viernes, 25 de abril de 2008

"2001: Una odisea espacial". Entrevista a Stanley Kubrick


Gran parte de la controversia que rodea 2001 reside en el significado de los símbolos metafísicos que abundan en el film -los pulidos monolitos negros, la conjunción orbital de la Tierra, la Luna y el Sol en cada intervención del monolito en el destino humano, el aturdidor final de tormenta calidoscópica de tiempo y espacio que sumerge al astronauta superviviente y prepara el escenario para su renacimiento como "niño de las estrellas" impulsado hacia la Tierra en una placenta translúcida. Un crítico en cierta ocasión definió 2001 como "el primer film Nietzscheano," sosteniendo que su tema esencial es el concepto de Nietzsche de la evolución del hombre desde el simio al humano y al superhombre. ¿Cuál era el mensaje metafísico de 2001?

Stanley Kubrick: No es un mensaje que yo haya tratado de convertir en palabras. 2001 es una experiencia no verbal; de dos horas y 19 minutos de película, sólo hay un poco menos de 40 minutos de diálogo. Traté de crear una experiencia visual que trascendiera las limitaciones del lenguaje y penetrara directamente en el subconsciente con su carga emotiva y filosófica. Como diría McLuhan, en 2001 el mensaje es el medio. Quise que la película fuera una experiencia intensamente subjetiva que alcanzara al espectador a un nivel interno de conciencia como lo hace la música; "explicar" una sinfonía de Beethoven sería castrarla levantando una barrera artificial entre la concepción y la apreciación. Eres libre de especular como quieras acerca del significado filosófico y alegórico del film -y esa especulación es una indicación de que ha triunfado en llevar a la audiencia a un nivel más profundo- pero no quiero trazar un camino verbal para 2001 que cada espectador se sienta obligado a seguir o incluso tema haber perdido el hilo. Creo que si 2001 triunfa, es en llegar a un amplio espectro de gente que no había tenido un pensamiento sobre el destino del hombre, su papel en el cosmos y su relación con más altas formas de vida. Pero incluso en el caso de alguien que es más inteligente, ciertas ideas encontradas en 2001 pueden, si se presentan como abstracciones, caer a menudo sin vida y es automáticamente asignado a la oportuna categoría intelectual; experimentado en un contexto cinematográfico visual y emocional, sin embargo, tocan la fibra más profunda de la existencia de cada uno.

Sin dar una guía filosófica para el espectador, ¿nos puede dar su propia interpretación del significado del film?

SK: No, por las razones que ya he dado. Cuanto podríamos apreciar hoy La Gioconda si Leonardo hubiera escrito en la parte inferior del cuadro: "Esta mujer está sonriendo porque tiene los dientes careados" o "porque está escondiendo un secreto de su amante." Hubiera quitado la apreciación del que lo contempla y le hubiera puesto en otra "realidad" distinta de la suya propia. No querría que eso pasara con 2001.

Arthur Clarke ha dicho del film, "si alguien lo entiende la primera vez que lo ve, habríamos fallado en nuestra intención." ¿Por qué tiene alguien que ver dos veces la película para coger su mensaje?

SK: No estoy de acuerdo con ésta idea de Arthur, y creo que la hizo en tono de broma. La verdadera naturaleza de la experiencia visual en 2001 es darle al espectador una instantánea y visceral reacción que no puede -y no debe- requerir de otra amplificación. Hablando en términos generales, sin embargo, diría que hay elementos en cualquier buena película que pueden incrementar el interés y la apreciación del espectador en un segundo visionado; el momento de una película a menudo previene cada detalle estimulante o matiz de tener un completo impacto la primera vez que es visto. La idea de que una película sólo debe ser vista una vez es una extensión de nuestra concepción tradicional de un film como un entretenimiento efímero más que como una obra de arte visual. No creemos que podamos escuchar una gran pieza de música una sola vez, o ver una gran pintura una vez, o incluso leer un gran libro una sola vez. Pero el cine ha sido hasta hace pocos años, excluido de la categoría de arte, una situación que me alegra esté finalmente cambiando.

Algunos destacados críticos -incluidos Renata Adler de The New York Times, John Simon de The New Leader, Judith Crist del New York magazine y Andrew Sarris de Village Voice- aparentemente sienten que 2001 se encuentra entre esos filmes aún exentos de la categoría de arte; los cuatro lo han tachado de pesado, pretencioso y excesivo. ¿Qué opina de su hostilidad?

SK: Los cuatro críticos que menciona trabajan todos para publicaciones neoyorquinas. Los visionados en América y alrededor del Mundo han sido un 95 por ciento entusiastas. Algunos son más perceptivos que otros, por supuesto, pero incluso aquellos que alaban el film en características relativamente superficiales son capaces de coger algo de su mensaje. Nueva York es la única ciudad realmente hostil. Quizás hay un cierto elemento de lumpen literati que es tan dogmáticamente ateísta y materialista y terrestre que encuentra la grandiosidad del espacio y la miríada de misterios de la inteligencia cósmica un anatema. Pero los críticos de cine, afortunadamente, raramente tienen algún efecto sobre el público en general; los cines se llenan y la película está en el camino correcto para convertirse en la más grande recaudadora de la historia de la MGM. Quizás esto suene una manera muy interesada de evaluar el trabajo de uno, pero pienso que, especialmente con un film que es tan obviamente diferente, records de audiencia significan que la gente está diciendo cosas buenas a otros después de verla, y ¿no es eso realmente de lo que se trata?

Hablando de lo que se trata -si nos permite retomar la interpretación filosófica de 2001- ¿está de acuerdo con esos críticos que lo consideran un film profundamente religioso?

SK: Diría que el concepto de Dios está en el corazón de 2001 pero no cualquier imagen tradicional y antropomórfica de Dios. No creo en ninguna de las religiones monoteístas de la Tierra, pero creo que cada uno puede construirse una definición científica de Dios, una vez que aceptas que hay aproximadamente cien mil millones de estrellas en nuestra galaxia, que cada estrella es un sol capaz de albergar vida y que hay aproximadamente cien mil millones de galaxias en el universo visible. Dado un planeta en una órbita estable, ni muy caliente ni muy frío, y dados unos cientos de millones de años de reacciones químicas creadas por la interacción de la energía solar en la química del planeta, es bastante seguro que la vida, en una u otra forma, eventualmente emergerá. Es razonable asumir que debe haber, de hecho, cientos de millones de planetas donde la vida biológica haya nacido y la posibilidad de que esa vida desarrolle inteligencia es alta. Ahora, nuestro Sol no es una estrella vieja y sus planetas son casi niños en edad cósmica, y eso quiere decir que hay cientos de millones de planetas en el Universo donde la vida inteligente está en una escala menor que la humana pero en otros cientos de millones pueden estar al mismo nivel e incluso otras donde esté cientos de miles de millones de años de adelanto con respecto a nosotros. Cuando piensas en los gigantescos adelantos tecnológicos que el hombre ha hecho en apenas un milenio -menos de un microsegundo en la cronología del Universo- ¿puede imaginar el desarrollo evolutivo que formas de vida más antiguas pueden haber alcanzado? Deben haber progresado desde especies biológicas, que son carcasas frágiles para la mente, hacia entidades mecánicas inmortales y, entonces, después de innumerables eones, pueden emerger de sus crisálidas de materia transformados en seres de pura energía y espíritu. Sus potencialidades serían ilimitadas y su inteligencia inconmensurable para los humanos.


Publicado en Playboy, el año 1968.

domingo, 20 de abril de 2008

“El secreto del mal: un secreto a medias”, de Carlos Almonte


Breve sospecha
La primera reacción de un ser común como lector, ante el hecho de un editor hurgando en los archivos de un escritor recientemente fallecido y exitoso, es de sospecha, me parece. Teorías conspirativas en que aparecen ganancias económicas, escritores fantasmas, egos personales y truculencia de variados tipos, cuentan el recíproco encanto, o desencanto, de los lectores de la obra encontrada, editada y publicada a total arbitrio de los instintos y gustos personales del editor –selección, disposición, correcciones varias, etc.-. Al comenzar la lectura, aún rondaba en mi cabeza la teoría del escritor fantasma. Historias tan curiosas como originales de Capote encontrados en una mesita de hotel, o de Rilke encontrados bajo unas piedras. Durante un par de hojas pensé que un escritor como Bolaño, siempre al borde de la tripa al aire, no podía estar paseándose entre arquitecturas blandas y maduras señoras silenciosas. Demoré tres largas páginas en encontrar la voz de Bolaño en el primer cuento: “Eran lo que en aquellos lejanos años se conocía como solteronas y arrastraban ese destino como podían, es decir mal, o en el mejor de los casos de una forma resignada y oscura que iba dejando huellas imperceptibles en las cosas o en los recuerdos de las cosas que uno tiene después, cuando todo se ha desvanecido”. Y esa voz elegante y desencantada, que opta siempre por el más azul de los caminos, me devolvió la tranquilidad. Eso como primera cosa.
Relatos
“El hijo del coronel”, es acaso el cuento más logrado de la primera mitad del libro. En una extraña secuencia (extraña para Bolaño, extraña de por sí), se narra una historia de zombies, militares y científicos que experimentan con seres humanos; historia que, cosa curiosa dado el tenor de la antología, llega hasta el final -o algo que podría tomarse como final-. No se produce en este caso el corte de aire, la insatisfacción, el coitus interruptus que sucede en la mayoría de los demás casos. Si bien el uso del español de España, tan detestado por los lectores latinoamericanos (lo que hace sospechar que Bolaño escribía en esa jerga, o que tal vez no alcanzó a traducir el texto a jergas más amables, o que este cuento en especial estaba escrito en ese tipo de español), enfada a ratos, no es tan recurrente como para terminar el cuento hablando a “tíos”, “coños” y “cojones”. En este caso, lo que empieza como sueño, termina como película, podríamos decir en clarísima intención de parodia.
“Sabios de Sodoma” es donde el libro toma un vuelo acorde a lo esperado: Bolaño por sí mismo y en sí mismo. El relato, en dos versiones, según la nota preliminar, aunque bien pudiera pensarse en un mayor complemento que eso, deja ver a ratos al Bolaño de Tres que sueña con escritores que caminan y se encuentran, y detestan todo y vuelven a sus lugares de origen. Acá Naipaul, por quien Bolaño una vez más confiesa su admiración, es quien recorre Buenos Aires, en versión poética, la primera, en versión anecdótica, la segunda. Tal vez hay una salida, un apunte o nota a pie de página, en la mención de Fresán; tal vez, y sólo tal vez, se escapa un tanto del tono fictivo, o quizás sólo suena a huida. En cualquier caso, es un relato logrado, en sus dos versiones. A la primera le falta una línea. A la segunda puede que ninguna, lo que es bastante decir.
Luego de una larguísima y tediosa descripción -con sus consecuentes derivaciones- de una fotografía de intelectuales y artistas franceses (“Laberinto”), en la que por supuesto hay sexo, cafés, calles y hombres solos, se llega, o desemboca, a un conocido comentario acerca de Martín Fierro. El concluyente “hay que releer a Borges otra vez” (lo que nos ubica en una tercera lectura), nos lleva a una verdad, al parecer, ineludible para todos, y en especial para Bolaño: Borges es el gran padre de la literatura latinoamericana y su relación –me refiero a la de Bolaño y Borges- se circunscribe al más puro hecho literario que pueda, o no pueda, narrarse. Ambos van y vienen, con el desparpajo de los que se reconocen frente a un espejo y no sonríen, porque no tienen para qué. La evidencia no los marca en absoluto, ni siquiera en la más cerrada intimidad.
En “Crímenes” volvemos a Ciudad Juárez, aunque acá se llame Calama; esa extraña ciudad al norte de Chile (al norte de México), enclavada en el corazón del desierto de Atacama (Sonora). El símil no es gratuito y los seguidores de la radialidad de la obra bolañiana, estarán, una vez más, satisfechos y sonrientes. El texto a ratos logra cautivar, sobre todo en la tensión “final”, en que se confronta a la víctima (o el simulacro de víctima), con el asesino (o el simulacro de asesino).
En “No sé leer”, Bolaño viaja a Chile, ya de adulto. Habla de ser jurado, de apart-hoteles, de ferias de libros, de revistas femeninas en papel suave y un muy poco interesante etcétera. La narración se centra en Lautaro, hijo de Bolaño y Carolina, quien expone su talento en esquivar el sensor de las puertas automáticas de los centros comerciales y tiendas. Luego aparece Andrea, cuyo arte consiste en aparecer y desaparecer, y poco más. El relato más parece una excusa para hablar de las gracias del hijo y de su anfitriona, quien seguramente habrá comentado unas dos millones de veces la existencia de este cuento.
“Bronceado” y “El provocador”, resultan interesantes en cuanto a la contingencia y actualidad. El primero retrata la moda de las estrellas –de cine, de la música, etc.- que adoptan niños de países tercermundistas; un aspecto nuevo en la narrativa de Bolaño, el entrecruzar temas de farándula y pobreza. Acaso en “Músculos” y en Una novelita Lumpen, haya abordado una temática semejante: personajes aparentemente superficiales, preocupados de su aspecto físico y un corpus de reflexiones interiores, ligadas a la solidaridad, a la filantropía, y hasta a la filosofía. “El provocador”, retrata (intenta hacerlo, o esa era, tal vez, su intención primera), a un sujeto que porta carteles con leyendas provocativas en protestas que se originan por la guerra de Iraq. Este último caso no pasa de ser lo que es, un intento, un muy primer esbozo, un esqueleto. No había necesidad de llevar tan lejos el rescate, en mi opinión.
Tal vez “Muerte de Ulises” sea uno de los cuentos más emocionantes de la colección. Bolaño acá rinde homenaje a su gran amigo y compañero de armas literarias, Ulises Lima (Mario Santiago). Es uno de los casos en que más se lamenta la ausencia de un final. Bolaño ya adulto viaja invitado a la Feria del Libro en Guadalajara, pero en el mismo aeropuerto del DF, se arrepiente y antes de tomar la conexión, decide el cambio de planes y se interna en las calles de la ciudad de su juventud. No sólo se interna entre edificios y semáforos, también en los recuerdos, en la amistad y en su propia vida. Es un ejercicio notable, sensible y lleno de imágenes que emocionan, como el intento de llegar a un departamento vacío, sentarse afuera, esperar inútilmente a que se abra aquella puerta e incluso aquella aparente contradicción que representan los músicos y fans de Lima.
“La Jornadas del Caos” realmente funciona como cuento final. Es sabido –o confesado- por el propio editor en la nota preliminar, que el orden de los archivos encontrados (STORIX y STOREC), no fue respetado. En este sentido, “Las Jornadas del Caos”, representa una despedida, una conciencia de final, un testamento. Es, además, otro caso claro de incompletitud, como todo el libro.
Utilidad de un arte trunco
El interés obvio de El secreto del mal radica en saber que se está leyendo a Bolaño. Su voz, para bien o para mal, está presente en cada texto. Hay acá un cierto fetichismo magnificado en el acto de lectura. Hay un cierto grado de homenaje y tal vez de agradecimiento, de parte de cada lector. Hay complicidad y comprensión, en cada ausencia de final. Hay una esperanza de encontrar al mejor Bolaño, ese de la revolución en Liberia, ese del desierto de Sonora, ese del balneario en que radica Wieder. Hay, en este sentido, decepción, al encontrarse con ejercicios truncos, frases recortadas y cuentos a medio proceso, así, literalmente. Es como encontrarse frente a una pintura de Rembdrandt sólo con dos o tres líneas sobre el lienzo; como ir de paseo en avioneta, pero sólo sentarse en el hangar y bajarse antes de que el motor comience a rugir; como leer relatos de un escritor genial que no tuvo la ocasión de terminarlos.
Cabe preguntarse por el objetivo de un acto como el de publicar una obra como ésta. Y, además de las respuestas evidentes y que dicen relación con los negocios, puede agradecerse un nuevo acercamiento, una nueva visita al Jardín Bolaño, donde se adivinan –allá al fondo, tras la niebla- robles gigantescos, arbustos demenciales y laberintos de intrincados diseños, junto a flores que recien nacen y otras que ya han sido mutiladas. El secreto del mal vendría siendo como un tallo, un almácigo que el paisajista enorme y talentoso dejo a un lado para rescatar después. Y bueno, sucede que el paisajista ha muerto y ha llegado un cortador de césped, torpe y ambicioso, dispuesto a lo que sea por mantener el parque como está y, en lo posible, aumentar el flujo de visitas.
El secreto del mal bien pudo haber quedado en el más oscuro bit, del más lejano archivo de la última carpeta, en el ordenador de Bolaño en Blanes. Y no habría pasado nada, absolutamente nada. Los textos terminados están prestados de publicaciones anteriores. El resto es una colección de voces sueltas, de conversaciones, de expresiones incompletas, lo que redunda, hacia el final, en un sentimiento extraordinariamente encontrado; placer a ratos, a párrafos, y esa sensación atónita de terminar cuando en realidad no se termina.
Así las cosas, El secreto del mal, pasa a ser un texto prescindible al interior de la gran obra de Bolaño, un objeto para coleccionistas o fanáticos, que ven desde la tribuna cómo se suceden las historias: sin final, sin desarrollo, sin inicio.

sábado, 19 de abril de 2008

"Los pájaros", de Bruno Schulz


Llegaron los días de invierno, amarillos y sombríos. Un manto de nieve, raído, agujereado, tenue, cubría la tierra descolorida. La nieve no alcanzaba a ocultar del todo muchos tejados, y se podían ver, acá y allá, trozos negros o mohosos, chozas cubiertas de tablas, y las arcadas que ocultaban los espacios ahumados de los desvanes: negras y quemadas catedrales erizadas de cabrios, vigas y crucetas, pulmones oscuros de las borrascas invernales. Cada aurora descubría nuevas chimeneas, nuevos tubos brotados durante la noche, henchidos por el huracán nocturno, oscuros cañones de órganos diabólicos. Los deshollinadores no podían desembarazarse de las cornejas, que, cual hojas negras animadas de vida, poblaban por las noches las ramas de los árboles frente a la iglesia. Levantaban el vuelo, batían las alas, y acababan posándose cada una en su sitio, sobre su rama. Y al alba volaban en grandes bandadas —nubes de hollín, copos de azabache ondulantes y fantásticos—, turbando con su trémulo graznido la luz amarillenta del amanecer. Con el frío y el tedio, los días se volvieron duros como trozos de pan del año anterior. Se entraba en ellos con los cuchillos romos, sin apetito, con una somnolencia perezosa.
Mi padre no salía ya de casa. Encendía la chimenea, estudiaba la substancia jamás develada del fuego, disfrutaba del sabor salado, metálico y el olor a humo de las llamas de invierno, caricia fría de la salamandra que lame el hollín brillante de la garganta de la chimenea. En aquellos días ejecutaba con placer todas las reparaciones en las regiones superiores de la habitación. A cualquier hora del día se le podía ver acurrucado en lo alto de una escalera de tijera, arreglando algo en el cielo raso, las barras de las cortinas de las grandes ventanas, o los globos y cadenas de los candiles. Lo mismo que los pintores, se servía de la escalera como de unos enormes zancos, sintiéndose bien en esa posición de pájaro entre los parajes del techo, decorados con arabescos y aves. Se desentendía cada vez más de los asuntos prácticos de la vida. Cuando mi madre, preocupada y afligida por su estado, trataba de llevarlo a una conversación de negocios y le hablaba de los pagos del próximo mes, él la escuchaba distraído, inquieto, con una expresión ausente, en el rostro sacudido por contracciones nerviosas. A veces la interrumpía de pronto con un gesto implorante de la mano, para correr a un rincón del aposento, aplicar el oído a una juntura del suelo y escuchar, con los índices de ambas manos levantados, signo de la importancia de la auscultación. Entonces no comprendíamos aún el triste fondo de estas extravagancias, el doloroso complejo que maduraba en su interior.
Mi madre no ejercía la menor influencia sobre él; en cambio por Adela sentía gran respeto y consideración. La limpieza de la sala era para él una importante ceremonia, a la que jamás dejaba de asistir, siguiendo todos los movimientos de Adela, con una mezcla de angustia y de voluptuosidad. Atribuía a cada uno de los actos de la joven un significado más profundo, de tipo simbólico. Cuando ella, con ademanes enérgicos, pasaba el cepillo por el suelo, se sentía desfallecer. Las lágrimas brotaban de sus ojos, se le crispaba el rostro con una risa silenciosa, y sacudían su cuerpo espasmos de goce. Su sensibilidad a las cosquillas llegaba a los límites de la locura. Bastaba que Adela le apuntara con el dedo, con el gesto de hacerle cosquillas, y él presa de un pánico salvaje, atravesaba las habitaciones, cerrando tras sí las puertas, para echarse al final en una cama y retorcerse con una risa convulsiva, bajo el influjo de la sola imagen interior a la que no podía resistirse. Gracias a eso, Adela tenía sobre mi padre un poder casi ilimitado.
En aquel tiempo observamos por primera vez en él un interés apasionado por los animales. Al principio fue una afición de cazador y artista a la par, y posiblemente también la simpatía zoológica más profunda de una criatura hacia unos semejantes que tenían formas de vida diferentes: la investigación de registros del ser aún no conocidos. Sólo en su fase posterior, este aspecto adquirió un matiz extraño, complejo, profundamente vicioso y contra natura, que es mejor no exponer a la luz del día.
Aquello empezó con la incubación de huevos de aves.
Con gran derroche de esfuerzos y de dinero, mi padre había hecho llegar de Hamburgo, de Holanda y de algunas estaciones zoológicas africanas, huevos fecundados que hacía empollar a unas enormes gallinas belgas. Era también para mí una ocupación absorbente contemplar el nacimiento de los polluelos, verdaderos fenómenos por sus formas y colores.Era imposible, viendo aquellos monstruos de picos enormes, fantásticos, que desde el nacimiento se ponían a piar a voz en cuello, silbando ávidamente desde las profundidades de su garganta; contemplando aquella especie de reptiles de cuerpo débil, desnudo, corcovado, adivinar en ellos a los futuros pavos reales, faisanes, cóndores. Colocados en cestas llenas de algodón, aquellos engendros de monstruos erguían sobre sus frágiles cuellos unas cabezas ciegas, cubiertas de albumen, graznando destempladamente con sus gargantas afónicas. Mi padre se paseaba a lo largo de las estanterías, con un delantal verde, como jardinero que inspecciona sus siembras de cactus, y extraía de la nada aquellas vesículas ciegas, en las que ya alentaba la vida, aquellos vientres torpes, incapaces de recibir del mundo exterior cualquier cosa que no fuera el alimento, conatos de vida que se erguían a tientas hacia la claridad. Unas semanas más tarde, cuando aquellos ciegos retoños se abrieron a la luz, las habitaciones se llenaron de un tumulto multicolor, del centellante gorjeo de los nuevos habitantes. Se posaban en las barras de las cortinas y en las cornisas de los armarios, anidaban en los huecos de las ramas de estaño y en los arabescos de los candiles.
Cuando mi padre estudiaba los grandes compendios ornitológicos y tenía entre las manos las láminas de colores, parecía que era de allí de donde se desprendían aquellos fantasmas emplumados, que llenaban el cuarto con su aleteo multicolor de copos de púrpura y girones de zafiro, de cobre, de plata. Cuando les daba de comer, formaban en el suelo una masa abigarrada, compacta y ondulante, una alfombra viva, que a la llegada intempestiva de alguno se desintegraba, se dispersaba en flores móviles, que batían las alas, para acabar posándose en la parte superior del aposento. Tengo especialmente grabado en la memoria un cóndor, pájaro enorme de cuello desnudo, cara arrugada y buche voluminoso. Era un asceta magro, un lama budista de imperturbable dignidad, en todo su comportamiento, que se regía por el férreo ceremonial de su alta alcurnia. Cuando inmóvil en su postura hierática de dios egipcio, con el ojo velado por una blancuzca carnosidad que cubría sus pupilas —como para encerrarse por completo en la contemplación de su soledad augusta—, estaba, con el pétreo perfil, frente a mi padre, parecía su hermano mayor. La misma materia, los mismos tendones, la piel dura y rugosa, el mismo rostro seco y huesudo, las mismas órbitas profundas y endurecidas. Hasta las manos de fuertes nudillos y largos dedos de mi padre, con sus uñas abombadas, tenían cierta analogía con las garras del cóndor. Al verlo así, dormitando, no podía sustraerme a la impresión de que tenía ante mí a una momia disecada, la momia reducida de mi padre. Creo que tal asombrosa semejanza tampoco escapó a la atención de mi madre, aunque nunca hablamos de ello. Es singular que el cóndor utilizase el mismo orinal que mi padre.
No satisfecho con incubar incesantemente nuevos especímenes, mi padre organizaba en el desván bodas de aves, enviaba casamenteros, ataba a las novias seductoras y lánguidas junto a las grietas y agujeros de la techumbre; lo que trajo por consecuencia que el enorme tejado de dos vertientes de nuestra casa se convirtiera en un verdadero albergue de aves, un arca de Noé, a la que llegaba toda clase de seres alados desde parajes lejanos. Incluso mucho tiempo después de liquidada aquella manía avícola, subsistió en el mundo de las aves la costumbre de llegar a nuestra casa. En el período de las migraciones de primavera se abatían verdaderas nubes de grullas, pelícanos, pavos reales y otros pájaros sobre nuestros techos.
No obstante, después de un breve florecimiento, esta afición tomó un giro más bien desolador. En efecto, pronto se hizo necesario trasladar a mi padre a las dos habitaciones del desván que servían como depósito de trastos inútiles. Desde el alba salía de allí el clamor confuso de las aves. En las piezas de madera del desván, a modo de cajas de resonancia, reforzada ésta por lo bajo del techo, repercutía todo aquel alboroto, cantos y gorjeos. Así perdimos de vista a nuestro padre durante varias semanas. Bajaba muy raras veces, y entonces podíamos observar la transformación operada en él. Se le veía disminuido, encogido, flaco. A veces se levantaba de la mesa, batía distraídamente los brazos como si fueran alas y soltaba un largo gorjeo, mientras entrecerraba los ojos. Después, confuso y avergonzado, se reía con nosotros y trataba de disfrazar el incidente, haciéndolo pasar por una broma.
Una vez, durante el período de la limpieza general, Adela se presentó de súbito en el reino de las aves de mi padre. Plantada en la puerta, se llevó la mano a la nariz ante el hedor que impregnaba la atmósfera. Los montones de inmundicia cubrían el suelo y se apilaban sobre mesas y muebles. Rápidamente, con gesto decidido, abrió la ventana y con su larga escoba comenzó a agitar aquel pajarerío. Levantóse una nube infernal de plumas, alas y graznidos, a través de la cual, Adela, como frenética bacante, bailaba la danza de la destrucción. En medio de aquel estrépito, mi padre, batiendo los brazos, lleno de temor, trataba desesperadamente de emprender el vuelo. La nube de plumas se dispersó lentamente, y por último, sólo quedaron en el campo de batalla Adela, agotada y jadeante, y mi padre, con expresión de tristeza y de derrota, dispuesto a cualquier capitulación.
Momentos después, mi padre descendía la escalera de su imperio. Era un hombre roto, un rey desterrado que había perdido trono y poder.

jueves, 17 de abril de 2008

"Una joven", de Ezra Pound


El árbol ha entrado en mis manos,
La savia ha ascendido por mis brazos,
El árbol ha crecido en mi pecho-
Hacia abajo,
Las ramas crecen fuera de mí, como brazos.

Árbol son ustedes,
Musgo son ustedes,
Ustedes son violetas con viento sobre ellas.
Un niño -tan alto- son ustedes,
Y todo esto es locura para el mundo.

miércoles, 16 de abril de 2008

“El camino de regreso”, de Dashiell Hammett


—¡Está loco si deja pasar esta oportunidad! Le concederán el mismo mérito y la misma recompensa por llevar las pruebas de mi muerte que por llevarme a mí. Le daré los documentos y las cosas que tengo encerrados cerca de la frontera de Yunnan para respaldar su historia, y le aseguro que jamás apareceré para estropearle el juego.El hombre vestido de caqui frunció el ceño con paciente fastidio y desvió la mirada de los inflamados ojos pardos que tenía frente a sí para posarlos más allá de la borda del jahaz, donde el arrugado hocico de un muggar agitaba la superficie del río. Cuando el pequeño cocodrilo volvió a sumergirse, los grises ojos de Hagerdorn se clavaron nuevamente en los del hombre que le suplicaba, y habló con cansancio, como alguien que ha contestado a los mismos argumentos una y otra vez.—No puedo hacerlo, Barnes. Salí de Nueva York hace dos años con el fin de atraparle, y durante dos años he estado en este maldito país —aquí en Yunnan— siguiendo sus huellas. Prometí a los míos que me quedaría hasta encontrarle, y he mantenido mi palabra. ¡Vamos, hombre! —añadió, con una pizca de exasperación—. Después de todo lo que he pasado, no esperará que ahora lo eche todo a rodar... ¡Ahora que el trabajo ya está casi terminado!El hombre moreno, ataviado como un nativo, esbozó una sonrisa untuosa y zalamera y restó importancia a las palabras de su captor con un ademán de la mano.—No le estoy ofreciendo un par de miles de dólares; le ofrezco una parte de uno de los yacimientos de piedras preciosas más ricos de Asia, un yacimiento que el Mranma ocultó cuando los británicos invadieron el país. Acompáñeme hasta allí y le enseñaré unos rubíes, zafiros y topacios que le dejarán boquiabierto. Lo único que le pido es que me acompañe hasta allí y les dé un vistazo. Si no le gustaran, siempre estaría a tiempo de llevarme a Nueva York.Hagedorn meneó lentamente la cabeza.—Volverá a Nueva York conmigo. Es posible que la caza de hombres no sea el mejor oficio del mundo, pero es el único que tengo, y ese yacimiento de piedras preciosas me suena a engaño. No le culpo por no querer volver, pero le llevaré de todos modos.Barnes dirigió al detective una mirada de exasperación.—¡Es usted un imbécil! ¡Por su culpa perderé miles de dólares! ¡Maldita sea!Escupió con rabia por encima de la borda —como un nativo— y se acomodó en su esquina de la alfombrilla de bambú.Hagedorn miraba más allá de la vela latina, río abajo —el principio del camino a Nueva York—, a lo largo del cual una brisa miasmática impulsaba al barco de quince metros con asombrosa velocidad. Al cabo de cuatro días estarían a bordo de un vapor con destino a Rangún; otro vapor les llevaría a Calcuta, y finalmente, otro a Nueva York..., a casa, ¡después de dos años!Dos años en un país desconocido, persiguiendo lo que hasta el mismo día de la captura no había sido más que una sombra. A través de Yunnan y Birmania, batiendo la selva con minuciosidad microscópica —jugando al escondite por los ríos, las colinas y las junglas— a veces un año, a veces dos meses y después seis detrás de su presa. ¡Y ahora volvería triunfalmente a casa! Betty ya tendría quince años... Toda una señorita.Barnes se inclinó hacia adelante y reanudó sus súplicas con voz lastimera.—Vamos, Hagedorn, ¿por qué no escucha a la razón? Es absurdo que perdamos todo ese dinero por algo que ocurrió hace más de dos años. De todos modos, yo no quería matar a aquel tipo. Ya sabe lo que pasa; yo era joven y alocado, pero no malo, y me mezclé con gente poco recomendable. Aquel atraco me pareció una simple travesura cuando lo planeamos. Y después aquel hombre gritó y supongo que yo estaba excitado, y disparé sin darme cuenta. No quería matarlo y a él no le servirá de nada que usted me lleve a Nueva York y me cuelguen por aquello. La compañía de transportes no perdió ni un centavo. ¿Por qué me persiguen de este modo? Yo he hecho todo lo posible para olvidarlo.El detective contestó con bastante calma, pero toda la benevolencia anterior había desaparecido de su voz.—Ya sé... ¡La vieja historia! Y las contusiones de la mujer birmana con la que estaba viviendo también demuestran que no es malo, ¿verdad? Basta ya, Barnes; afróntelo de una vez: usted y yo volvemos a Nueva York.—¡Ni hablar de eso!Barnes se puso lentamente en pie y dio un paso atrás.—¡Preferiría morirme!Hagedorn desenfundó la automática una fracción de segundo tarde. Su prisionero había saltado por la borda y nadaba hacia la orilla. El detective cogió el rifle que había dejado a su espalda y se lanzó hacia la barandilla. La cabeza de Barnes apareció un momento y después volvió a sumergirse, emergiendo de nuevo unos cinco metros más cerca de la orilla. Río arriba, el hombre del barco vio los arrugados hocicos de tres muggars que se dirigían hacía el fugitivo. Se apoyó en la barandilla de teca y evaluó la situación.«Parece ser que, después de todo, no podré llevármelo con vida... Pero he hecho mi trabajo. Puedo disparar cuando vuelva a aparecer, o dejarle en paz y esperar a que los muggars acaben con él».Después, el súbito pero lógico instinto de solidaridad con el miembro de su propia especie contra enemigos de otra borró todas las demás consideraciones, y se echó el rifle al hombro para enviar una andanada de proyectiles contra los muggars.Barnes se encaramó a la orilla del río, agitó una mano por encima de la cabeza sin mirar hacia atrás, y se internó en la jungla.Hagedorn se volvió hacia el barbudo propietario del jahaz, que había acudido a su lado, y le hablo en su chapurreado birmano.—Lléveme a la orilla —yu nga apau mye— y espere —thaing— hasta que le traiga: thu yughe.El capitán meneó la negra barba en señal de protesta.—¡Mahok! En esta jungla, sahib, un hombre es como una hoja. Veinte hombres podrían tardar una semana o un mes en encontrarle. Quizá tardaran cinco años. No puedo esperar tanto.El hombre blanco se mordió el labio inferior y miró río abajo... El camino a Nueva York.—Dos años... —dijo para sí, en voz alta—. Me costó dos años encontrarle cuando no sabía que le perseguía. Ahora... ¡Oh, demonios! Quizá tarde cinco. Me preguntó que hay de cierto en eso de las joyas.Se volvió hacia el barquero.—Iré tras él. Usted espere tres horas. —Señaló al cielo—. Hasta el mediodía, ne apomha. Si entonces no he vuelto, márchese: malotu thaing, thwa. Thi?El capitán asintió.—¡Hokhe!El capitán aguardó cinco horas en el jahaz anclado, y después, cuando la sombra de los árboles de la orilla oeste empezó a cernerse sobre el río, ordenó que izaran la vela latina y la embarcación de teca se desvaneció tras un recodo del río.

lunes, 14 de abril de 2008

"Mi visión del mundo", de Albert Einstein

Extracto
Curiosa es nuestra situación de hijos de la Tierra. Estamos por una breve visita y no sabemos con qué fin, aunque a veces creemos presentirlo. Ante la vida cotidiana no es necesario reflexionar demasiado: estamos para los demás. Ante todo para aquellos de cuya sonrisa y bienestar depende nuestra felicidad; pero también para tantos desconocidos a cuyo destino nos vincula una simpatía.Pienso mil veces al día que mi vida externa e interna se basa en el trabajo de otros hombres, vivos o muertos. Siento que debo esforzarme por dar en la misma medida en que he recibido y sigo recibiendo. Me siento inclinado a la sobriedad, oprimido muchas veces por la impresión de necesitar del trabajo de los otros. Pues no me parece que las diferencias de clase puedan justificarse: en última instancia reposan en la fuerza. Y creo que una vida exterior modesta y sin pretensiones es buena para todos en cuerpo y alma.No creo en absoluto en la libertad del hombre en un sentido filosófico. Actuamos bajo presiones externas y por necesidades internas. La frase de Schopenhauer: “Un hombre puede hacer lo que quiere, pero no puede querer que lo quiere”, me bastó desde la juventud. Me ha servido de consuelo, tanto al ver como al sufrir las durezas de la vida, y ha sido para mí una fuente inagotable de tolerancia. Ha aliviado ese sentido de responsabilidad que tantas veces puede volverse demasiado en serio, ni a mí mismo ni a los demás. Así pues, veo la vida con humor.No tiene sentido preocuparse por el sentido de la existencia propia o ajena desde un punto de vista objetivo. Es cierto que cada hombre tiene ideales que lo orientan. En cuanto a eso, nunca creí que la satisfacción o la felicidad fueran fines absolutos. Es un principio ético que suelo llamar el Ideal de la Piara.Los ideales que iluminaron y colmaron mi vida desde siempre son: bondad, belleza y verdad. La vida me habría parecido vacía sin la sensación de participar de las opiniones de muchos, sin concentrarme en objetivos siempre inalcanzables tanto en el arte como en la investigación científica. Las banales metas de propiedad, éxito exterior y lujo me parecieron despreciables desde la juventud.Hay una contradicción entre mi pasión por la justicia social, por la consecución de un compromiso social, y mi completa carencia de necesidad de compañía, de hombres o de comunicaciones humanas. Soy un auténtico solitario. Nunca pertenecí del todo al Estado, a la Patria, al círculo de amigos ni aún a la familia más cercana. Si siempre fui extraño a esos círculos es porque la necesidad de soledad ha ido creciendo con los años.El que haya un límite en la compenetración con el prójimo se descubre con la experiencia. Aceptarlo es perder parte de la inocencia, de la despreocupación. Pero en cambio otorga independencia frente a opiniones, costumbres y juicios ajenos, y la capacidad de rechazar un equilibrio que se funde sobre bases tan inestables.Mi ideal político es la democracia. El individuo debe ser respetado en tanto persona. Nadie debería recibir un culto idolátrico. (Siempre me ha parecido una ironía del destino el haber suscitado tanto admiración y respeto inmerecidos. Comprendo que surgen del afán por comprender el par de conceptos que encontré, con mis escasas fuerzas, al cabo de trabajos incesantes. Pero es un afán que muchos no podrán colmar.)Sé, claro está, que para alcanzar cualquier objetivo hace falta alguien que piense y que disponga. Un responsable. Pero de todos modos hay que buscar la forma de no imponer a dirigentes. Deben ser elegidos.Los sistemas autocráticos y opresivos degeneraron muy pronto, pues la violencia atrae a individuos de escasa moral, y es la ley de vida el que a tiranos geniales sucedan verdaderos canallas.Por eso estuve siempre contra sistemas como los que hoy priman en Italia y Rusia. No debe atribuirse el descrédito de los sistemas democráticos vigentes en la Europa actual a algún fallo en los principios de la democracia, sino a la poca estabilidad de sus gobiernos y al carácter impersonal de las elecciones. Me parece que la solución está en lo que hicieron los Estados Unidos: un presidente elegido por tiempo suficientemente largo, y dotado de los poderes necesarios para asumir toda la responsabilidad. Valoro en cambio en nuestra concepción del funcionamiento de un estado, la creciente protección del individuo en caso de enfermedad o de necesidad materiales.Para hablar con propiedad, el Estado no puede ser lo más importante: lo que sí es el individuo creador, sensible. La personalidad. Sólo de él sale la creación de lo noble, de lo sublime. Lo masivo permanece indiferente al pensamiento y al sentir.Con esto paso a hablar del peor engendro que haya salido del espíritu de las masas: el ejército al que odio. Que alguien sea capaz de desfilar muy campante al son de una marcha basta para que merezca todo mi desprecio, pues ha recibido cerebro por error: le basta con la médula espinal. Habría que hacer desaparecer lo antes posible a esa mancha de la civilización. Cómo detesto las hazañas de sus mandos, los actos de violencia sin sentido, y el dichoso patriotismo. Qué cínicas, que despreciables me parecen las guerras. ¡Antes dejarme cortar en pedazos que tomar parte en una acción tan vil!A pesar de lo cual tengo tan buena opinión de la humanidad, que creo que este fantasma se hubiera desvanecido hace mucho tiempo si no fuera por la corrupción sistemática a que es sometido el recto sentido de los pueblos a través de la escuela y de la prensa, por obra de personas y de instituciones interesadas económica y políticamente en la guerra.El misterio es lo más hermoso que nos es dado sentir. Es la sensación fundamental, la cuna del arte y de la ciencia verdaderos. Quien no lo conoce, quien no puede asombrarse y maravillarse, está muerto. Sus ojos se han extinguido. Esta experiencia de lo misterioso -aunque mezclada de temor- ha generado también la religión. Pero la verdadera religiosidad es saber de esa Existencia impenetrable para nosotros, saber que hay manifestaciones de la Razón más profunda y de la Belleza más resplandeciente sólo asequibles en su forma más elemental para el intelecto.En ese sentido, y sólo en éste, pertenezco a los hombres profundamente religiosos. Un Dios que recompense y castigue a seres creados por él mismo que, en otras palabras, tenga una voluntad semejante a la nuestra, me resulta imposible de imaginar. Tampoco quiero ni puedo pensar que el individuo sobreviva a su muerte corporal, que las almas débiles alimentan esos pensamientos por miedo, o por un ridículo egoísmo. A mí me basta con el misterio de la eternidad de la Vida, con el presentimiento y la conciencia de la construcción prodigiosa de lo existente, con la honesta aspiración de comprender hasta la mínima parte de razón que podamos discernir en la obra de la naturaleza.

domingo, 13 de abril de 2008

"El fantasma del faro Evangelistas", de Rolando Cárdenas


Lejos de las señales de la costa,
sosteniéndose en las honduras más remotas del planeta,
como cuatro sombras emergiendo del mar.
Sólo el tiempo más allá de los archipiélagos,
el tiempo convertido en un horizonte desesperadamente vacío,
en un viento tenaz que se adhería con estruendo
a un agua espesa despedazada sin descanso.

Nada interrumpía esa soledad sin principio ni fin,
ni siquiera el paso del día a la noche.
Pero entonces deben haber temblado los ventisqueros
cuando esos grandes continentes que erraban bajo el mar
surgieron, tal vez, como enormes cetáceos heridos
oscilando de una manera lenta y extraña
desde milenarios cataclismos marinos.
Y girando sin término en medio del océano
-dueño del origen que no revela
porque sólo el mar conserva para siempre sus secretos-
están insólitamente eternas,
extraviadas en la niebla, más lejana y lúgubres,
como de regreso a su antigua soledad,
la soledad de la piedra y el agua.

Y era un agua rigurosa penetrando la roca
como el silencio en una casa grande,
construyendo oquedades en su eterna resaca,
con la sal incrustando su pequeña materia,
encerrando en un anillo blanco ese mundo inaccesible
en un proceso exacto,
empujado hacia las últimas orillas
por el desolado viento del Estrecho
con sólo musgos y líquenes creciendo en sus repliegues
bajo el peso de otras constelaciones.
Rompía ese aire petrificado y de humedad dura
aleteando brevemente en solitarios círculos
el vuelo brumoso y negruzco de "La Remolinera"
como un minúsculo signo de vida vivaz y aterido.
Todo lo demás era lejano y oscuro en los cuatro peñones.

La muerte era aquí un presagio violento,
un material indispensable que respiraba en las sombras
torciendo el buen rumbo de las embarcaciones,
alejándolas del soplo blanco del faro
que desafiaba verticalmente la negra altura
entre amuralladas y grises paredes de granito,
necesariamente expuesto allí para horadar la noche,
guiando a los navíos errantes
por laberintos de escotaduras, canales y arrecifes
que aparecen y desaparecen entre las borrascas y olas del océano.
La muerte en la tormenta, silenciosa y fría
entre el abismo del mar y del cielo.
Aquí fue una certeza terrible y verídica
que se clavó como una mordedura delirante entre dos guardafaros
prisioneros de los interminables meses de la soledad
y de esos elementos desatados sin clemencia
que los marcaba implacablemente con su aliento helado.
Y como un origen impiadoso de la locura,
sin ninguna posibilidad de vivir alejado después de ella,
un gran solitario sentía crecer el silencio como un escalofrío
viendo detenerse poco a poco el tránsito terrestre,
la palabra y la fatiga del compañero indispensable,
sin poder impedir el llamado de esa fuerza oculta
que reclamaba lo suyo cada minuto entre ráfagas de viento y agua,
pavorosa e imperativa en su requerimiento,
mordiendo lentamente su carne lacerada,
queriendo retenerlo para siempre en sus acerados roquedales,
dejándolo más habitante enloquecido en su alta torre,
dueño absoluto de ese fanal del buen rumbo,
sólo un autómata alucinado y friolento
envolviendo dulcemente su cuerpo en alquitrán.
Sueño debe tener el que bajó a errar por el mar
vencido por ese letargo pesado y poderoso,
y ya nadie podrá despertar sus ojos fijos,
y no tendrá descanso vagando por paisajes sin colinas
inmaterial y desvelado por sobre el roquerío,
apenas un pequeño grito que gira y cae y no se oye jamás
retorna y se pierde por paredes resbalosas de algas y brumas,
absorto e impalpable en su mundo líquido,
rodando por la lluvia intangible y taciturno,
sus pasos despeñándose por las concavidades,
desamparado como el último ser de un planeta destruido,
empedernidamente solo en su viaje sin reposo,
derramado y transparente como brotado de la luz o del hielo,
frío como el aire tenso desde antes de su vida,
arrastrado más abajo,
hacia un tiempo sin pasado y sin medida
su muerte alquitranada,
su sombra imponderable.

viernes, 11 de abril de 2008

"Vivir su vida", de Natalia Vías

Hay que pasar por el error para llegar a la verdad

Confieso que siempre me ha interesado más el Godard-crítico y su época en la mítica revista Cahiers du cinema que el Godard cineasta. Aunque el mismo Godard a principios de los sesenta ya comentaba: «Como crítico, me consideraba ya cineasta. Ahora me considero todavía crítico y, en cierto sentido, lo soy incluso más que antes» [1]. También reconozco que me resultó completamente indiferente su celebrada película Al final de la escapada y en general me cuesta resistir la sequedad de su cine. Godard es quizás el más radical, el más teórico y áspero realizador de ese revolucionario grupo de cineastas, a los que se llamó “Nueva Ola” (Nouvelle Vague) y que, desde finales de la década de los cincuenta, tomaron la realidad como referente para dar forma a sus historias [2]. Trabajan sobre lo que André Bazin, el gran teórico francés, llamaba “realismo integral”, es decir, la recreación del mundo a su imagen.

Trueba en su Diccionario de cine señala: «Godard es el abismo a partir del cual toda comunicación desaparece por exceso, toda poesía desaparece por autoconciencia, toda verdad por impostura» [3]. Esta certera definición de la obra del cineasta francés va como anillo al dedo para resumir Vivre sa vie.

La película, dirigida por Godard en 1962, está basada en un libro sobre la prostitución escrito por el juez Marcel Sacotte, llamado Oú en est la prostitution? Es, por tanto, una reflexión sobre la condición social de la prostitución en Francia. Partiendo de esta base “documental”- como explicaría en cierta ocasión el propio Godard- pudo inventar un personaje y construir una serie de escenas. Y, así de sencillo, la película muestra escenas sin ningún desarrollo narrativo claro, de la vida de una mujer, Nana (Anna Karina) que ante la complicada situación de subsistencia en París y al no conseguir convertirse en actriz, decide introducirse en el mundo de la prostitución.


El personaje de Nana, aún recogiendo el nombre de la célebre cortesana creada por el escritor Émile Zola, no aporta nada de reflexivo o crítico sobre la situación en la que se ve envuelta la protagonista, ni siquiera nos ayuda a comprender de forma más rigurosa las circunstancias sociales de la Francia de principios de los sesenta. A Godard simplemente le gusta su protagonista (no olvidemos que en esa época Godard estaba casado con Anna Karina) [4], su tristeza, su soledad, su rostro, sus tribulaciones más o menos existenciales, su búsqueda de la verdad y sentido de su vida. “El cine francés es un cine de personajes” diría Truffaut.

Quizás lo interesante de Vivre sa vie no está en el tema, ni siquiera en el personaje de la bella Anna Karina sino en la misma estructura y realización que planifica Godard para la película. Godard rompe con su cine la planificación clásica utilizada hasta entonces dando otra dimensión, otra “expresión” al plano. Godard reconstruye el lenguaje para potenciar el mensaje de sus películas. Y fiel a las formulaciones de aquel grupo de cineastas, Godard se mantiene “detrás de sus personajes”, su mirada siempre está presente, intencionada; la actriz mira directamente a cámara, los personaje dialogan de espaldas a ésta, incluso con frecuencia se encuentran fuera de campo, en off.

Si bien en Al final de la escapada Godard deja la cámara que vuele en libertad, en Vivre sa vie se mantiene estática; enigmática, paralizada, suspendida casi a ciegas del realizador. El que se nos presenten los personajes de espaldas a cámara da al espectador un nuevo punto de vista y hace que nos centramos mucho más en lo que dicen ocultando Godard sus emociones; en la primera secuencia en el café el matrimonio habla sin mostrar el rostro, él incluso recuerda a uno de los cuadros de Magritte, personajes anónimos que hablan de espaldas al espectador. La cámara esquiva de Godard olvida el contraplano para que el espectador centre su atención en el personaje o incluso en determinados momentos oculta el rostro de su actriz para que escuchemos mejor las palabras. Se percibe cierta falsa espontaneidad en el encuadre, cierto artificio y rigidez en la planificación. Quizás Godard pueda pecar de ser excesivamente teórico y cae en una cierta distancia emocional al abordar las situaciones en las que se ve envuelta su protagonista.

La intención de Godard fue rodar una película “realista” y aunque sí es verdad que consigue dotar al film de ese tono documental (gracias a la impecable fotografía de Raoul Coutard), el realizador galo, a diferencia de alguno de sus admirados directores (sobre todo norteamericanos), no utiliza apenas la imagen para narrar su historia; Godard lo pone todo en palabras y eso hace que sus películas puedan resultar demasiado “intelectuales”. Quizás toda la frescura de esa puesta en escena, nunca espontánea, se vea constreñida por unos diálogos demasiado informativos e incluso a veces pretendidamente filosóficos.

París a través del cristal. París, como es habitual en el cine de Godard, también está presente durante todo el film: sus calles, bulevares y lugares de encuentro como los cafés, cines o comercios, en los que la vida parece desarrollarse ajena a la protagonista. Nana lo deja fuera: al cerrar una ventana, al atisbar un momento de la vida de la ciudad a través de un escaparate.... París se nos muestra como en un viaje fugaz, se intuye la ciudad, su vida y sus gentes pero Godard lo mantiene, de manera intencionada, ajeno a Nana.

A pesar de lo dicho, la película respira cierta melancólica belleza, en parte gracias a la presencia magnética, dulce y desvalida de Anna Karina y también encontramos en ella algunas secuencias muy interesantes: la secuencia que abre la película en el café en la que los personajes hablan de espaldas a cámara o el bellísimo primer plano de Karina sin poder contener la emoción mientras asiste en el cine al brillante momento de la sentencia de muerte de Juana de Arco en la película de Dreyer, La pasión de Juana de Arco.

Aunque Godard escribiría en 1980: «Vivre sa vie está demasiado lejos. Ya no me acuerdo de nada» [5], es probablemente una de las películas más interesantes de su carrera. De una tristeza profunda y sosegada, contiene alguno de los planos más bellos del conjunto de la filmografía de ese grupo de cineastas-autores que revolucionaron, no sólo el cine de su país, sino que abrieron una nueva ventana, más libre, atrevida e independiente al mundo.


[1] Declaraciones de Godard extraídas de la revista Cahiers du cinema (nº 138, diciembre 1962), realizada por Jean Mollet, Michel Delahaye, Jean-André Fieschi, André-S. Labarthe y Bertrand Tavernier. Recogida en Filmoteca (Programa 3). Filmoteca Nacional de España, Temporada 1972-73.[2] El término «Nouvelle Vague» aparece por primera vez en 1960 en el semanal francés L´Express. Este nuevo movimento lo integraban algunos jóvenes críticos de la revista Cahiers du cinema que se convertirían en el grupo de realizadores más importantes de la historia de la cinematografía gala. Eran: Claude Chabrol, Francois Truffaut, Jacques Rivette, Eric Rohmer, Jean-Luc Godard.[3] Trueba, Fernando: Diccionario de cine. Editorial Planeta, S.A. Barcelona, 1997, pág. 136.[4] Anna Karina (Dinamarca, 1940). Una de las principales actrices de la Nouvelle Vague. Se casó con Godard en 1961 y rodó con el realizador algunas de sus más conocidas películas. También trabajó con otros importantes directores como: Agnés Varda, Roger Vadim, Alessandro Blasetti, Jacques Rivette o Fassbinder. A pesar de ello, y de tener uno de los rostros más bellos y personales de la historia del cine, es, muy injustamente, una de las actrices menos recordadas hoy en día.[5] Godard, Jean-Luc: Introducción a una verdadera historia del cine. Traducción por Miguel Marías. Ediciones Alphaville. Madrid, 1980, pág. 69.

miércoles, 9 de abril de 2008

“La narrativa moderna”, de Virginia Woolf


Cuando se hace cualquier revisión, no importa cuan suelta e informal, de la narrativa moderna, es difícil no llegar a la conclusión de que la práctica moderna de este arte es, de alguna manera, una mejora respecto a la anterior. Podría decirse que, dadas sus herramien­tas sencillas y sus materiales primitivos, Fielding se defendió bien y Jane Austen incluso mejor, pero ¡compárense sus oportunidades con las nuestras! De cierto que sus obras maestras tienen un aire de sim­plicidad extraño. Sin embargo la analogía entre la lite­ratura y el proceso de, por dar un ejemplo, fabricar un auto apenas se sostiene más allá de un primer vis­tazo. Es de dudar que en el transcurso de los siglos, aunque hayamos aprendido mucho sobre cómo fa­bricar máquinas, hayamos aprendido algo sobre cómo hacer literatura. No escribimos mejor. Lo que puede afirmarse que hacemos es seguir moviéndonos, si ahora un poco en esa dirección, luego en esa otra, pero con una tendencia a lo circular si se examina el trazo de la pista desde una cima suficientemente ele­vada. Apenas merece decirse que ninguna presunción tenemos, ni siquiera momentánea, de estar en ese punto de vista ventajoso. En la parte llana, entre la multitud, cegados a medias por el polvo, miramos hacia atrás y con envidia a esos guerreros más afortu­nados, cuya batalla ha sido ganada ya y cuyos logros muestran un aire de realización sereno, de modo tal que apenas podemos frenarnos de murmurar que la lucha no fue tan dura para ellos como para nosotros. La decisión queda al historiador de la literatura; a él corresponde informar sí nos encontramos al princi­pio, al final o en medio de un gran periodo de narrativa en prosa, porque desde la llanura poco es visible. Tan sólo sabemos que nos inspiran ciertas gratitudes y hostilidades; que algunas sendas parecen conducir a tierra fértil y otras al polvo y al desierto. Acaso valga la pena alguna exploración de esto último.
Así, nuestra disputa no es con los clásicos, y sí hablamos de disputar con los señores Wells, Bennett y Galsworthy, en parte se debe al mero hecho de que al existir ellos en carne y hueso, su obra tiene una imperfección viva, cotidiana, activa que nos lleva a tomarnos con ella cualquier libertad que nos plazca. Pero cierto es también que, mientras les agradecemos mil dones que nos han dado, reservamos nuestra gra­titud incondicional para Hardy, Conrad y en grado mucho menor el Hudson de The Purple Land (Tierra púrpura), Green Mansions (Mansiones verdes) y Par Away and Long Ago (Muy lejos y hace mucho tiempo). Los señores Wells, Bennett y Galsworthy han des­pertado tantas esperanzas y las han decepcionado con tanta persistencia, que nuestra gratitud adopta mayor­mente como forma el agradecerles habernos mostrado lo que pudieron haber hecho pero no hicieron; lo que ciertamente seríamos incapaces de hacer pero, con igual certeza quizás, no deseamos hacer. Ninguna oración por sí misma resumiría la acusación o la queja que fue necesario expresar contra una masa de obras tan abundante en volumen y que representa tantas cualidades, sean admirables o lo contrario. Si intentamos formular nuestro sentir en una palabra única, diremos que estos tres escritores son materialis­tas. A causa de que se interesan por el cuerpo y no por el espíritu, nos han decepcionado, dejándonos con la sensación de que cuanto antes les dé la espalda la narrativa inglesa, tan cortésmente como se quiera, y se encamine aunque sea al desierto, mejor para su alma. Pero claro, ninguna palabra alcanza de golpe el centro de tres blancos diferentes. En el caso del señor Wells, se aparta notablemente del hito. Pero incluso en él muestra a nuestro pensamiento la amalgama fatal de su genio, el enorme grumo de yeso que consiguió mezclarse con la pureza de su inspiración. Pero tal vez el señor Bennett sea el peor culpable de los tres, en tanto que es con mucho el mejor obrero. Puede fa­bricar un libro tan bien construido y tan sólido en su artesanía, que es difícil incluso al más exigente de los críticos deducir por qué rajadura o grieta puede fil­trarse la decadencia. No pasa ni la menor corriente de aire por los marcos de las ventanas, ni hay la menor fractura en las duelas. Sin embargo ¿qué si la vida se rehusa a vivir aquí? Es un riesgo que bien pueden pre­sumir de haber superado el creador de The Old Wives Tale (Cuento de viejas), George Cannon, Edwin Clayhanger y multitud de otras figuras; Sus perso­najes tienen vida en abundancia e, incluso, inespera­da, pero queda por preguntar ¿cómo viven y para qué viven? Termina pareciéndonos cada vez más, incluso cuando desertan de la bien construida villa de Five Towns, que pasan su tiempo en algún vagón de ferrocarril de primera clase y suavemente acojinado, pulsando innumerables campanillas y botones; y el destino hacia el cual viajan de modo tan lujoso se vuelve, cada vez menos indudablemente, una eter­nidad de bienaventuranza pasada en el mejor de los hoteles de Brighton. Difícilmente puede afirmarse del señor Wells que sea un materialista en el sentido de que se deleita en exceso en la solidez de su fábrica. Es de mente demasiado generosa en compasiones para permitirse dedicar mucho tiempo a dejar las cosas en perfecto orden y substanciales. Es materialista dada la mera bondad de su corazón, que lo hace echarse a las espaldas el trabajo que debieron cumplir los fun­cionarios gubernamentales; en medio de la plétora de sus ideas y de sus hechos, apenas tiene un respiro para darse cuenta de, o ha olvidado considerar que tiene importancia, la crudeza y la tosquedad de sus seres humanos. Y aún así, ¿qué crítica más dañina puede haber a su tierra y a su cielo que el que deban ser ha­bitados ahora y en el futuro por sus Joans y sus Peters? La inferioridad de sus naturalezas ¿no empaña cual­quier institución e ideal que la generosidad de su creador les haya proporcionado? Tampoco, por pro­fundo que sea nuestro respeto por la integridad y el humanismo del señor Galsworthy, encontraremos en sus páginas lo que buscamos.
Entonces, si pegamos una etiqueta en todos esos libros, en la cual esté la palabra única materialistas, queremos decir con ello que escriben de cosas sin importancia; que emplean una habilidad y una labo­riosidad inmensas haciendo que lo trivial y lo transi­torio parezcan lo real y lo perdurable.
Hemos de admitir que estamos siendo exigentes y, además, que nos resulta difícil justificar nuestro descontento explicando qué es lo que exigimos. Plan­teamos la cuestión de modo diferente en distintos momentos. Pero reaparece del modo más persistente cuando nos apartamos de la novela concluida en la cresta de un suspiro: ¿Vale la pena? ¿Cuál es su pro­pósito? ¿Sucede acaso que, debido a una de esas desviaciones menores que el espíritu humano sufre de vez en cuando, el señor Bennett aplicó su magnífico aparato de captar vida, cinco o diez centímetros fuera de foco? La vida escapa y, tal vez, sin vida nada vale la pena. Tener que recurrir a una imagen como ésta es una confesión de vaguedad, pero difícilmente mejo­ramos la situación hablando, como son proclives a hacer los críticos, de realidad. Tras admitir la vaguedad que aflige a toda crítica de novelas, arriesguemos la opinión de que para nosotros, en este momento, la forma de narrativa más en boga falla más a menudo de lo que asegura el objeto que buscamos. Lo llame­mos vida o espíritu, verdad o realidad, esto, el objeto esencial, se ha desplazado o avanzado y se rehúsa a verse contenido en las vestimentas mal cortadas que le proporcionamos. No obstante, con perseverancia, conscientemente, seguimos construyendo nuestros treinta y dos capítulos de acuerdo con un diseño que cada vez falla más en parecerse a la visión que te­nemos en la mente. Demasiada de esa enorme labor de explorar la solidez, la imitación de vida, de la his­toria es no sólo trabajo desperdiciado sino mal coloca­do, al grado de que oscurece y hace borrosa la luz de la concepción. El escritor no parece constreñido por su propio libre albedrío, sino por algún tirano po­deroso y sin escrúpulos que lo tiene en servidumbre para que proporcione una trama, para que aporte comedia, tragedia, amor, interés y un cierto aire de probabilidad, que embalsame el todo de modo tan impecable que si todas las figuras adquirieran vida, se encontrarían vestidas hasta el detalle último con sus sacos a la moda. Se obedece al tirano, se fabrica la novela hasta el menor detalle. Pero a veces, y más a menudo según pasa el tiempo, sospechamos que hay una duda momentánea, un espasmo de rebelión, según se van llenando hojas del modo acostumbrado. ¿Es así la vida? ¿Deben ser así las novelas?
Mírese al interior y la vida, al parecer, se aleja mucho de ser "así". Examínese por un momento una mente ordinaria en un día ordinario. Esa mente recibe miríadas de impresiones: triviales, fantásticas, evanescentes o grabadas con el filo del acero. Esas miríadas vienen de todos sitios, una lluvia incesante de átomos innumerables; y según descienden, según se transforman en la vida del lunes o del martes, el acento cae en un lugar diferente al del viejo estilo; el momento importante no viene aquí sino allí; de modo que si un escritor fuera libre y no esclavo, si pudiera escribir de acuerdo con sus elecciones y no sus obligaciones, si pudiera basar su trabajo sobre sus sentimientos y no las convenciones, no habría trama, ni comedia, ni tragedia, ni intereses amorosos o ca­tástrofes al estilo aceptado y, tal vez, ni un sólo botón cosido al modo que quisieran los sastres de Bond Street. La vida no es una serie de farolas ordenadas simétricamente, sino un halo luminoso, una envol­tura semitransparente que nos rodea desde el inicio de nuestra conciencia hasta su final. ¿No es tarea del novelista transmitir este espíritu variado, desconocido y sin circunscribir, no importa qué aberraciones o complejidades manifieste, con tan poca mezcla de lo ajeno y lo externo como sea posible? No estamos solicitando tan sólo valor y sinceridad, sino sugirien­do que la materia adecuada de la narrativa es un tanto diferente a lo que quiere hacernos creer la costumbre. En cualquier caso, es de alguna manera parecida a ésta que buscamos definir la cualidad que distingue a la obra de varios escritores jóvenes, el señor James Joyce el más notable entre ellos, de aquella de sus pre­decesores. Intentan acercarse más a la vida, preservar con mayor sinceridad y exactitud lo que les interesa y conmueve, incluso si para lograrlo hayan de descar­tar la mayoría de las convenciones que suele observar el novelista. Registremos los átomos según caen sobre la mente en el orden en el cual caen, establezcamos el patrón, no importa cuán desconectado e incoherente en apariencia, que cada visión o incidente imprima en la conciencia. No demos por sentado que la vida existe con mayor plenitud en aquello comúnmente pensado grande que en lo comúnmente pensado pe­queño. Cualquiera que haya leído Portrait of the Artist as a Young Man (Retrato del artista adolescente) o lo que promete ser una obra mucho más interesante, el Ulysses (Ulises), que en este momento aparece en la Little Review, arriesgará una teoría de tal naturale­za respecto a la intención del señor Joyce. Por nuestra parte, con sólo un fragmento así frente nosotros, antes lo suponemos que lo afirmamos. Pero no importa cuál sea la intención del todo, no hay duda que muestra una sinceridad máxima y que el resul­tado, por difícil o desagradable que lo juzguemos, es innegablemente importante. En contraste con quie­nes hemos llamado materialistas, el señor Joyce es espiritual; se preocupa a cualquier precio por revelar los titubeos de esa llama interna que destella sus men­sajes a través del cerebro, y para conservarla hace de lado con valor absoluto todo aquello que parezca adventicio, se trate de la probabilidad, de la coheren­cia o de cualquier otra señal caminera que por gene­raciones haya servido para dar apoyo a la imaginación del lector, cuando se le pide que imagine lo que le es imposible tocar o ver. La escena en el cementerio, por ejemplo, con su brillantez, su sordidez, su incoheren­cia, sus relámpagos súbitos de significado, sin duda se aproxima tanto a las honduras de la mente que, al menos en una primera lectura, es difícil no suponer una obra maestra. Si lo que deseamos es la vida misma, aquí la tenemos sin duda. De hecho, nos encontramos andando a tientas con bastante torpeza cuando intentamos decir qué más deseamos, y por qué razón una obra así de original no se compara, pues debemos ir a ejemplos elevados, con Youth (Juventud) o The Mayor of' Casterbridge (El alcalde de Casterbridge). Fracasa debido a la pobreza relativa de la mente del escritor, pudiéramos conformarnos con decir para acabar con el asunto. Pero cabe el presionar un poco más y preguntarse si no nos estamos refi­riendo a nuestra sensación de estar en una habita­ción brillante pero estrecha, confinados y ahogados, antes que enriquecidos y liberados; a cierta limitación impuesta por el método a la vez que con la mente. ¿Será el método el que inhiba el poder creador? ¿Se deberá al método que no nos sentimos joviales ni magnánimos y sí centrados en un yo que, a pesar de sus temblores de susceptibilidad, nunca abarca o crea lo que está fuera de él y a la distancia? El subrayado puesto, acaso didácticamente, a la indecencia ¿con­tribuye a dar el efecto de algo, angular y aislado? ¿Se tratará simplemente de que ante cualquier esfuerzo así de original sea más fácil, sobre todo a los contem­poráneos, percibir lo que falta y no precisar lo que ofrece? En cualquier caso, es un error mantenerse fuera examinando "métodos". Cualquier método sirve, sirve cualquier método que exprese lo que deseemos expresar sí somos escritores, que nos acer­que más a la intención del escritor si somos lectores. Este método tiene el mérito de acercarnos más a lo que estamos dispuestos a llamar la vida misma. ¿No su­girió la lectura de Ulysses cuánto de la vida queda excluido o ignorado? ¿No vino tal idea con un sacu­dimiento al abrir el Tristram Shandy y el Pendennis y vernos convencidos no sólo de que hay otros aspectos de la vida, sino que encima de todo son más impor­tantes?
Sea como fuere, el problema al que hoy día se en­frenta el novelista, como suponemos que ocurrió en el pasado, es ingeniar medios para ser libre de asentar lo que elija. Debe tener el valor de decir que su interés no está ya en "esto" sino en "aquello", y sólo de ese "aquello" debe construir su obra. Es muy probable que para los modernos "aquello", el punto de interés, se encuentre en las partes oscuras de la psicología. Por tanto y de inmediato, el acento cae en un punto un tanto diferente; el subrayado va a algo hasta el momento ignorado; de inmediato es necesaria una forma de bosquejo distinto, difícil de asir por noso­tros, incomprensible para nuestros predecesores. Nadie sino un moderno, tal vez nadie sino un ruso, habría sentido el interés de la situación que Chéjov transformó en el cuento llamado "Gusev". Algunos soldados rusos yacen enfermos, a bordo de un barco que los regresa a su patria. Se nos dan unos cuantos fragmentos de su charla y algunos de sus pensamien­tos; la plática continúa entre los otros por un tiempo, hasta que Gusev muere y, parecido "a una zanahoria o un rábano", es lanzado al mar. El subrayado aparece en lugares tan inesperados, que de principio se diría que no hubiera ningún subrayado; pero entonces, según los ojos se acostumbran a la penumbra y comienzan a discernir las formas de los objetos en el cuarto, vemos cuán completa está la historia, con cuánta profundidad y cuánta verdad, en obediencia a su visión, ha elegido Chéjov esto, aquello y lo de más allá, uniéndolos para que compongan algo nuevo. Es imposible decir "esto es cómico" o "esto es trágico", y tampoco estamos ciertos, pues se nos ha enseñado que los cuentos deben ser breves y concluyentes, si esto, vago e inconcluyente, debe ser llamado un cuento.
Los comentarios más elementales sobre la narrativa inglesa moderna difícilmente pueden evitar el hacer alguna mención de la influencia rusa, y si se men­ciona a los rusos se corre el riesgo de pensar que es una pérdida de tiempo escribir sobre cualquier narra­tiva que no sea la suya. Si queremos comprender el alma y el corazón ¿dónde más conseguirlo con pro­fundidad comparable? Si estamos hartos de nuestro propio materialismo, el menos destacable de sus no­velistas tiene, por derecho de nacimiento, una reve­rencia natural por el espíritu humano. "Aprende a convertirte en el igual de la gente... Pero que esta sim­patía no sea aquella de la mente -pues con la mente es fácil- sino aquella del corazón, con amor hacia ella." En todo gran escritor ruso parecemos discernir los rasgos de un santo, si es que constituye santidad la simpatía por el sufrimiento de los otros, el amor por ellos, el empeño por alcanzar alguna meta digna de las demandas más exigentes del espíritu. Es el santo que habita en ellos lo que nos deja confundidos con la sensación de nuestra propia irreligiosidad trivial, transformando a tantas de nuestras novelas famosas en faramalla y trucos. Las conclusiones a que llega la mente rusa, tan abarcadora y compasiva como es, son inevitables tal vez en toda tristeza extrema. De hecho, sería más exacto hablar de que la mente rusa está inconclusa. Es la sensación de que no hay respuesta, que si se examina con honestidad la vida, ésta presenta una pregunta tras otra, a las que debe permitirse que resuenen una y otra vez ya concluida la historia en un interrogatorio sin esperanza, que nos llena con una desesperación profunda y a fin de cuentas resenti­da. Tal vez tengan razón; incuestionablemente, ven más lejos que nosotros y sin nuestros crudos impe­dimentos de visión. Pero quizá yernos algo que a ellos se les escapa, pues sino ¿por qué habría de mezclarse a nuestra melancolía esa voz de protesta? Esa voz de protesta es aquella de una civilización distinta y antigua, que parece haber insuflado en nosotros el instinto de gozar y luchar antes qué el de sufrir y comprender. La narrativa inglesa, desde Sterne a Meredith, es testimonio de nuestro deleite natural en el buen humor y la comedia, en la belleza de la tierra, en las actividades del intelecto y en el esplendor del cuerpo. Pero cualesquiera deducciones que extrai­gamos de comparar dos narrativas tan inconmensu­rablemente apartadas son fútiles, excepto en cuanto nos imbuyan con la visión de las posibilidades infini­tas del arte y nos recuerden que el horizonte no tiene límites, y que nada -ningún "método", ningún expe­rimento, incluso los más desbocados- está prohibido como sí lo están la falsedad y la simulación. No existe "material adecuado para la narrativa", pues todo es material adecuado para la narrativa, todo sentimiento, todo pensamiento; toda cualidad del cerebro y del espíritu de la que se eche mano; ninguna percep­ción está fuera de lugar. Y si podemos imaginar al arte de la narrativa adquirir vida y ponerse de pie en nues­tro medio, sin duda nos pediría que lo rompiéramos y lo hostigáramos, así como que lo honráramos y lo amáramos, porque de esa manera se renueva su juven­tud y se asegura su soberanía.

martes, 8 de abril de 2008

La Canción de Flor de Mayo, de Amado Nervo


Flor de Mayo como un rayo
de la tarde se moría...
Yo te quise, Flor de Mayo,
tú lo sabes; ¡pero Dios no lo quería!

Las olas vienen, las olas van,
cantando vienen, cantando irán.

Flor de Mayo ni se viste
ni se alahaja ni atavía;
¡Flor de Mayo está muy triste!
¡Pobrecita, pobrecita vida mía!

Cada estrella que palpita,
desde el cielo le habla asi:
"Ven conmigo, Florecita,
brillarás en la extensión igual a mí"

Flor de Mayo, con desmayo,
le responde: "¡Pronto iré!"

Se nos muere Flor de Mayo,
¡Flor de Mayo, la elegida, se nos fue!

Las olas vienen, las olas van,
cantando vienen, llorando irán...

"¡No me dejes!" yo le grito:
"¡No te vayas dueño mío,
el espacio es infinito
y es muy negro y hace frío, mucho frío!"

Sin curarse de mi empeño,
Flor de Mayo se alejó,
Y en la noche, como un sueño
misteriosamente triste se perdió.

Las olas vienen, las olas van,
cantando vienen, ¡ay, cómo irán!

Al amparo de mi huerto
una sola flor crecía:
Flor de Mayo, y se me ha muerto...
Yo la quise, ¡Pero Dios no lo quería!



lunes, 7 de abril de 2008

"Qedeshím qedeshóth", de Gonzalo Rojas


Mala suerte acostarse con fenicias, yo me acosté
con una en Cádiz bellísima
y no supe de mi horóscopo hasta
mucho después cuando el Mediterráneo me empezó a exigir
más y más oleaje; remando
hacia atrás llegué casi exhausto a la
duodécima centuria: todo era blanco, las aves
el océano, el amanecer era blanco.

Pertenezco al Templo, me dijo: soy Templo. No hay
puta, pensé, que no diga palabras
del tamaño de esa complacencia. 50 dólares
por ir al otro Mundo, le contesté riendo; o nada.
50, o nada. Lloró
convulsa contra el espejo, pintó
encima con rouge y lágrimas un pez: –Pez,
acuérdate del pez.

Dijo alumbrándome con sus grandes ojos líquidos de
turquesa, y ahí mismo empezó a bailar en la alfombra el
rito completo; primero puso en el aire un disco de Babilonia y
le dio cuerda al catre, apagó las velas: el catre
sin duda era un gramófono milenario
por el esplendor de la música; palomas, de
repente aparecieron palomas.

Todo eso por cierto en la desnudez más desnuda con
su pelo rojizo y esos zapatos verdes, altos, que la
esculpían marmórea y sacra como
cuando la rifaron en Tiro entre las otras lobas
del puerto, o en Cartago
donde fue bailarina con derecho a sábana a los
quince; todo eso.

Pero ahora, ay, hablando en prosa se
entenderá que tanto
espectáculo angélico hizo de golpe crisis en mi
espinazo, y lascivo y
seminal la violé en su éxtasis como
si eso no fuera un templo sino un prostíbulo, la
besé áspero, la
lastimé y ella igual me
besó en un exceso de pétalos, nos
manchamos gozosos, ardimos a grandes llamaradas
Cádiz adentro en la noche ronca en un
aceite de hombre y de mujer que no está escrito
en alfabeto púnico alguno, si la imaginación de la
imaginación me alcanza.

Qedeshím qedeshóth*, personaja, teóloga
loca, bronce, aullido
de bronce, ni Agustín
de Hipona que también fue liviano y
pecador en África hubiera
hurtado por una noche el cuerpo a la
diáfana fenicia. Yo
pecador me confieso a Dios.

domingo, 6 de abril de 2008

"Everness", de Jorge Luis Borges


Sólo una cosa no hay. Es el olvido.Dios, que salva el metal, salva la escoriay cifra en Su profética memorialas lunas que serán y las que han sido.Ya todo está. Los miles de reflejosque entre los dos crepúsculos del díatu rostro fue dejando en los espejosy los que irá dejando todavía.Y todo es una parte del diversocristal de esa memoria, el universo;no tienen fin sus arduos corredoresy las puertas se cierran a tu paso;sólo del otro lado del ocasoverás los Arquetipos y Esplendores.


sábado, 5 de abril de 2008

"Porque escribí", de Enrique Lihn


Ahora que quizás, en un año de calma,
piense: la poesía me sirvió para esto:
no pude ser feliz, ello me fue negado,
pero escribí.

Escribí: fui la víctima
de la mendicidad y el orgullo mezclados
y ajusticié también a unos pocos lectores;
tendía la mano en puertas que nunca, nunca he visto;
una muchacha cayó, en otro mundo, a mis pies.

Pero escribí: tuve esta rara certeza,
la ilusión de tener el mundo entre las manos
-¡qué ilusión más perfecta! como un cristo barroco
con toda su crueldad innecesaria-
Escribí, mi escritura fue como la maleza
de flores ácimas pero flores en fin,
el pan de cada día de las tierras eriazas:
una caparazón de espinas y raíces.
De la vida tomé todas estas palabras
como un niño oropel, guijarros junto al río:
las cosas de una magia, perfectamente inútiles
pero que siempre vuelven a renovar su encanto.

La especie de locura con que vuela un anciano
detrás de las palomas imitándolas
me fue dada en lugar de servir para algo.
Me condené escribiendo a que todos dudaran
de mi existencia real,
(días de mi escritura, solar del extranjero).
Todos los que sirvieron y los que fueron servidos
digo que pasarán porque escribí
y hacerlo significa trabajar con la muerte
codo a codo, robarle unos cuantos secretos.
En su origen el río es una veta de agua
-allí, por un momento, siquiera, en esa altura-
luego, al final, un mar que nadie ve
de los que están braceándose la vida.
Porque escribí fui un odio vergonzante,
pero el mar forma parte de mi escritura misma:
línea de la rompiente en que un verso se espuma
yo puedo reiterar la poesía.
Estuve enfermo, sin lugar a dudas
y no sólo de insomnio,
también de ideas fijas que me hicieron leer
con obscena atención a unos cuantos sicólogos,
pero escribí y el crimen fue menor,
lo pagué verso a verso hasta escribirlo,
porque de la palabra que se ajusta al abismo
surge un poco de oscura inteligencia
y a esa luz muchos monstruos no son ajusticiados.

Porque escribí no estuve en casa del verdugo
ni me dejé llevar por el amor a Dios
ni acepté que los hombres fueran dioses
ni me hice desear como escribiente
ni la pobreza me pareció atroz
ni el poder una cosa deseable
ni me lavé ni me ensucié las manos
ni fueron vírgenes mis mejores amigas
ni tuve como amigo a un fariseo
ni a pesar de la cólera
quise desbaratar a mi enemigo.

Pero escribí y me muero por mi cuenta,
porque escribí porque escribí estoy vivo.

viernes, 4 de abril de 2008

“La despreciada”, de Bernardo Navia


Nadie supo nunca por qué. No quedan registros de aquello. El caso es que la señorita Leonides Benavides se había ganado el profundo desprecio de Rufino Aguilar. El mismo Rufino Aguilar que, a fines del siglo XVI, se convirtió en blanco de la Inquisición mexicana por haber proclamado a los cuatro vientos que había descubierto la fórmula que, según él, al beberla periódicamente, producía claras muestras de extraña longevidad, por decir lo menos.En el pueblo de San Miguel del Real, en México, en el sótano de su vieja catedral, todavía hoy se puede observar a la señorita Leonides Benavides. Está metida dentro de un frasco. Duerme en posición fetal todo el tiempo. Apenas come. Pelusas verdosas le cubren el cuerpo. No es más grande que una rata y una vez al año se mueve.

martes, 1 de abril de 2008

"El espejo de viento y luna", de Tsao Hsue-Kin


En un año las dolencias de Kia Yui se agravaron. La imagen de la inaccesible señora Fénix gastaba sus días; las pesadillas y el insomnio, sus noches.Una tarde un mendigo taoísta pedía limosna en la calle, proclamando que podía curar las enfermedades del alma. Kia Yui lo hizo llamar. El mendigo le dijo:-Con medicinas no se cura su mal. Tengo un tesoro que lo sanará si sigue mis órdenes.De su manga sacó un espejo bruñido de ambos lados; el espejo tenía la inscripción: Precioso Espejo de Viento y Luna. Agregó:-Este espejo viene del Palacio del Hada del Terrible Despertar y tiene la virtud de curar los males causados por los pensamientos impuros. Pero guárdese de mirar el anverso. Sólo mire el reverso. Mañana volveré a buscar el espejo y a felicitarlo por su mejoría.Se fue sin aceptar las monedas que le ofrecieron.Kia Yui tomó el espejo y miró según le había indicado el mendigo. Lo arrojó con espanto: El espejo reflejaba una calavera. Maldijo al mendigo; irritado, quiso ver el anverso. Empuñó el espejo y miró: Desde su fondo, la señora Fénix, espléndidamente vestida, le hacía señas. Kia Yui se sintió arrebatado por el espejo y atravesó el metal y cumplió el acto de amor. Después, Fénix lo acompañó hasta la salida. Cuando Kia Yui se despertó, el espejo estaba al revés y le mostraba, de nuevo, la calavera. Agotado por la delicia del lado falaz del espejo, Kia Yui no resistió, sin embargo, a la tentación de mirarlo una vez más. De nuevo Fénix le hizo señas, de nuevo penetró en el espejo y satisficieron su amor. Esto ocurrió unas cuantas veces. La última, dos hombres lo apresaron al salir y lo encadenaron.-Los seguiré -murmuró- pero déjenme llevar el espejo.Fueron sus últimas palabras. Lo hallaron muerto, sobre la sábana manchada.