miércoles, 16 de julio de 2008

“Ulrica”, de Jorge Luis Borges


Hann tekr sverthit Gram ok
leggr i methal theira bert.
Völsunga Saga, 27



Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo. Los hechos ocurrieron hace muy poco, pero sé que el hábito literario es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis. Quiero narrar mi encuentro con Ulrica (no supe su apellido y tal vez no lo sabré nunca) en la ciudad de York. La crónica abarcará una noche y una mañana.

Nada me costaría referir que la vi por primera vez junto a las Cinco Hermanas de York, esos vitrales puros de toda imagen que respetaron los iconoclastas de Cromwell, pero el hecho es que nos conocimos en la salita del Northern Inn, que está del otro lado de las murallas. Éramos pocos y ella estaba de espaldas. Alguien le ofreció una copa y rehusó.

–Soy feminista –dijo–. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco y su alcohol.

La frase quería ser ingeniosa y adiviné que no era la primera vez que la pronunciaba. Supe después que no era característica de ella, pero lo que decimos no siempre se parece a nosotros.

Refirió que había llegado tarde al museo, pero que la dejaron entrar cuando supieron que era noruega.

Uno de los presentes comentó:

–No es la primera vez que los noruegos entran en York.
–Así es –dijo ella–. Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo o algo puede perderse.

Fue entonces cuando la miré. Una línea de William Blake habla de muchachas de suave plata o de furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Era ligera y alta, de rasgos afilados y de ojos grises. Menos que su rostro me impresionó su aire de tranquilo misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla. Vestía de negro, lo cual es raro en tierras del Norte, que tratan de alegrar con colores lo apagado del ámbito. Hablaba un inglés nítido y preciso y acentuaba levemente las erres. No soy observador; esas cosas las descubrí poco a poco.

Nos presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá. Aclaré que era colombiano.

Me preguntó de un modo pensativo:
–¿Qué es ser colombiano?
–No sé –le respondí–. Es un acto de fe.
–Como ser noruega –asintió.

Nada más puedo recordar de lo que se dijo esa noche. Al día siguiente bajé temprano al comedor. Por los cristales vi que había nevado; los páramos se perdían en la mañana. No había nadie más. Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar sola.

Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:

–A mí también. Podemos salir juntos los dos.

Nos alejamos de la casa, sobre la nieve joven. No había un alma en los campos. Le propuse que fuéramos a Thorgate, que queda río abajo, a unas millas. Sé que ya estaba enamorado de Ulrica; no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.

Oí de pronto el lejano aullido de un lobo. No he oído nunca aullar a un lobo, pero sé que era un lobo. Ulrica no se inmutó.

Al rato dijo como si pensara en voz alta:

–Las pocas y pobres espadas que vi ayer en York Minster me han conmovido más que las grandes naves del museo de Oslo.

Nuestros caminos se cruzaban. Ulrica, esa tarde, proseguiría el viaje hacia Londres; yo, hacia Edimburgo.

–En Oxford Street –me dijo– repetiré los pasos de De Quincey, que buscaba a su Anna perdida entre las muchedumbres de Londres.
–De Quincey –respondí– dejó de buscarla. Yo, a lo largo del tiempo, sigo buscándola.
–Tal vez –dijo en voz baja– la has encontrado.

Comprendí que una cosa inesperada no me estaba prohibida y le besé la boca y los ojos. Me apartó con suave firmeza y luego declaró:

–Seré tuya en la posada de Thorgate. Te pido mientras tanto, que no me toques. Es mejor que así sea.

Para un hombre célibe entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no se espera. El milagro tiene derecho a imponer condiciones. Pensé en mis mocedades de Popayán y en una muchacha de Texas, clara y esbelta como Ulrica, que me había negado su amor.

No incurrí en el error de preguntarle si me quería. Comprendí que no era el primero y que no sería el último. Esa aventura, acaso la postrera para mí, sería una de tantas para esa resplandeciente y resuelta discípula de Ibsen.

Tomados de la mano seguimos.

–Todo esto es como un sueño –dije– y yo nunca sueño.
–Como aquel rey –replicó Ulrica– que no soñó hasta que un hechicero lo hizo dormir en una pocilga.

Agregó después:

–Oye bien. Un pájaro está por cantar.

Al poco rato oímos el canto.

–En estas tierras –dije–, piensan que quien está por morir prevé lo futuro.
–Y yo estoy por morir –dijo ella.

La miré atónito.

–Cortemos por el bosque –la urgí–. Arribaremos más pronto a Thorgate.
–El bosque es peligroso –replicó.

Seguimos por los páramos.

–Yo querría que este momento durara siempre –murmuré.
–Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres –afirmó Ulrica y, para aminorar el énfasis, me pidió que le repitiera mi nombre, que no había oído bien.
–Javier Otárola –le dije.

Quiso repetirlo y no pudo. Yo fracasé, parejamente, con el nombre de Ulrikke.

–Te llamaré Sigurd –declaró con una sonrisa.
–Si soy Sigurd –le repliqué–, tú serás Brynhild.

Había demorado el paso.

–¿Conoces la saga? –le pregunté.
–Por supuesto –me dijo–. La trágica historia que los alemanes echaron a perder con sus tardíos Nibelungos.

No quise discutir y le respondí:

–Brynhild, caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho.

Estábamos de golpe ante la posada. No me sorprendió que se llamara, como la otra, el Northern Inn.

Desde lo alto de la escalinata, Ulrica me gritó:

–¿Oíste al lobo? Ya no quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.

Al subir al piso alto, noté que las paredes estaban empapeladas a la manera de William Morris, de un rojo muy profundo, con entrelazados frutos y pájaros. Ulrica entró primero. El aposento oscuro era bajo, con un techo a dos aguas. El esperado lecho se duplicaba en un vago cristal y la bruñida caoba me recordó el espejo de la Escritura. Ulrica ya se había desvestido. Me llamó por mi verdadero nombre, Javier. Sentí que la nieve arreciaba. Ya no quedaban muebles ni espejos. No había una espada entre los dos. Como la arena se iba el tiempo. Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica.


en El libro de arena, 1975

miércoles, 2 de julio de 2008

"Ciudad de cristal", de Paul Auster


Fragmento inicial

1



Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él. Mucho más tarde, cuando pudo pensar en las cosas que le sucedieron, llegaría a la conclusión de que nada era real excepto el azar. Pero eso fue mucho más tarde. Al principio, no había más que el suceso y sus consecuencias. Si hubiera podido ser diferente o si todo estaba predeterminado desde que la primera palabra salió de la boca del desconocido, no es la cuestión. La cuestión es la historia misma, y si significa algo o no significa nada no es la historia quien ha de decirlo.


En cuanto a Quinn, no es preciso que nos detengamos mucho. Quién era, de dónde venía y qué hacía tienen poca importancia. Sabemos, por ejemplo, que tenía treinta y cinco años. Sabemos que había estado casado, que había sido padre y que tanto su esposa como su hijo habían muerto. También sabemos que escribía libros. Para ser exactos, sabemos que escribía novelas de misterio. Escribía estas obras con el nombre de William Wilson y las producía a razón de una al año aproximadamente, lo cual le proporcionaba suficiente dinero para vivir modestamente en un pequeño apartamento en Nueva York. Como no dedicaba más de cinco o seis meses a una novela, el resto del año estaba libre para hacer lo que quisiera. Leía muchos libros, miraba cuadros, iba al cine. En verano veía los partidos de béisbol en la televisión; en invierno iba a la ópera. Más que ninguna otra cosa, sin embargo, le gustaba caminar.


Casi todos los días, con lluvia o con sol, con frío o con calor, salía de su apartamento para caminar por la ciudad, sin dirigirse a ningún lugar concreto, sino simplemente a donde le llevaran sus piernas.


Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a sí mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la obligación de pensar. Y eso, más que nada, le daba cierta de paz, un saludable vacío interior. El mundo estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y la velocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su atención en ninguna cosa por mucho tiempo. El movimiento era lo esencial, el acto de poner un pie delante del otro y permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito, todos los lugares se volvían iguales y daba igual dónde estuviese. En sus mejores paseos conseguía sentir que no estaba en ningún sitio. Y esto, en última instancia, era lo único que pedía a las cosas: no estar en ningún sitio. Nueva York era el ningún sitio que había construido a su alrededor y se daba cuenta de que no tenía la menor intención de dejarlo nunca más.


En el pasado Quinn había sido más ambicioso. De joven había publicado varios libros de poesía, había escrito obras de teatro y ensayos críticos y había trabajado en varias traducciones largas. Pero bruscamente había renunciado a todo eso. Una parte de él había muerto, dijo a sus amigos, y no quería que volviera a aparecérsele. Fue entonces cuando adoptó el nombre de William Wilson. Quinn ya no era la parte de él capaz de escribir libros, y aunque en muchos sentidos Quinn continuaba existiendo, ya no existía para nadie más que para él.


Había seguido escribiendo porque era lo único que se sentía capaz de hacer. Las novelas de misterio le parecieron una solución razonable. Le costaba poco inventar las intrincadas historias que requerían y escribía bien, a menudo a pesar de sí mismo, como sin hacer ningún esfuerzo. Dado que no se consideraba autor de lo que escribía, tampoco se sentía responsable de ello, y por lo tanto no estaba obligado a defenderlo en su corazón. William Wilson, después de todo, era una invención, y aunque había nacido dentro del propio Quinn, ahora llevaba una vida independiente. Quinn le trataba con deferencia, a veces incluso con admiración, pero nunca llegó al punto de creer que él y William Wilson fueran el mismo hombre. Por esta razón no asomaba por detrás de la máscara de su seudónimo. Tenía un agente, pero nunca le veía. Sus contactos se limitaban al correo, y con ese propósito Quinn había alquilado un apartado en la oficina de correos. Lo mismo ocurría con el editor, que le pagaba todos sus honorarios y derechos a través del agente. Ningún libro de William Wilson incluía una fotografía del autor o una nota biográfica. William Wilson no aparecía en ninguna guía de escritores, no concedía entrevistas y todas las cartas que recibía las contestaba la secretaria de su agente. Que Quinn supiera, nadie conocía su secreto. Al principio, cuando sus amigos se enteraron de que había dejado de escribir, le preguntaban de qué pensaba vivir. Él les contestaba a todos lo mismo: que había heredado un fondo fiduciario de su esposa. Pero la verdad era que su esposa nunca había tenido dinero. Y la verdad era que él ya no tenía amigos.


Hacía ya más de cinco años. Ya no pensaba mucho en su hijo y recientemente había quitado la fotografía de su mujer de la pared. De vez en cuando, sentía de repente lo mismo que cuando tenía al niño de tres años en sus brazos, pero eso no era exactamente pensar, ni siquiera era recordar. Era una sensación física, una impronta que el pasado había dejado en su cuerpo y sobre la cual él ya no tenía control. Estos momentos se producían cada vez con menos frecuencia y en general parecía que las cosas habían empezado a cambiar para él. Ya no deseaba estar muerto. Al mismo tiempo, no se puede decir que se alegrara de estar vivo. Pero por lo menos no le molestaba. Estaba vivo, y la persistencia de este hecho había empezado poco a poco a fascinarle, como si hubiera conseguido sobrevivirse, como si en cierto modo estuviera viviendo una vida póstuma. Ya no dormía con la lámpara encendida y desde hacía muchos meses no recordaba ninguno de sus sueños.


Era de noche. Quinn estaba tumbado en la cama fumando un cigarrillo y escuchando el repiqueteo de la lluvia en la ventana. Se preguntó cuándo dejaría de llover y si por la mañana le apetecería dar un paseo largo o corto. Un ejemplar de los Viajes de Marco Polo yacía abierto boca abajo en la almohada, a su lado. Desde que había terminado la última novela de William Wilson dos semanas antes había estado haciendo el vago. Su detective narrador, Max Work, había resuelto una serie de complicados crímenes, había sufrido un buen número de palizas y había escapado por un pelo varias veces, y Quinn se sentía algo agotado por sus esfuerzos. A lo largo de los años Work sé había hecho íntimo de Quinn. Mientras William Wilson seguía siendo una figura abstracta, Work había ido cobrando vida. En la tríada de personajes en que Quinn se había convertido, Wilson actuaba como una especie de ventrílocuo, el propio Quinn era el muñeco y Work la voz animada que daba sentido a la empresa. Aunque Wilson fuera una ilusión, justificaba las vidas de los otros dos. Aunque Wilson no existiera, era el puente que le permitía a Quinn pasar de sí mismo a Work. Y, poco a poco, Work se había convertido en una presencia en la vida de Quinn, su hermano interior, su camarada en la soledad.


Quinn cogió el libro de Marco Polo y empezó a leer de nuevo la primera página. «Pondremos por escrito lo que vimos tal y como lo vimos, lo que oímos tal y como lo oímos, de modo que nuestro libro pueda ser una crónica exacta, libre de cualquier clase de invención. Y todos los que lean este libro o lo oigan puedan hacerlo con plena confianza, porque no contiene nada más que la verdad.» Justo cuando Quinn estaba empezando a reflexionar sobre el significado de las frases, a dar vueltas en la cabeza a su tajante firmeza, sonó el teléfono. Mucho más tarde, cuando pudo reconstruir los sucesos de aquella noche, recordaría que miró el reloj, vio que eran más de las doce y se preguntó por qué alguien le llamaría a esas horas. Pensó que lo más probable era que fuesen malas noticias. Se levantó de la cama, fue desnudo hasta el teléfono y cogió el auricular al segundo timbrazo.


—¿Sí?


Hubo una larga pausa al otro extremo de la línea y por un momento Quinn pensó que la persona que llamaba había colgado. Luego, como si viniera de muy lejos, le llegó el sonido de una voz distinta de todas las que había oído. Era a la vez mecánica y llena de sentimiento, apenas más alta que un murmullo y sin embargo perfectamente audible, y tan uniforme en el tono que no pudo saber si pertenecía a un hombre o a una mujer.


—¿Oiga? —dijo la voz.

—¿Quién es? —preguntó Quinn.

—¿Oiga? —repitió la voz.

—Le estoy escuchando —dijo Quinn—. ¿Quién es?

—¿Es usted Paul Auster? —preguntó la voz—. Quisiera hablar con el señor Paul Auster.

—Aquí no hay nadie que se llame así.

—Paul Auster. De la Agencia de Detectives Auster.

—Lo siento —dijo Quinn—. Debe haberse equivocado de número.

—Es un asunto de la máxima urgencia —dijo la voz.

—Yo no puedo hacer nada por usted —contestó Quinn—. Aquí no hay ningún Paul Auster.

—Usted no lo entiende —dijo la voz—. El tiempo se acaba.

—Entonces le sugiero que marque de nuevo. Esto no es una agencia de detectives.


Quinn colgó el teléfono. Se quedó de pie en el frío suelo, mirándose los pies, las rodillas, el pene fláccido. Durante un segundo lamentó haber sido tan brusco con la persona que llamaba. Podría haber sido interesante, pensó, seguirle la corriente durante un rato. Quizá podría haber averiguado algo del caso, quizá incluso le habría ayudado de alguna manera. «Tengo que aprender a pensar más deprisa cuando estoy de pie», se dijo.


Como la mayoría de la gente, Quinn no sabía casi nada de delitos. Nunca había asesinado a nadie, nunca había robado nada y no conocía a nadie que lo hubiese hecho. Nunca había estado en una comisaría de policía, nunca había conocido a un detective privado, nunca había hablado con un delincuente. Lo poco que sabía de esas cosas lo había aprendido en los libros, las películas y los periódicos. Sin embargo, no consideraba que eso fuera un obstáculo. Lo que le interesaba de las historias que escribía no era su relación con el mundo, sino su relación con otras historias. Ya antes de convertirse en William Wilson, Quinn era un devoto lector de novelas de misterio. Sabía que la mayoría de ellas estaban mal escritas, que la mayoría no podían resistir ni el examen más superficial, pero era la forma lo que le atraía, y sólo se negaba a leerlas cuando se trataba de una novela indescriptiblemente mala. Mientras que su gusto en otro tipo de libros era riguroso, exigente hasta la intransigencia, con estas obras no mostraba casi ninguna discriminación. Cuando tenía el estado de ánimo adecuado, le costaba poco leer diez o doce seguidas. Era una especie de hambre que se apoderaba de él, un ansia de una comida especial, y no paraba hasta que se sentía lleno.


Lo que le gustaba de esos libros era la sensación de plenitud y economía. La buena novela de misterio no tiene desperdicio, no hay ninguna frase, ninguna palabra que no sea significativa. E incluso cuando no es significativa, lo es en potencia, lo cual viene a ser lo mismo. El mundo del libro toma vida, bulle de posibilidades, de secretos y contradicciones. Dado que todo lo visto o dicho, incluso la cosa más vaga, más trivial, puede estar relacionada con el desenlace de la historia, es preciso no pasar nada por alto. Todo se convierte en esencia; el centro del libro se desplaza con cada suceso que lo impulsa hacia adelante. El centro, por lo tanto, está en todas partes, y no se puede trazar ninguna circunferencia hasta que el libro ha terminado.


El detective es quien mira, quien escucha, quien se mueve por ese embrollo de objetos y sucesos en busca del pensamiento, la idea que una todo y le dé sentido. En efecto, el escritor y el detective son intercambiables. El lector ve el mundo a través de los ojos del detective, experimentando la proliferación de sus detalles como si fueran nuevos. Ha despertado a las cosas que le rodean, como si éstas pudieran hablarle, como si, debido a la atención que les presta ahora, empezaran a tener un sentido distinto del simple hecho de su existencia. Detective privado. El término tenía un triple sentido para Quinn. No sólo era la letra «i», inicial de «investigador», era «I», con mayúscula, el diminuto capullo de vida enterrado en el cuerpo del yo que respira.(1) Al mismo tiempo era también el ojo físico del escritor, el ojo del hombre que mira el mundo desde sí mismo y exige que el mundo se le revele. Desde hacía cinco años Quinn vivía presa de este juego de palabras.


Por supuesto, hacía mucho tiempo que había dejado de considerarse real. Si seguía viviendo en el mundo era únicamente a distancia, a través de la persona imaginaria de Max Work. Su detective necesariamente tenía que ser real. La naturaleza de los libros lo exigía así. Aunque Quinn se hubiera permitido desaparecer, retirarse a los confines de una vida extraña y hermética, Work continuaba viviendo en el mundo de los demás, y cuanto más se desvanecía Quinn, más persistente se volvía la presencia de Work en ese mundo. Mientras Quinn tendía a sentirse fuera de lugar en su propia piel, Work era agresivo, rápido en sus respuestas y ágil para adaptarse a cualquier lugar. Las mismas cosas que a Quinn le causaban problemas, Work las daba por sentadas y superaba sus complejas aventuras con una facilidad y una indiferencia que nunca dejaban de impresionar a su creador. No era precisamente que Quinn deseara ser Work, ni siquiera ser como él, pero le daba seguridad fingir que era Work mientras escribía sus libros, saber que tenía la capacidad de ser Work si alguna vez se decidía a ello, aunque sólo fuera en su mente.


Esa noche, mientras finalmente se iba quedando dormido, Quinn trató de imaginar qué le habría dicho Work al desconocido del teléfono. En su sueño, que más tarde olvidó, se encontraba solo en una habitación disparando con una pistola contra una pared blanca y desnuda.


A la noche siguiente le pilló desprevenido. Pensaba que el incidente había terminado y no esperaba que el desconocido volviera a llamar. Casualmente, estaba sentado en el retrete, en el acto de expulsar un cagallón, cuando sonó el teléfono. Era algo más tarde que la noche anterior, faltaban diez o doce minutos para la una. Quinn acababa de llegar al capítulo que cuenta el viaje de Marco Polo desde Pekín a Amoy y el libro estaba abierto sobre su regazo mientras él hacía sus necesidades en el diminuto cuarto de baño. Recibió el timbrazo del teléfono con clara irritación. Contestar rápidamente significaría levantarse sin limpiarse y detestaba cruzar el apartamento en ese estado. Por otra parte, si terminaba lo que estaba haciendo a la velocidad normal, no llegaría a tiempo al teléfono. A pesar de ello, Quinn se descubrió renuente a moverse. El teléfono no era su objeto favorito y más de una vez había considerado la posibilidad de deshacerse del suyo. Lo que más le desagradaba era su tiranía. No sólo tenía el poder de interrumpirle en contra de su voluntad, sino que inevitablemente obedecía sus órdenes. Esta vez decidió resistirse. Al tercer timbrazo, su intestino se había vaciado. Al cuarto timbrazo había conseguido limpiarse. Al quinto, se había subido los pantalones, había salido del cuarto de baño y estaba cruzando tranquilamente el apartamento. Contestó el teléfono después del sexto timbrazo, pero no había nadie al otro extremo de la línea. La persona que llamaba había colgado.


La noche siguiente estaba preparado. Tumbado en la cama, leyendo cuidadosamente las páginas del Sporting News, esperó a que el desconocido llamara por tercera vez. De vez en cuando, presa de los nervios, se levantaba y paseaba por el apartamento. Puso un disco —la ópera de Haydn El hombre en la luna— y la escuchó de principio a fin. Esperó y esperó. A las dos y media finalmente renunció y se fue a dormir.


Esperó la noche siguiente, y también la otra. Justo cuando estaba a punto de abandonar su plan, comprendiendo que se había equivocado en todas sus suposiciones, el teléfono sonó de nuevo. Era el diecinueve de mayo. Recordaría la fecha porque era el aniversario de boda de sus padres —o lo habría sido, si hubieran estado vivos— y su madre le había dicho una vez que él había sido concebido en su noche de bodas. Este hecho siempre le había atraído —poder conocer con precisión el primer momento de su existencia— y a lo largo de los años había celebrado privadamente su cumpleaños ese día. Esta vez era un poco más temprano que las otras dos noches —aún no eran las once— y cuando alargó la mano para coger el teléfono supuso que sería otra persona.


—¿Diga? —dijo.


De nuevo hubo un silencio al otro lado. Quinn supo inmediatamente que era el desconocido.


—¿Diga? —repitió—. ¿Qué desea?

—Sí —dijo la voz al fin. El mismo susurro mecánico, el mismo tono desesperado—. Sí. Es necesario ahora. Sin dilación.

—¿Qué es necesario?

—Hablar. Ahora mismo. Hablar ahora —mismo. Sí.

—¿Y con quién quiere usted hablar?

—Siempre el mismo hombre. Auster. El hombre que se hace llamar Paul Auster.


Esta vez Quinn no vaciló. Sabía lo que iba a hacer, y ahora que había llegado el momento, lo hizo.


—Al habla —dijo—. Yo soy Auster.

—Al fin. Al fin le encuentro.


Oyó el alivio en la voz, la calma tangible que repentinamente la inundó.


—Exactamente —dijo Quinn—. Al fin. —Hizo una pausa para dejar que las palabras penetraran, tanto en él como en el otro—. ¿Qué desea?

—Necesito ayuda —dijo la voz—. Hay gran peligro. Dicen que usted es el mejor para estas cosas.

—Depende de a qué cosas se refiera.

—Me refiero a la muerte. Me refiero a la muerte y el asesinato.

—Ésa no es exactamente mi especialidad —dijo Quinn—. No voy por ahí matando gente.

—No —dijo la voz, malhumorada—. Quiero decir lo contrario.

—¿Alguien va a matarle a usted?

—Sí, matarme. Eso es. Van a asesinarme.

—¿Y quiere usted que yo le proteja?

—Que me proteja, sí. Y que encuentre al hombre que va a hacerlo.

—¿No sabe usted quién es?

—Lo sé, sí. Claro que lo sé. Pero no sé dónde está.

—¿Puede usted explicarme el asunto?

—Ahora no. Por teléfono no. Hay gran peligro. Debe usted venir aquí.

—¿Qué le parece mañana?

—Bien. Mañana. Mañana temprano. Por la mañana.

—¿A las diez?

—Bien. A las diez. —La voz le dio una dirección en la calle Sesenta y nueve Este—. No lo olvide, señor Auster. Tiene que venir.

—No se preocupe —dijo Quinn—. Allí estaré.



Nota

(1) Este párrafo es intraducible. En argot al detective privado se le llama private eye, que significa «ojo privado». Además, la palabra eye se pronuncia igual que la letra i, que, escrita con mayúscula, significa «yo». (N. de la T.).


martes, 1 de julio de 2008

“Armas biológicas y Bioterrorismo”, de Amalia Pacheco


El bioterrorismo ha causado conmoción en los últimos años, sin embargo, muchos siglos atrás, estas armas biológicas ya habían sido utilizadas por el hombre para su propia destrucción en las antiguas guerras. Es el caso de los Tártaros, que en el siglo XIV lanzaron cadáveres infectados con la Peste (enfermedad causada por la bacteria Yersinia Pestis) por medio de catapultas hacia la ciudad de Kaffa. Algo parecido ocurrió en la guerra franco-india (1754-1763) por el dominio de lo que hoy conocemos como Canadá, en donde el ejército Británico obsequió a los indios frazadas con las que habían sido abrigados enfermos de viruela. Los romanos lanzaban animales muertos en las provisiones de agua de los enemigos, sin embargo esto significó sólo el comienzo de la utilización de armas biológicas con el objetivo de una “destrucción masiva”. Estos microorganismos, hoy en día, por medio de la tecnología existente, son capaces de provocar una epidemia de alcances alarmantes.


¿En qué consiste un arma biológica? Como su nombre lo indica, son microorganismos vivos, existentes normalmente en el medio ambiente, los cuáles pueden, o no, haber sido adaptados y alterados genéticamente para ser inmunes ante los antídotos o vacunas ya existentes contra ellos. Tales microorganismos, que pueden ser: virus, hongos, bacterias, o sus toxinas, tienen las características de ser altamente letales, con la particularidad de que bajas dosis dan lugar a la enfermedad (de fácil transmisión), ya sea por medio de agua (tularemia), aire (ántrax), alimentos (botulismo), o de persona a persona. La existencia de medidas profilácticas, o terapéuticas, también es muy importante (como en el caso de la viruela, que desde su erradicación no se contempla en el esquema de vacunación de ningún país occidental), y una característica fundamental es la módica cantidad de dinero que se necesita para producirlas, (aproximadamente 100 veces más baratas que una bomba atómica), además la sencilla pericia de su producción. Por lo tanto la elaboración de virus y bacterias se puede dar en un laboratorio barato y de baja tecnología, lo cuál es inverso en la producción de bombas atómicas, por ejemplo, donde la complejidad de las ciencias aplicadas a sus laboratorios permite la detección de los mismos por medio de satélites especializados. Por esto, cualquier nación es capaz de producir microorganismos capaces de ser fuente significativa de un arma biológica.


En fechas recientes cabe mencionar que el ántrax ha sido la bacteria más utilizada en almacenamiento biológico de destrucción masiva. Una prueba fue la explosión que accidentalmente liberó sólo unos miligramos de las esporas del Bacillus antracis en Sverdlovsk, en la ex Unión Soviética, el 2 de Abril de 1979, pocos días después, 96 personas enfermaron de ántrax y 69 murieron. En la Primera Guerra Mundial, Alemania la utilizó contra el ganado de las fuerzas aliadas: España, Noruega, Argentina y Rumania. Por otro lado, la bacteria causante de la Tularemia se utilizó contra Alemania en la Segunda Guerra Mundial, por los Estados Unidos. Sin embargo el auge de las armas biológicas se dio lugar durante la guerra fría, en las décadas de los años 50 y 60, sobre todo en países como Canadá, Unión soviética, Reino Unido y Estados Unidos.


El año 1972 surgió un tratado, durante la Convención de Armas Tóxicas y Biológicas, donde se prohíbe el uso y desarrollo de éstas. El tratado fue firmado por 140 naciones aproximadamente. Sin embargo, hoy se sospecha que algunos países como China, Vietnam, Laos, India, Bulgaria, Taiwán, Siria, Cuba, y sobre todo Corea del Norte, Japón, Estados Unidos e Irán además de algunos países que pertenecían a la Unión Soviética aún ejercen el proceso de elaboración de armamento biológico, con grandes cantidades almacenadas. En 1995, Irak declaró haber examinado el uso perjudicial del ántrax, con la posterior producción de sus esporas. De ésta manera se observa la debilidad de éste tratado, el cuál no cuenta con un elemento de control o verificación del cumplimiento de este acuerdo.


Prácticamente cualquier agente patógeno es capaz de ser manejado con el fin de dar lugar a un arma biológica, sin embargo, no todos cuentan con las características mencionadas anteriormente. Según la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), son de 31 a 39 agentes los que han sido contabilizados como potencialmente útiles para crear un arma biológica, siendo algunos de ellos la peste, botulismo, tularemia, fiebre amarilla, el ébola (fiebre hemorrágica), la influenza, la viruela y el ántrax, siendo los dos últimos los más fácilmente alterables, o reproducibles.


Es necesario construir métodos eficaces de fiscalización y control (algo impensable en el caso de Estados Unidos, quien fiscaliza y controla a todos, pero nadie lo controla a él como productor de armamento terrorista). Sin este control, y considerando el bajo costo de producción y relativa facilidad de manejo e implante, la posibilidad de un desastre mayor (o de varios pequeños y medianos) es cercana y real. De alguna manera es imprescindible exigir, a los países productores, transparencia y honestidad en sus fases de experimentación, análisis y producción biológica. Aún pensando en la facilidad de implementación de una forma de control, nos encontramos, una y otra vez, con la tosudez, prepotencia y fascismo norteamericano, que al parecer no está dispuesto a reducir su dominación en el resto del planeta.


Incluso con medidas de prevención (fabricación e investigación de vacunas, estudio de la información e identificación genética de los microorganismos, etc.) y los miramientos que la OMS ha dispuesto para contrarrestar la elaboración de armas biológicas, las masas se encuentran sumamente vulnerables a éste tipo de agresión en caso de una guerra biológica. El terrorismo tiene en sus manos una poderosa arma para provocar una catástrofe masiva, donde el planeta entero corre peligro.


La forma de actuar de algunos agentes potenciales en guerras biológicas, medicina terrorista, o utilizados a través de la historia, son los siguientes:


Ántrax: Producido por la bacteria “bacillus antracis”. Es un bacilo gram positivo que produce esporas. Pertenece a la familia de agentes causales de tétanos, gangrena y botulismo. Es capaz de producir tres variedades de la enfermedad. Una de ellas, la cutánea, siendo muy común en algunos países, se adquiere al estar en contacto con esporas en los ojos o heridas. Raras veces es mortal. Otra variedad es la gastrointestinal. Al ingerir las esporas de ésta bacteria se produce una inflamación intestinal grave, con diarreas fuertes y vómitos sanguinolentos. Esta forma puede ser mortal hasta en un 60%. La forma pulmonar es la más rara, pero la más frecuentemente utilizada en bioterrorismo. Se adquiere al inhalar las esporas. Tiene una mortalidad de hasta el 95% de los casos en los primeros 1 a 3 días. La enfermedad se puede curar sólo con la administración de antibióticos dentro de las primeras 24 a 48 horas después del comienzo de los síntomas; siendo los más comunes la tos, dolor muscular, dolor de cabeza, de pecho, disnea, expectoración y otros síntomas prodrómicos. Por lo tanto es de difícil diagnóstico. El costo de devastar con ántrax un km cuadrado de territorio es aproximadamente de un dólar (en comparación de los 2000 dólares que costaría el hacerlo con armas convencionales). Éste ha sido el microorganismo más utilizado en la historia de las armas biológicas.


Viruela: Causada por un virión perteneciente a los “poxvirus”, es una enfermedad sumamente contagiosa (persona a persona), con una mortalidad cercana al 90%. Después de un periodo de incubación de alrededor de 9 días, surgen bruscamente síntomas como escalofríos, vómito y fiebre muy elevada, además de la aparición de lesiones hemorrágicas y pustulosas por toda la superficie corporal que se extienden hacia mucosas y órganos internos. Esta forma maligna (viruela negra), es la forma mayormente utilizada por los terroristas, y siempre es mortal. El último caso de viruela se presentó en Somalia, en 1977, y la OMS declaró a la viruela “erradicada” de la faz de la tierra en el año de 1980. Sin embargo aún existen dos laboratorios donde se encuentra una muestra letal del virus, uno de ellos, en Novosibirsk, Rusia, el otro, una vez nás, en el Centro de Control de Enfermedades (CDC), en Atlanta, Estados Unidos. Fue indicado a ésos países eliminarlas en 1999, sin embargo, tanto una como otra nación se negaron a hacerlo, debido a las sospechas de que uno de los dos continuaría almacenándolo como arma biológica. La población que se encuentra alrededor de los 20 años es particularmente susceptible a la viruela. Por otro lado, la vacuna no se encuentra en cantidades suficientes para enfrentar una epidemia. Además la vacunación por primera vez, en mayores de cuatro años, es capaz de producir una encefalitis postvaccinal con mortalidad del 40%. Como arma biológica supera al ántrax, es muy resistente y virulento, siendo capaz de permanecer incluso años en la ropa y otros objetos. Por lo tanto, un solo caso de viruela, sin tener averiguación de contagio, ya se considera como epidemia.


Ébola: Pertenece al género de los “filovirus”, siento uno de los más devastadores virus que existen. Se han descubierto tres subtipos que afectan a los humanos: ébola-Zaire, ébola-Sudán, y ébola-Ivony, además de otros subtipos que sólo afectan a los monos, (de ahí la teoría que su transmisión natural fue por zoonosis). El contagio se presenta de persona a persona, al inhalar gotitas aerotransportadoras del virus, o por medio de vectores (orina de roedores). Su mecanismo de acción no es del todo conocido, pero se cree que consiste en destrucción celular. Posterior al periodo de incubación (4 días a 2 semanas) comienzan lo síntomas, prodrómicos, como dolor muscular, de cabeza, fiebre, disminución del apetito; posteriormente se observa diarrea y vómitos graves, disminución de la coagulación, lo cuál está relacionado con hemorragias internas (de las mucosas y órganos, incluyendo cerebro), por lo tanto existen sangrados nasales y de los oídos. En las fases avanzadas, el vómito conjuntamente presenta sangre y contenido de órganos desintegrados. No existe tratamiento para el ébola, sólo el aislamiento de los infectados. La enorme virulencia, la veloz y amplia mortalidad, hacen a esta enfermedad especialmente llamativa para fines terroristas.


Peste (plaga): En la historia de la humanidad la Plaga ha tenido un impacto profundo, ya que fue una de las grandes epidemias de la historia, en el año 541, la pandemia comenzó en Egipto, con la posterior diseminación al resto del mundo, la cuál tuvo una duración de 4 años aproximadamente, dando lugar a una pérdida del 50-60% de la población existente. Ulteriormente, en el año de 1346, sobrevino otra Plaga (conocida como Muerte Negra) que mató a cerca de 13 millones de personas. Esta enfermedad se da a lugar por el bacilo “Yersinia Pestis”. Se transfiere naturalmente por contacto con roedores o sus pulgas infectadas (mordedura, o picadura), provocando la llamada enfermedad Peste bubónica (la palabra bubón, término griego que significa ingle), donde se forma una tumefacción dolorosa por la gran proliferación de bacterias en ganglios inguinales y axilares. Después de un periodo de incubación de 1 a 6 días, la bacteria sale de los ganglios y se propaga por los órganos y sangre, ésta se torna color negro, dejando manchas bajo la piel. Su alta mortalidad y la gran resistencia al calor convierten al bacilo de la peste en objeto de elección para la elaboración de un arma biológica. Incluso, durante los años 60’s, Estados unidos y la Unión Soviética crearon programas de armas biológicas con la fabricación en aerosol de las partículas de la Plaga (de ésta forma se provocarían neumonías). La forma pulmonar en la naturaleza es rara, 1% de los casos contra 80% de la forma ganglionar y 5% de la forma cutánea, la cual origina manchas hemorrágicas azulosas, colapso de las arterias y un curso mortal (Muerte Negra). Sin embargo, en un ataque terrorista la manera de acometer sería aérea, con la inhalación de las partículas, produciendo neumonía grave, acompañada de tos con sangre y cianosis; forma sumamente contagiosa y mortal. Si se diseminaran 50 Kg. de Yersinia Pestis en aerosol sobre una ciudad, daría lugar a 150.000 casos de neumonía aguda, con una mortandad del 25%. Existe una vacuna efectiva para prevenir la Peste bubónica, sin embargo no está disponible en suficiente cantidad ante un ataque terrorista de grandes dimensiones.


Botulismo: El mecanismo de daño de esta bacteria ocurre al ingerir su toxina, (la cuál se libera durante la autólisis de la bacteria); siendo probablemente la más peligrosa de todas, ya que se necesitan de 1 a 2 ug de la misma para causar la muerte. Al llegar el tóxico a su destino, la terminal nerviosa impide la salida de neurotrasmisores, dando como resultado parálisis flácida. La toxina es altamente resistente al calor, fácil de manipular, transportar y conservar. Después de un periodo de incubación de 18 a 24 horas, produce trastornos para hablar, ver o deglutir. En un periodo de horas la parálisis evoluciona hasta el centro controlador de la respiración y origina la muerte. En forma natural se encuentra en alimentos ahumados, al vacío, o enlatados sin cocinar. Aunque es enormemente baja la cantidad de toxina necesaria para producir los efectos citados anteriormente, para provocar una catástrofe masiva, son necesarias grandes cantidades del mismo, por lo tanto su selección como armamento biológico no adquiere el interés de la mayoría de los grupos terroristas.


martes, 3 de junio de 2008

“Los meridianos y el calendario”, de Julio Verne

Intervención dirigida a la Sociedad Geográfica (sesión del 4 de abril de 1873), en respuesta a la pregunta de los señores Hourier y Faraguet, ambos interesados por conocer en qué meridiano ocurre el cambio de un día a otro del calendario civil.

Señores...

Se me ha encomendado por la Comisión central de la Sociedad Geográfica responder a una pregunta muy interesante que ha sido formulada simultáneamente, por una parte, por el señor Hourier, ingeniero civil, y, por la otra, por el señor Faraguet, ingeniero jefe de los Puentes y Carreteras de Lot-et-Garonne. Creo que no sea necesario ver más que una simple coincidencia entre estas cartas y la publicación del libro titulado La vuelta al mundo en ochenta días, que publiqué hace tres meses; y para introducir la cuestión que nos concierne, les pediré permiso para citar las líneas que terminan esta obra.

Se trata de esta situación muy singular -de la cual Edgar Poe ha sacado partido en un cuento titulado Tres domingos por semana-, se trata, digo, de esta situación ocurrida a los viajeros que lleven a cabo la vuelta al mundo, sea yendo hacia el Este, sea dirigiéndose hacia el Oeste. En el primer caso, han ganado un día; en el segundo, lo han perdido, luego de haber regresado al punto de partida.

«En efecto -he dicho-, marchando hacia Oriente, Phileas Fogg (este es el héroe del libro) iba al encuentro del Sol, y por lo tanto, los días disminuían para él tantas veces cuatro minutos como grados recorría. Hay 360 grados en la circunferencia, los cuales, multiplicados por cuatro minutos, dan precisamente veinticuatro horas, es decir, el día inconscientemente ganado. En otros términos: mientras Phileas Fogg, marchando hacia Oriente, vio el Sol pasar ochenta veces por el meridiano, sus colegas de Londres no lo habían visto más que setenta y nueve».

La pregunta se formula entonces así, y sólo me bastará resumirla en pocas palabras. Todas las veces que se lleve a cabo la vuelta al globo yendo hacia el Este, se gana un día. Todas las veces que se dé la vuelta al mundo yendo hacia el Oeste, se pierde un día, es decir esas 24 horas en que el sol, en su movimiento aparente, da la vuelta a la tierra, y este es, cualquiera que sea, el tiempo que se emplea para llevar a cabo el viaje.

Este resultado es tan real, que la administración de la marina otorga un día de ración suplementaria a sus navíos que, saliendo de Europa, doblan el Cabo de Buena Esperanza, y retira, por otra parte, un día de ración a todos los que doblan el Cabo de Hornos. De dónde se puede sacar una explicación a esta consecuencia tan rara de que los marinos que van hacia el Este estén mejor alimentados que aquellos que van hacia el Oeste. En efecto, cuando todos lleguen al punto de partida, aun cuando han vivido la misma cantidad de minutos, unos han hecho un desayuno, una comida y una cena más que los otros. A esto se responderá que estos han trabajado un día de más. Sin dudas, pero no han vivido más que los otros.

Es entonces evidente, señores, que de este asunto sobre el día perdido o el día ganado, siguiendo la dirección lógica, debe por tanto concluirse que este cambio de fecha debe verificarse en un punto cualquiera del globo. Pero, ¿cuál es este punto? Tal es el problema a resolver, y no se asombrarán que esto haya despertado la atención de los autores de las dos cartas. Estas dos cartas pueden, en suma, resumirse de la siguiente manera: Sí, hay un meridiano privilegiado sobre el cual se lleva a cabo la transición, dice el señor Faraguet. ¿Dónde está ese meridiano privilegiado?, pregunta el señor Hourier.

Antes que nada, señores, diré que es difícil de responder desde el punto de vista puramente cosmográfico. ¡Ah!, si los señores Hourier y Faraguet pudiesen hacerme saber sobre qué horizonte el Sol se levantó en los primeros días de la creación, si conociesen el meridiano del globo sobre el cual el mediodía se estableció por primera vez, la pregunta sería fácilmente resuelta, y yo les diría: Ese primer meridiano es el meridiano privilegiado que determina el señor Faraguet y que reclama el señor Hourier. Pero, ninguno de estos ingenieros han sido lo suficientemente primitivos para ver la primera elevación del radiante astro; no pueden entonces decirme cuál es este primer meridiano, y ahora, abandonando por este momento la cuestión científica, paso a la cuestión práctica que trataré de dilucidar en algunas palabras.

De esta consecuencia de que se gana un día por el Este y se pierde por el Oeste, se deriva un equívoco que se ha mantenido durante mucho tiempo. Los primeros navegadores habían impuesto, y esto de forma inconsciente, su calendario a las nuevas regiones. De forma general se contaban los días en dependencia de que los países hubieran sido descubiertos por el Este o por el Oeste. Los europeos, al llegar a estas regiones desconocidas habitadas por los indígenas que no se preocupaban ni de los días ni de las fechas en las cuales se comían a sus semejantes, los europeos, repito, imponían su calendario, y todo quedaba dicho. Así durante siglos se fechó a Canton tomando como punto de partida la llegada de Marco Polo, y a las Filipinas por la de Magallanes. Pero el error de concordancia de los días debía crear problemas en la práctica comercial. De esta forma, desde hace unos veinte años, en una época que no puedo fijar, pero que nuestro eminente colega, el señor almirante de Paris, podría indicar, se decidió llevar definitivamente a Manila el calendario europeo, que regularizó la situación y creó, por así decir, un calendario oficial. Agregaré que existía desde hace mucho tiempo, en la práctica, un meridiano compensador, que era el 180 contado a partir del meridiano 0, sobre el cual están reglados los cronómetros de a bordo, sea Greenwich por el Reino Unido, París por Francia o Washington por los Estados Unidos.

He aquí, en efecto, lo que traduje del periódico inglés Nature, al cual se le dirigió, en 1872, la pregunta formulada por los dos honorables ingenieros: «La pregunta del señor Pearson, en el número del 28 de germinal (Séptimo mes del calendario republicano francés, cuyos días primero y último coincidían, respectivamente, con el 21 de marzo y el 19 de abril) del periódico Nature, no admite una respuesta exacta o científica, debido a que no hay una línea natural de demarcación o cambio, y el establecimiento de esta línea es completamente una cuestión de uso o conveniencia. No hace muchos años atrás las fechas de Manila y de Macao eran diferentes, y hasta la cesión del territorio de Alaska a los americanos, las fechas de allí diferían de las del cercano territorio de la América inglesa. La regla aceptada ahora es que los lugares que se hallan en longitud oriental se fechen como si se hubiese llegado hasta allí por el Cabo de Buena Esperanza, y que aquellos que estén situados en longitud occidental se fechen como si se hubiese llegado por el Cabo de Hornos. Esta regla se hace prácticamente conveniente debido a la longitud del Océano Pacífico. Así entonces, el capitán de un navío tiene por hábito cambiar la fecha de su libro de a bordo al atravesar el meridiano 180, agregando o restando un día siguiendo a la dirección en la que va; pero el capitán que sólo atraviesa este meridiano para regresar sobre sus pasos, no modifica su fecha, de tal suerte que pueden y deben encontrarse, de vez en cuando, capitanes que tengan fechas diferentes. Un ejemplo muy notorio de este efecto tuvo lugar durante la guerra de Rusia, cuando nuestra escuadra del Pacífico alcanzó a la escuadra de China en las costas de Kamtchatka».

La cita que acabo de hacer, señores, debe hacerles prejuzgar la solución posible que vamos a dar. Acabo de tratar esta pregunta desde el punto de vista histórico, después desde el punto de vista práctico; pero, ¿está resuelta científicamente? No, aunque su solución se encuentra indicada en la carta del señor Faraguet. Para resolverla completamente, permítanme entonces, señores, citar una carta que me dirigió personalmente uno de nuestros más grandes matemáticos, el señor J. Bertrand, del Instituto.

«Nuestra conversación de ayer me ha dado la idea de un problema que a continuación enuncio: Un señor, provisto de medios de transporte suficientes, sale de París un jueves al mediodía; se dirige hacia Brest, de allí a Nueva York, a San Francisco, Yedo, etc., y regresa a París luego de 24 horas de viaje, a razón de 15 grados la hora. En cada estación, pregunta: ¿Qué hora es? Le responden invariablemente: mediodía. Luego pregunta: ¿En que día de la semana vivimos? En Brest, le responden jueves; en Nueva York, igualmente; pero al regresar, en Pontoise, por ejemplo, le responden viernes. ¿Dónde ocurrió la transición? ¿Sobre qué meridiano nuestro viajero, si es buen católico, puede y debe lanzar el jamón que se convierte en prohibido? Es evidente que la transición debe ser brusca. Ocurrirá en el mar o en los países que ignoran el nombre de los días de la semana. Pero supongan la existencia de un paralelo entero sobre el continente y habitado por pueblos civilizados que hablan la misma lengua y se someten a las mismas leyes; habrá dos vecinos, separados por una línea imaginaria, y uno de ellos dirá hoy al mediodía: vivimos el jueves; y el otro afirmará: vivimos el viernes. Suponga, por otra parte, que uno habite en Sevres y el otro en Bellevue. No habrán vivido ocho días en esta situación sin llegar a entenderse sobre el calendario; el equívoco cesará entonces, pero renacerá por otra parte, y se le hará un movimiento perpetuo en el diccionario de los días de la semana».

Esta carta, señores, a la vez muy lógica y muy espiritual, me parece resolver de una manera categórica la pregunta formulada a la Sociedad Geográfica.

Sí, el equívoco existe, pero existe en el estado latente por así decir. Sí, si un paralelo atravesase los continentes habitados, habría desacuerdo entre los habitantes de este paralelo. Pero parece que la previsora naturaleza no ha querido dar a los humanos una causa suplementaria de discusiones. Ha puesto prudentemente entre las grandes naciones, los desiertos y los océanos. La transición del día ganado al día perdido se hace de una manera inconsciente en estos mares que separan los pueblos; pero el equívoco no puede ser constatado, porque los navíos se mueven y no permanecen inmóviles sobre estos largos desiertos.

No hace falta insistir más, señores, y me resumiré diciendo.

Desde el punto de vista práctico: El acuerdo del calendario a usar, que ha sido resuelto, con la adopción del mismo en Manila. Los capitanes cambian la fecha de sus libros de a bordo cuando pasan el meridiano 180, es decir la prolongación del meridiano regulador que fija su cronómetro.

Desde el punto de vista científico: La transición se hace sin brusquedad, inconscientemente, sea sobre los desiertos, sea sobre los océanos que separan los países habitados.

No tendremos entonces en el futuro el doloroso espectáculo de dos pueblos civilizados yendo a la guerra y batiéndose por el honor de un calendario nacional.

lunes, 2 de junio de 2008

Tres poemas de Eduardo Espina



Razón de todas las cosas
(Los amantes antes y después)

De tal manera imaginaria, las cosas sucedían
para que todo fuera a deshora en lo desusado:
la racha entrometida del dedo en el deshabillé,
las alabanzas a la blusa azul al soltarla hasta el
desacato de desabotonar de las polainas a las
bragas en remedo de ilusiones todo lo demás,
y así, la castidad a su holocausto, él, y el final.
Aposento de sentidos por la planicie inicial y
en plena siembra sin darse por vencido, pero
igual, no. Nadie en la dicha más de la cuenta.
El cuerpo importa a partir del arte por detrás.
Una idea se da, puede ser donde menos sabe.
Todo nombra, la piel a solas cede a los labios.
Está la realidad para decir adiós hace un rato.
En la ducha los afeites hermosean el enredo
y regresa el agua a la noche donde se bañan.
El amor es la única imposibilidad necesaria.



Lengua materna
(Está escrito y entonces se escucha)

La mirada sueña su ser sin ser cierto.
Nada imprescindible es inversamente
proporcional: el uso sacia lo silvestre,
el empolvado a la par de la apariencia.
Hace un rato y en el país aún paisajes.
Las palabras preguntan por las plantas
en lo que no podrían responder, ¿y si
lo son? Abruma un deslumbramiento,
y dentro de la casa casi una situación;
la casa, ese espejo para pecar después.
Todo lo nuevo tendrá redor de urracas,
librada membrana adonde despertarse.
Corre a sus ansias una visión valiente:
el río sagrado en lugar de los hogares,
la velocidad del oro en aras del viento.
Entre tanto el árbol del tabú osó soltar
azores por las montañas nunca únicas,
pasó el pulso del papiro a la memoria
al morir la hora entre la ausencia y un
espesor infinito: algo todavía por ipar
y pare al alba el hábitat la sílfide feliz.
Raspa por el paisaje lo que no es poca
cosa y la costumbre de obrar en breve.
Ya el tiempo o regresa la idea a su lid,
regla grave para agregar a los agüeros.
Detrás del austro otro estruendo atraen
distraído por traer a las horas el drama.
Entre hoy y ya pasaron varias semanas,
quede para el domingo lo interminable,
el perfume cuya forma fue la felicidad.
Algún rato será mientras el aura ocurra,
rápido rasgando la suerte de herraduras
cuando a ras la siembra reciente roza al
sauce en los cielos pero sin nunca serlo:
nada simple es similar a la próxima vez.
¿O ha de ser el infinito, puro fin, de qué
y qué ha sido del silencio al asomar ahí?
Altura callada, hada del más dócil nido
de voz a variar con la voluntad del tala.
Tilos, hielo, años de ñandubay como va
único el corazón del agua a darles caza,
y zarzales al hacer del azur el resultado
y razones para las zorras en la cerrazón.
Va por tal porvenir el dorado anuro, va
la paja al pico en su pájaro, gira airado,
a lo invencible viaja antes de saber esto.
Ah del aire a solas como punto de vista.
Cimas, alma para no dejar de parecerse
al cierzo donde tanto está que ya estaba.
Rumbo de madréporas, de mirar encima
la misma similitud de sol cerca del lirio.
Sea hasta turbar fuera una esfera infinita
contra la fronda que en canéfora viajara
por ver el verano esperando al pampero,
plan inmóvil que la paz puso en peligro.
Oh del tiempo para después de los días
dados a la penúltima idea que les diera,
lingua, gualicho, noche de yutes chatos
siempre y cuando en el tranco aprenda.
Es por eso de pagarle a la belleza lares.
Pero no todo embellecimiento hablará
de lo oblicuo en la arboleda: el bosque
bañado de vencejos, da el visto bueno;
está la luna para que luego la explique.
En la gema del ojo grazna lo agrietado.
Dentro, lo que no es nada, deja de ser.



La tortuga de Zenón
(En la quietud la velocidad duerme)

Lo íntimo atrae a la intemperie.
Rastro a ras de la escolopendra
y algo de logos en la caparazón.
A su paso piensan las paralelas,
viene el viento con un vendaval,
viene para que la vida no lo vea.
Feliz remordimiento de la razón.
Una rapidez tal cual la luna sale
mientras la sed decía no esperes,
sé de otros, no de ti ni tan ahora.
Anda, última alma del galápago,
que ya grazna el peso anacarado,
un país de piel aparte ya de otros.
Fue la felicidad del día indebido,
de cuál si entonces fueron todos.
¿Jueves? aunque digan, fue lunes.
Era más bien por aquel entonces.
El uso osado de la similitud hizo
a ciegas, lo que salva cedió a su
raza la tosudez de sentirse culta,
sacra en tregua por lo predilecta
dándole oportunidad al traspiés,
a la pata pobre con poco Platón.
Caso de poca longitud y ajetreo
a merced del ser acertado cerca
(cerca que parecía estar tan ahí).
Iba como quien va hasta la idea.
Iba bastante hasta sentir encima
de la sien músicas de velocidad.
Presocráticos a usanza la vieron
rodar entre sospechas enhebrada
a las breas que vaciaban su plan.
¿De alcurnia, igual al leopardo?
Huida del aire, casi tan solitaria:
lenta de oscuridades por el brío,
siguió hasta salirse del nombre.
Al detenerse, se sintió Aquiles.