparo) al momento de elegir al sujeto con el cual queremos aparearnos. Esto sería, en varios sentidos, lo ideal, pensando sobre todo en el envejecimiento de la población, con la consecuente necesidad de contar con individuos fuertes y hábiles para hacer frente a esta situación desmejorada.

Por otro lado, se debiera llamar a la población a tomar conciencia urgente acerca de la necesidad de limitar la reproducción humana, antes de regular por ley la autorización de tener un hijo por familia (o el número que se estime conveniente, no mayor a dos, salvo casos de excepción), so pena de reconvenciones formales y por escrito, multas en dinero, llegando incluso, si el caso lo requiere, a la quirurgia inhabilitadora.

Sé que suena exagerado, por el momento, pero llegará el día (y ese día es más cercano de lo que la mayoría piensa) en que estos temas serán tratados en cada parlamento y centro de debate, en cada país del mundo. La sobrepoblación, unida a efectos climáticos y desastres naturales (ambos, ciertamente, en cercana relación de acción y reacción), amenazan, hoy por primera vez en cientos de años (desde las pestes de alcance mundial en el medioevo que no estábamos expuestos a una potencial masacre como ésta) con un final abrupto y miserable, sociedades empobrecidas, guerras por el agua, desiertos que avanzan sin contrapeso y el alzamiento del océano, producto del derretimiento de los polos; provocando la muerte de millones de personas (en el mejor de los casos) y el desaparecimiento de todo rastro de vida (en el peor).

Es decir, las consecuencias están a la vista. Mi propuesta, simple, directa y desprovista del cinismo natural del ser humano, es adelantarse a los hechos, tender a la disminución en vez de al aumento descontrolado; a la racionalización de los recursos en vez de al disparate. Insisto, la única vía posible es que la población humana disminuya. No hay otra manera. Y para esto se debe aconsejar a la sociedad, primero, y hacerle ver de las inconveniencias de aumentar el número de la población; regular la natalidad, después, y por último (sé que es una medida impopular, pero es lo suficientemente razonable) se debe llegar a la eliminación discriminada de sujetos.

En la antigüedad, esta función depuradora la cumplían las guerras, las pestes y las bajas expectativas de vida, (por enfermedades, exceso de trabajo, etc.); pero hoy, la responsabilidad (y por lo tanto la conciencia) recae en el mismo ser humano, sin excusas (como es el caso de una guerra). Hoy las guerras no tienen los efectos devastadores, en términos demográficos, que tenían antes. Las pestes han sido relativamente controladas, y las pocas enfermedades que no cuentan con una cura rápida y certera, han sido, lamentablemente, manipuladas casi hasta su solución total. Infelizmente las expectativas de vida del ser humano han aumentado, provocando el mayor desastre, natural o artificial, de todos los tiempos en la historia del planeta: el exceso de población.

El disminuir la población concientemente es una medida extrema, sin duda, aunque valiente y honesta; pero llegará el tiempo en que nos veremos obligados a hacerlo. La elección de los sujetos para llevar a cabo esta medida, es más difícil e impopular aún. Se debiera considerar, inicial y tentativamente, el ofrecimiento voluntario; sin embargo, y en caso de ser insuficiente la respuesta a este primer llamado, supongo que lograré algún consenso al proponer a los sujetos-parásitos de nuestra sociedad para continuar, incluyendo acá a pedófilos y violadores. El número de sujetos que componen estos grupos no es menor y este porcentaje ayudaría en algo a satisfacer de mejor manera las necesidades del resto de la población. Después de llevado a cabo este ejercicio, el asunto se pone más difícil, y el consenso se hace aún más improbable. Pero al menos ya habremos comenzado.

Este tema (y solución) debiera ser parte de cada seno familiar, de amistades, de camaradas, de compañeros de trabajo; debiera nacer desde cada individuo y, de esta manera, no vernos expuestos a esta coyuntura terrible que parece avanzar sin más voces contrarias que un par de periodistas llenos de ideales y otro par de ecologistas alienados, quienes parecen estar más obsesionados con retratarse saltando a barcos balleneros que con soluciones de corte real.

Basta ya. Es la hora de corregir esta situación. Aún queda tiempo para hacerlo, poco pero queda. Es la hora de pensar y decidir qué es lo que queremos: un mundo con hora de final, o una reactivación social, un profundo cambio, una nueva sociedad, una esperanza en el futuro. Está en cada uno, y en la suma de los unos, el destino de esta presente forma de vida.

lunes, 12 de mayo de 2008

"Bartleby y Compañía” (II), de Enrique Vila-Matas


Parte 27

Voy a hacer una tercera excepción con suicidas, voy a hacerla con Chamfort. En una revista literaria, un artículo de Javier Cercas me ha puesto en la pista de un feroz partidario del No: el señor Chamfort, el mismo que decía que casi todos los hombres son esclavos porque no se atreven a pronunciar la palabra «no».

Como hombre de letras, Chamfort tuvo suerte desde el primer momento, conoció el éxito sin el menor esfuerzo. También el éxito en la vida. Le amaron las mujeres, y sus primeras obras, por mediocres que fueran, le abrieron los salones, ganando incluso el fervor real (Luis XVI y María Antonieta lloraban a lágrima viva al término de las representaciones de sus obras), entrando muy joven en la Academia Francesa, gozando desde el primer instante de un prestigio social extraordinario. Sin embargo, Chamfort sentía un desprecio infinito por el mundo que le rodeaba y muy pronto se enfrentó, hasta las últimas consecuencias, con las ventajas personales de las que disfrutaba. Era un moralista, pero no lo de los que estamos acostumbrados a soportar en nuestros tiempos, Chamfort no era un hipócrita, no decía que todo el mundo era horroroso para salvarse él mismo, sino que también se despreciaba cuando se miraba al espejo: «El hombre es un animal estúpido, si por mí se juzga.»

Su moralismo no era una impostura, no buscaba con su moralismo el prestigio de hombre recto. «Nuestro héroe —escribió Camus sobre Chamfort— irá aún más lejos, porque la renuncia a las propias ventajas nada supone y la destrucción de su cuerpo es poca cosa (se suicidó de un modo salvaje), comparada con la desintegración del propio espíritu. Esto es, finalmente, lo que determina la grandeza de Chamfort y la extraña belleza de la novela que no escribió, pero de la que nos dejó los elementos necesarios para poder imaginarla.»

No escribió esa novela —dejó Máximas y pensamientos, Caracteres y anécdotas, pero nunca novelas—, y sus ideales, su radical No a la sociedad de su tiempo, le abocaron a una especie de santidad desesperada. «Su extremada y cruel actitud —dice Camus— le condujo a esa postrera negación que es el silencio.»

En una de sus Máximas nos dejó dicho: «M., a quien se quería hacer hablar de diferentes asuntos públicos o particulares, fríamente contestó: Todos los días engrosó la lista de las cosas de las que no hablo; el mayor filósofo sería aquel cuya lista fuera la más extensa.»

Esto mismo le conducirá a Chamfort a negar la obra de arte y esa fuerza pura de lenguaje que, en sí misma y desde hacía mucho, trataba de comunicar una forma inigualable a su rebeldía. Negar el arte le condujo a negaciones aún más extremas, incluida esa «postrera negación» de la que hablaba Camus, que, comentando por qué Chamfort no escribió una novela y, además, cayó en un prolongadísimo silencio, dice: «El arte es lo contrario del silencio, constituyendo uno de los signos de esa complicidad que nos liga a los hombres en nuestra lucha común. Para quien ha perdido esa complicidad y se ha colocado por entero en el rechazo, ni el lenguaje ni el arte conservan su expresión. Ésta es, sin duda, la razón por la cual esa novela de una negación jamás fue escrita: porque, justamente, era la novela de una negación. Y es que existen en ese arte los principios mismos que debían conducirle a negarse.»

Por lo que se ve, Camus, artista del Sí donde los haya, se habría quedado algo paralizado —él, que tanto creía que el arte es lo contrario del silencio— de haber conocido la obra, por ejemplo, de Beckett y otros consumados discípulos recientes de Bartleby.

Chamfort llevó el No tan lejos que, el día en que pensó que la Revolución Francesa —de la que había sido inicialmente entusiasta— le había condenado, se disparó un tiro que le rompió la nariz y le vació el ojo derecho. Todavía con vida, volvió a la carga, se degolló con una navaja y se sajó las carnes. Bañado en sangre, hurgó en su pecho con el arma y, en fin, tras abrirse las corvas y las muñecas, se desplomó en medio de un auténtico lago de sangre.

Pero, como ha quedado ya dicho, todo esto no fue nada comparado con la salvaje desintegración de su espíritu.

«¿Por qué no publicáis?», se había preguntado a sí mismo, unos meses antes, en un breve texto, Productos de la civilización perfeccionada.

Entre sus numerosas respuestas he seleccionado éstas:

Porque el público me parece que posee el colmo del mal gusto y el afán por la
denigración.

Porque se insta a trabajar por la misma razón que cuando nos asomamos a la ventana deseamos ver pasar por las calles a los monos y a los domadores de osos.

Porque temo morir sin haber vivido.

Porque cuanto más se desvanece mi cartel literario más feliz me siento.

Porque no deseo hacer como las gentes de letras, que se asemejan a los asnos coceando y peleándose ante su pesebre vacío.

Porque el público no se interesa más que por los éxitos que no aprecia.

sábado, 10 de mayo de 2008

“Fe de erratas”, de Juan Gelman


donde dice “salió de sí como de un calabozo” (página tal verso cual)
podría decir “el arbolito creció creció” o alguna otra equivocación
a condición de tener ritmo
ser cierta o verdadera

así escribió sidney west estas líneas que nunca lo amarán
en el frescor de un pozo ciego y oscuro
arriba de la tierra deslumbrada por el sol
o sol o sol o sol

donde dice “si fuéramos o fuésemos/como rostros humanos”
(página tal verso cual) es como el buey que allí se aró
no podrido por la pena o la furia
disimulando el mucho rato en soledá

¡ah sidney west! aquí terminan (ojalá)
tus repechazos áspimos y pésimos
qué poca por alrededor de este hombre
y adentro qué animal

a sidney west se lo comieron todos los pájaros que supo inventar
la ponina y el nino especialmente
golosos de su estado y pasión
abierta dulce como inútil

donde dice “un día pasó lo que sigue” (página tal verso cual)
había pasado antes la tristeza
y eso es fatal para el poeta
fue fatal para el peno de west

¡ea bichitos tábanos fulgores que saludaban en el
cementerio de Oak!
allí lo pusieron a sidney west que duerma
donde dice “que duerma duerma duerma” (página tal verso cual)
debe decir que duerma y más nada

así que west con el amor primero
fue para sidney marinero
sidney el último en historia
giró con west como burro de noria

que duerma y nada más debe decir (página tal verso cual)
y más nada que duerma y no otra cosa
que duerma duerma duerma
que duerma duerma duerma sidney west

hasta que alen por favor los pieses
que duerma sidney west
hasta que bien nos amoremos
que duerma duerma duerma


en Los poemas de Sidney West, 1969

viernes, 9 de mayo de 2008

"El perfume", de Patrick Süskind


Grenouille permaneció varios minutos ante la portezuela abierta del carruaje, sin moverse. El lacayo que estaba a su lado se había puesto de hinojos y se fue inclinando cada vez más hasta adoptar la postura que en Oriente es preceptiva ante el sultán o ante Alá. E incluso en esta actitud temblaba y se balanceaba y hacía lo posible por inclinarse más, por tenderse de bruces en la tierra, por hundirse, por enterrarse en ella. Hasta el otro confín del mundo habría querido hundirse como prueba de sumisión. El oficial de la guardia y el teniente de policía, ambos hombres de impresionante físico, cuyo deber habría sido ahora acompañar al condenado al cadalso y entregarlo al verdugo, ya no eran capaces de ningún movimiento coordinado. Llorando, se quitaron las gorras, volvieron a ponérselas, las tiraron al suelo, cayeron el uno en brazos del otro, se desasieron, agitaron como locos los brazos en el aire, se retorcieron las manos, se estremecieron e hicieron muecas como aquejados del baile de san Vito.
Los notables de la ciudad, que se encontraban un poco más lejos, demostraron su emoción de modo apenas más discreto. Cada uno dio rienda suelta a los impulsos de su corazón. Había damas que al ver a Grenouille se llevaron los puños al regazo y suspiraron extasiadas; otras se desmayaron en silencio por el ardiente deseo que les inspiraba el maravilloso adolescente (porque como tal lo veían). Había caballeros que saltaron de su asiento, volvieron a sentarse y saltaron de nuevo, respirando con fuerza y apretando la empuñadura de su espada como si quisieran desenvainarla, y apenas iniciaban el ademán, volvían a guardarla con ruidoso rechinamiento de metales; otros dirigieron en silencio los ojos al cielo y juntaron las manos como si orasen; y monseñor, el obispo, como si tuviera náuseas, inclinó el torso y se golpeó la rodilla con la frente hasta que la birreta verde le resbaló de la cabeza; y no es que sintiera náuseas, sino que se entregó por primera vez en su vida a un éxtasis religioso, porque había ocurrido un milagro ante la vista de todos, el mismo Dios en persona había detenido los brazos del verdugo al dar apariencia de ángel a quien parecía un asesino a los ojos del mundo. Oh, que algo semejante ocurriera todavía en el siglo XVIII. Qué grande era el Señor. Y qué pequeño e insignificante él mismo, que había lanzado un anatema sin estar convencido, sólo para tranquilizar al pueblo. Oh, qué presunción, qué poca fe. Y ahora el Señor obraba un milagro. Oh, qué maravillosa humillación, qué dulce castigo, qué gracia, ser castigado así como obispo de Dios.
Mientras tanto, el pueblo del otro lado de la barricada se entregaba cada vez con más descaro a la inquietante borrachera de sentimientos ocasionada por la aparición de Grenouille. Los que al principio sólo habían experimentado compasión y ternura al verle, estaban ahora invadidos por un deseo sin límites, los que habían empezado admirando y deseando, se encontraban ahora en pleno éxtasis. Todos consideraban al hombre de la levita azul el ser más hermoso, atractivo y perfecto que podían imaginar: a las monjas les parecía el Salvador en persona; a los seguidores de Satanás, el deslumbrante Señor de las Tinieblas; a los cultos, el Ser Supremo; a la doncella, un príncipe de cuento de hadas; a los hombres, una imagen ideal de sí mismos. Y todos se sentían reconocidos y cautivados por él en su lugar más sensible; había acertado su centro erótico. Era como si aquel hombre poseyera diez mil manos invisibles y hubiera posado cada una de ellas en el sexo de las diez mil personas que le rodeaban y se lo estuviera acariciando exactamente del modo que cada uno de ellos, hombre o mujer, deseaba con mayor fuerza en sus fantasías más íntimas.
La consecuencia fue que la inminente ejecución de uno de los criminales más aborrecibles de su época se transformó en la mayor bacanal conocida en el mundo después del siglo segundo antes de la era cristiana: mujeres recatadas se rasgaban la blusa, descubrían sus pechos con gritos histéricos y se revolcaban por el suelo con las faldas arremangadas. Los hombres iban dando tropiezos, con los ojos desvariados, por el campo de carne ofrecida lascivamente, se sacaban de los pantalones con dedos temblorosos los miembros rígidos como una helada invisible, caían, gimiendo, en cualquier parte y copulaban en las posiciones y con las parejas más inverosímiles, anciano con doncella, jornalero con esposa de abogado, aprendiz con monja, jesuita con masona, todos revueltos y tal como venían. El aire estaba lleno del olor dulzón del sudor voluptuoso y resonaba con los gritos, gruñidos y gemidos de diez mil animales humanos. Era infernal.
Grenouille permanecía inmóvil y sonreía, y su sonrisa, para aquellos que la veían, era la más inocente, cariñosa, encantadora y a la vez seductora del mundo. Sin embargo, no era en realidad una sonrisa, sino una mueca horrible y cínica que torcía sus labios y reflejaba todo su triunfo y todo su desprecio. Él, Jean–Baptiste Grenouille, nacido sin olor en el lugar más nauseabundo de la tierra, en medio de basura, excrementos y putrefacción, criado sin amor, sobreviviendo sin el calor del alma humana y sólo por obstinación y la fuerza de la repugnancia, bajo, encorvado, cojo, feo, despreciado, un monstruo por dentro y por fuera... había conseguido ser estimado por el mundo. ¿Cómo, estimado? Amado. Venerado. Idolatrado. Había llevado a cabo la proeza de Prometeo. A fuerza de porfiar y con un refinamiento infinito, había conquistado la chispa divina que los demás recibían gratis en la cuna y que sólo a él le había sido negada. Más aún. La había prendido él mismo, sin ayuda, en su interior. Era aún más grande que Prometeo. Se había creado un aura propia, más deslumbrante y más efectiva que la poseída por cualquier otro hombre. Y no la debía a nadie –ni a un padre, ni a una madre y todavía menos a un Dios misericordioso–, sino sólo a sí mismo. De hecho, era su propio Dios y un Dios mucho más magnífico que aquel Dios que apestaba a incienso y se alojaba en las iglesias. Ante él estaba postrado un obispo auténtico que gimoteaba de placer. Los ricos y poderosos, los altivos caballeros y damas le admiraban boquiabiertos mientras el pueblo, entre el que se encontraban padre, madre, hermanos y hermanas de sus víctimas, hacían corro para venerarle y celebraban orgías en su nombre. A una señal suya, todos renegarían de su Dios y le adorarían a él, el Gran Grenouille.
Sí, "era" el Gran Grenouille. Ahora quedaba demostrado. Igual que en sus amadas fantasías, así era ahora en la realidad. En este momento estaba viviendo el mayor triunfo de su vida. Y tuvo una horrible sensación.
Tuvo una horrible sensación porque no podía disfrutar ni un segundo de aquel triunfo. En el instante en que se apeó del carruaje y puso los pies en la soleada plaza, llevando el perfume que inspira amor en los hombres, el perfume en cuya elaboración había trabajado dos años, el perfume por cuya posesión había suspirado toda su vida... en aquel instante en que vio y olió su irresistible efecto y la rapidez con que, al difundirse, atraía y apresaba a su alrededor a los seres humanos, en aquel instante volvió a invadirle la enorme repugnancia que le inspiraban los hombres y ésta le amargó el triunfo hasta tal extremo, que no sólo no sintió ninguna alegría, sino tampoco el menor rastro de satisfacción. Lo que siempre había anhelado, que los demás le amaran, le resultó insoportable en el momento de su triunfo, porque él no los amaba, los aborrecía. Y supo de repente que jamás encontraría satisfacción en el amor, sino en el odio, en odiar y ser odiado.

jueves, 8 de mayo de 2008

“Cielo”, de Leonard Cohen


Los grandes pasan sin tocarse,
pasan sin mirarse;
cada uno sumido en el gozo,
cada uno en su propio fuego.

No tienen necesidad el uno del otro,
aunque tienen la más profunda de las necesidades.

Los grandes pasan,
registrados en algún cielo múltiple,
grabados en alguna risa sin fin;
pasan como estrellas de diferentes estaciones,
como meteoros de diferentes siglos.

Fuego inalterado por el fuego que pasa.
Risa inatacada por el confort;
se pasan los unos a los otros sin tocarse,
sin mirarse;
necesitando saber tan sólo
que los grandes pasan.

miércoles, 7 de mayo de 2008

Soy un extraño sin felicidad

Fragmento de la Escena VII

ULISES: Basta de demoras. El horizonte se está llenando de naves enemigas, de moscardones, de hombres en celo. Vienen por nosotros.
DON FRANCÍCLOPE: Bien. Resulta que ahora eres valiente. ¿Vas a matarme?
ULISES: Quiero un close up. Quiero toda mi vida en pantalla.
DON FRANCÍCLOPE: ¿Qué vas a decir? ¿Que te obligué a este viaje? ¿Que no te agrada firmar autógrafos? ¿Que has visto los naufragios de toda la flota naval de la república? ¿Qué dirás?
ULISES: Que me confundí de bando. Que maté a diestra y siniestra. Que hoy me buscan por todos lados y yo tardo en volver a casa.
DON FRANCÍCLOPE: ¿Respuesta definitiva?
ULISES: Que no sé cómo es mi hijo. No conozco el color de su pelo ni el tono de su llanto. Debo volver, pero la casa ya no es la que dejé. Han muerto muchos. La patria se borra con el paso del tiempo.
DON FRANCÍCLOPE: ¿Respuesta definitiva?
ULISES: Que mi esposa está con otros, que mi esposa es mi hija y mi madre. Que la han confundido. Que en las calles los soldados disparan. Que en las casas los televisores se prenden para escuchar los discursos. Que hace un frío de los mil demonios y yo no estoy ahí. Que los niños leen la historia inexacta del viaje de mi vida y que por los vidrios rotos de las salas de clases entra el humo de las bombas. Que mi esposa se acuesta con otros, que la han violado, que sus hijos han ido a parar a manos del enemigo.
DON FRANCÍCLOPE: ¿Ésa es tu maldita respuesta definitiva? ¡Vamos! ¡Por Zeus!
ULISES: Diré que entré en la ciudad y gané la guerra. Diré que me subieron a esos aviones y me drogaron. Disparé a algún sitio y luego nada. Diré que el pueblo clamaba por las balas, por los fusiles. Diré que las gentes murieron. Que las ciudades se vaciaron, y que ya nadie vive allí, que es todo falso, una recreación para los turistas, para los que nunca serán viajeros. Diré que mi cuerpo fue cremado y lanzado a las aguas del mar. Diré que mi cuerpo fue embalsamado y hecho una estatua para el museo de la victoria. Diré que mi cuerpo no apareció. Que lo enterraron los miserables y que no apareció. Diré que abrieron mi cuerpo y lanzaron mis vísceras al mar. Diré que mi cuerpo olvidó, que tiene amnesia, que camina por otros sitios y no sabe que es él. Que alguien escribe mi historia y que inventa los hechos. Dirá que ahora hay un impostor. Un Ulises falso que nunca salió del horroroso Ítaca, que nunca salió de ningún sitio. Que quizás yo soy el impostor, pero…
DON FRANCÍCLOPE: Vaya boicot lingüístico. Boicot de todos estos temerosos pelafustanes que no han visto una tormenta ni en la televisión. Amotinados a más no poder y con control de la torre de mando. Y ahora se confunden y dicen Isla Quiriquina, Isla Dawson, Isla Creta, archipiélagos innumerables. ¿Qué hacemos con estos traidores Contres, Krasnoff, Moren Brito? Peleles amedrentados con el peso de la mitología. No son dignos de que entren en tu casa, pero una palabra tuya… ¿Qué significa todo ese rosario tuyo?
ULISES: Significa que estoy leyendo el canto 24 de la historia. Que esto es Ítaca, un maldito programa en vivo. Que nunca he salido de estas paredes. Que nunca mojé mis pies en ningún mar. Que no volveré a casa, porque mi casa no existe. Esto es Ítaca. Una escenografía. Puro material de deshecho. Bellavista, Inés Matte Urrejola, Homecenter, barracas de hierro. Los obreros sostienen los paneles de la patria. Detrás de cada macizo cordillerano hay miles de carpinteros famélicos con el sueldo mínimo. Corten, corten esta escena. Hagan zapping. ¿Qué hacen los niños a esta hora viendo este programa? ¿Qué hacen los fotógrafos con sus flashes aturdidores? ¿Qué hace mi familia? Que venga alguien a quitarme el disfraz de héroe. Que apaguen las luces de este set. Mi papel se ha arruinado y ya no seré el mejor actor.

martes, 6 de mayo de 2008

“Soledad mexicana”, de Jack Kerouac


Soy un extraño sin felicidad
caminando las calles de México,
recordando…
Mis amigos se han muerto,
mis amantes desaparecieron,
mis putas fueron proscritas,
mi cama apedreada
y sacudida por los terremotos

y no tengo hierba santa para volar
a la luz de las velas y soñar
con humo de autobuses…


Sólo eso, tormentas de polvo, y las mucamas
que me espían a través de un agujero
ahí en la puerta,

taladrado secretamente para observar
las almohadas con que hacen el amor los masturbadores.


Yo soy la gárgola de Nuestra Señora,
soñando en el espacio
sueños grises y brumosos.
Mi rostro apunta a Napoleón,
no tengo forma.


La libreta en la que anoto las direcciones postales
está plagada de "Que en paz descanse".

No creo en el valor del vacío,
me siento cómodo sin honor.

Mi único amigo es un viejo marica
que no posee una máquina de escribir.
Que, si fuera mi amigo,
Intentaría sodomizarme.

Queda algo de mayonesa,
una no deseada botella de aceite,
campesinos lavando el tragaluz;
un loco con quien comparto el mismo cielorraso
hace gárgaras en el baño contiguo
unas cien veces por día.


Si me emborracho tengo sed,
si camino mi pie se rompe,
si sonrío mi máscara es una farsa,
si lloro sólo soy un niño,
si recuerdo miento,
si escribo, ya todo fue escrito,
si muero, la muerte llega a su fin,

si vivo, la muerte recién comienza,
si espero, la espera es más prolongada,
si parto, la partida ya no existe,
si me duermo la dicha suprema es pesada,
la dicha pesa sobre mis párpados;
si voy a cines baratos me comen las chinches.
No tengo dinero para cines lujosos


Si no hago nada,nada lo hace.

sábado, 3 de mayo de 2008

"Bolivia: Mal momento para 'errores inocentes' ", de Roberto Bandini


El 28 de junio pasado fue detenida en el aeropuerto de La Paz la estadounidense Donna Thi, de 20 años y proveniente de Miami, por intentar ingresar con 500 cartuchos calibre 45 que había declarado en la aduana como "queso". En la terminal aérea la esperaba la esposa del coronel James Campbell, jefe del grupo militar de la embajada de Estados Unidos en Bolivia.El representante diplomático norteamericano, Philip Goldberg, intervino inmediatamente para gestionar la libertad de la mujer y declaró que se trataba de "un error inocente". La munición, dijo el funcionario, estaba destinada para "deporte y entrenamiento".La directora nacional de Migración, Magaly Zegarra, no opinó igual que el embajador. Para ella, "el hecho que una ciudadana norteamericana esté relacionada a la embajada, portando proyectiles en una aeronave norteamericana procedente de Miami, ciudad donde viven protegidos por el gobierno terroristas procedentes de diversas partes de Latinoamérica, en especial el 'maestro' de ellos, como llaman estos terroristas a Posada Carriles, y burlando todos los mecanismos, es cuestionable".En estos días, los agentes de migración y los policías bolivianos se muestran sensibles con los pasajeros provenientes de la Unión Americana. En marzo de 2006 otro ciudadano estadounidense, Triston Jay Amero, alias Lestat Claudius, un californiano de 25 años al que se le hallaron 15 documentos de identidad distintos, hizo detonar 300 kilos de dinamita en dos hoteles de La Paz. Y el 8 de diciembre de ese año, cuando se efectuó en Cochabamba la Reunión Cumbre de la Comunidad Suramericana de Naciones, los servicios de seguridad detectaron la presencia de dos falsas periodistas estadounidenses que fotografiaban los vehículos presidenciales.Philip Goldberg es apodado en la esfera diplomática Boliviana como "el embajador de la limpieza étnica", es un experto en impulsar separatismos. Entre 1994 y 1996 fue asistente especial del embajador Richard Holbrooke, uno de los estrategas de la desintegración de Yugoslavia. También promovió la separación de Serbia y Montenegro y estuvo en Kosovo, donde fogoneó conflictos entre fuerzas serbias y albanesas.Uno de los cabecillas autonomistas es el terrateniente croata Branco Marinkovic, partidario de un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, miembro de la Federación de Empresarios Privados de Santa Cruz, el Banco Económico y la Cámara de Exportadores. Marinkovic también es accionista de la compañía de Transporte de Hidrocarburos Transredes, cuyo 50 por ciento pertenece a Enron y Shell y opera gasoductos y oleoductos de 6.000 kilómetros que llegan a Argentina, Brasil y Chile.La acción de Estados Unidos, que maneja todos los hilos de la guerra sucia y la desestabilización, es permanente, sin tregua. Esto se agravó aún más con el envío a ese país del embajador Philip Goldberg, un reconocido atizador de fuegos para separatismos y guerras fraticidas. Tenía el terreno abonado por su antecesor el ex embajador David.N.Greenlee, cuya historia en dos períodos en Bolivia es un tratado de injerencias, impunidades y crímenes.Goldberg reconocido como un experto en agudizar conflictos étnicos o raciales y por su intervención y experiencia en las luchas étnicas desde Bosnia hasta después de la separación de la ex Yugoslavia, iba a ser clave para Bolivia. Nadie dudó de que su mano estaría detrás del intenso proceso separatista de Santa Cruz de la Sierra, escenario propicio para los planes de su gobierno, exacerbando los elementos de racismos y odios contra la población indígena, el esclavismo que impera y que fueron la base de las dictaduras y las imposiciones neoliberales, finalmente derrotadas por el pueblo boliviano en una lucha heroica en los últimos años.En el pasado diplomático del embajador figuran sus asesorías en el departamento de Estado, entre ellas en el caso Haití y otras y su paso por Sudáfrica, Colombia, y Paraguay. Después de ser Ministro Consejero de la Embajada en Santiago de Chile del 2001 al 2004, Goldberg fue otra vez a los Balcanes al frente de la misión en Kosovo, donde trabajó para la separación de los Estados de Serbia y Montenegro hasta 2006.Cuando llegó a Bolivia, en Santa Cruz los empresarios croatas allí afincados (sus amigos) ya tenían conformado el movimiento "Nación Camba", uno de cuyos principales dirigentes- con lazos empresariales en Chile y otros países- Branco Marinkovic, terminó dirigiendo el Comité Cívico del lugar, el mayor promotor de la desestabilización, con fuerte influencia en el resto de la Media Luna donde se concentran las mayores riquezas del país.El embajador no oculta su apoyo a los empresarios que pretenden la insólita autonomía gubernamental de Santa Cruz de la Sierra , Beni, Pando y Tarija, al oriente del país. Conocidos como la "media luna", estos cuatro departamentos suman 685.095 kilómetros cuadrados, más de la mitad de la superficie boliviana. Concentran la mayor parte de la riqueza gasífera, agroindustrial y ganadera, y absorben la mitad de la inversión extranjera.
El año pasado el presidente Morales denunció las conspiraciones de Estados Unidos y la oligarquía de su país contra su gobierno, durante la XVII Cumbre Iberoamericana de Santiago de ChileSe dijo también que "las hipótesis más atendibles sobre la identidad de los promotores de esa iniciativa conduce a Industriales y terratenientes que actuarían con el apoyo de algunos políticos de los departamentos de Santa Cruz, Beni y Pando". Quedaron al desnudo los entretelones de encuentros de los líderes golpistas de Bolivia con el Partido Popular de España para apoyar la "guerra sucia". También se denunció el apoyo a esta conspiración de fascistas españoles y otros europeos, bajo el impulso muy evidente del ex presidente José María Aznar.También hubo serias denuncias con datos concretos sobre la participación de la Agencia de Estados Unidos para Desarrollo Internacional (Usaid) y la National Endowment Foundation (NED), según datos de los servicios de inteligencia del Estado Boliviano y de otros analistas, en los planes golpistas lo que significó el reparto de millones de dólares a organizaciones de todo tipo, incluyendo estudiantiles, periodistas, partidos políticos, intelectuales, empresarios y otros, con objetivos precisos para hacer fracasar la Asamblea Constituyente , utilizando incluso fuerzas de choque, propiciar enfrentamientos, movimientos por las autonomías, paros "cívicos", movilizaciones permanentes en las siete regiones del país, "violencia callejera" y otros hasta llevar al derrocamiento del gobierno.Golpear a Bolivia es crucial para el gobierno de George W.Bush, cuando es visible su derrota en Irak, después de cinco años de sembrar el terror (más de un millón de muertos) en ese país y cuando la situación económica en Estados Unidos es de extrema gravedad en un año eleccionario.Esto es notable en la mayoría de los medios de comunicación masiva, activos protagonistas de las nuevas contrainsurgencias, que impulsan un enfrentamiento interno y una intervención externa.