miércoles, 16 de julio de 2008

“Ulrica”, de Jorge Luis Borges


Hann tekr sverthit Gram ok
leggr i methal theira bert.
Völsunga Saga, 27



Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo. Los hechos ocurrieron hace muy poco, pero sé que el hábito literario es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis. Quiero narrar mi encuentro con Ulrica (no supe su apellido y tal vez no lo sabré nunca) en la ciudad de York. La crónica abarcará una noche y una mañana.

Nada me costaría referir que la vi por primera vez junto a las Cinco Hermanas de York, esos vitrales puros de toda imagen que respetaron los iconoclastas de Cromwell, pero el hecho es que nos conocimos en la salita del Northern Inn, que está del otro lado de las murallas. Éramos pocos y ella estaba de espaldas. Alguien le ofreció una copa y rehusó.

–Soy feminista –dijo–. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco y su alcohol.

La frase quería ser ingeniosa y adiviné que no era la primera vez que la pronunciaba. Supe después que no era característica de ella, pero lo que decimos no siempre se parece a nosotros.

Refirió que había llegado tarde al museo, pero que la dejaron entrar cuando supieron que era noruega.

Uno de los presentes comentó:

–No es la primera vez que los noruegos entran en York.
–Así es –dijo ella–. Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo o algo puede perderse.

Fue entonces cuando la miré. Una línea de William Blake habla de muchachas de suave plata o de furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Era ligera y alta, de rasgos afilados y de ojos grises. Menos que su rostro me impresionó su aire de tranquilo misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla. Vestía de negro, lo cual es raro en tierras del Norte, que tratan de alegrar con colores lo apagado del ámbito. Hablaba un inglés nítido y preciso y acentuaba levemente las erres. No soy observador; esas cosas las descubrí poco a poco.

Nos presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá. Aclaré que era colombiano.

Me preguntó de un modo pensativo:
–¿Qué es ser colombiano?
–No sé –le respondí–. Es un acto de fe.
–Como ser noruega –asintió.

Nada más puedo recordar de lo que se dijo esa noche. Al día siguiente bajé temprano al comedor. Por los cristales vi que había nevado; los páramos se perdían en la mañana. No había nadie más. Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar sola.

Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:

–A mí también. Podemos salir juntos los dos.

Nos alejamos de la casa, sobre la nieve joven. No había un alma en los campos. Le propuse que fuéramos a Thorgate, que queda río abajo, a unas millas. Sé que ya estaba enamorado de Ulrica; no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.

Oí de pronto el lejano aullido de un lobo. No he oído nunca aullar a un lobo, pero sé que era un lobo. Ulrica no se inmutó.

Al rato dijo como si pensara en voz alta:

–Las pocas y pobres espadas que vi ayer en York Minster me han conmovido más que las grandes naves del museo de Oslo.

Nuestros caminos se cruzaban. Ulrica, esa tarde, proseguiría el viaje hacia Londres; yo, hacia Edimburgo.

–En Oxford Street –me dijo– repetiré los pasos de De Quincey, que buscaba a su Anna perdida entre las muchedumbres de Londres.
–De Quincey –respondí– dejó de buscarla. Yo, a lo largo del tiempo, sigo buscándola.
–Tal vez –dijo en voz baja– la has encontrado.

Comprendí que una cosa inesperada no me estaba prohibida y le besé la boca y los ojos. Me apartó con suave firmeza y luego declaró:

–Seré tuya en la posada de Thorgate. Te pido mientras tanto, que no me toques. Es mejor que así sea.

Para un hombre célibe entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no se espera. El milagro tiene derecho a imponer condiciones. Pensé en mis mocedades de Popayán y en una muchacha de Texas, clara y esbelta como Ulrica, que me había negado su amor.

No incurrí en el error de preguntarle si me quería. Comprendí que no era el primero y que no sería el último. Esa aventura, acaso la postrera para mí, sería una de tantas para esa resplandeciente y resuelta discípula de Ibsen.

Tomados de la mano seguimos.

–Todo esto es como un sueño –dije– y yo nunca sueño.
–Como aquel rey –replicó Ulrica– que no soñó hasta que un hechicero lo hizo dormir en una pocilga.

Agregó después:

–Oye bien. Un pájaro está por cantar.

Al poco rato oímos el canto.

–En estas tierras –dije–, piensan que quien está por morir prevé lo futuro.
–Y yo estoy por morir –dijo ella.

La miré atónito.

–Cortemos por el bosque –la urgí–. Arribaremos más pronto a Thorgate.
–El bosque es peligroso –replicó.

Seguimos por los páramos.

–Yo querría que este momento durara siempre –murmuré.
–Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres –afirmó Ulrica y, para aminorar el énfasis, me pidió que le repitiera mi nombre, que no había oído bien.
–Javier Otárola –le dije.

Quiso repetirlo y no pudo. Yo fracasé, parejamente, con el nombre de Ulrikke.

–Te llamaré Sigurd –declaró con una sonrisa.
–Si soy Sigurd –le repliqué–, tú serás Brynhild.

Había demorado el paso.

–¿Conoces la saga? –le pregunté.
–Por supuesto –me dijo–. La trágica historia que los alemanes echaron a perder con sus tardíos Nibelungos.

No quise discutir y le respondí:

–Brynhild, caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho.

Estábamos de golpe ante la posada. No me sorprendió que se llamara, como la otra, el Northern Inn.

Desde lo alto de la escalinata, Ulrica me gritó:

–¿Oíste al lobo? Ya no quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.

Al subir al piso alto, noté que las paredes estaban empapeladas a la manera de William Morris, de un rojo muy profundo, con entrelazados frutos y pájaros. Ulrica entró primero. El aposento oscuro era bajo, con un techo a dos aguas. El esperado lecho se duplicaba en un vago cristal y la bruñida caoba me recordó el espejo de la Escritura. Ulrica ya se había desvestido. Me llamó por mi verdadero nombre, Javier. Sentí que la nieve arreciaba. Ya no quedaban muebles ni espejos. No había una espada entre los dos. Como la arena se iba el tiempo. Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica.


en El libro de arena, 1975

miércoles, 2 de julio de 2008

"Ciudad de cristal", de Paul Auster


Fragmento inicial

1



Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él. Mucho más tarde, cuando pudo pensar en las cosas que le sucedieron, llegaría a la conclusión de que nada era real excepto el azar. Pero eso fue mucho más tarde. Al principio, no había más que el suceso y sus consecuencias. Si hubiera podido ser diferente o si todo estaba predeterminado desde que la primera palabra salió de la boca del desconocido, no es la cuestión. La cuestión es la historia misma, y si significa algo o no significa nada no es la historia quien ha de decirlo.


En cuanto a Quinn, no es preciso que nos detengamos mucho. Quién era, de dónde venía y qué hacía tienen poca importancia. Sabemos, por ejemplo, que tenía treinta y cinco años. Sabemos que había estado casado, que había sido padre y que tanto su esposa como su hijo habían muerto. También sabemos que escribía libros. Para ser exactos, sabemos que escribía novelas de misterio. Escribía estas obras con el nombre de William Wilson y las producía a razón de una al año aproximadamente, lo cual le proporcionaba suficiente dinero para vivir modestamente en un pequeño apartamento en Nueva York. Como no dedicaba más de cinco o seis meses a una novela, el resto del año estaba libre para hacer lo que quisiera. Leía muchos libros, miraba cuadros, iba al cine. En verano veía los partidos de béisbol en la televisión; en invierno iba a la ópera. Más que ninguna otra cosa, sin embargo, le gustaba caminar.


Casi todos los días, con lluvia o con sol, con frío o con calor, salía de su apartamento para caminar por la ciudad, sin dirigirse a ningún lugar concreto, sino simplemente a donde le llevaran sus piernas.


Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a sí mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la obligación de pensar. Y eso, más que nada, le daba cierta de paz, un saludable vacío interior. El mundo estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y la velocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su atención en ninguna cosa por mucho tiempo. El movimiento era lo esencial, el acto de poner un pie delante del otro y permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito, todos los lugares se volvían iguales y daba igual dónde estuviese. En sus mejores paseos conseguía sentir que no estaba en ningún sitio. Y esto, en última instancia, era lo único que pedía a las cosas: no estar en ningún sitio. Nueva York era el ningún sitio que había construido a su alrededor y se daba cuenta de que no tenía la menor intención de dejarlo nunca más.


En el pasado Quinn había sido más ambicioso. De joven había publicado varios libros de poesía, había escrito obras de teatro y ensayos críticos y había trabajado en varias traducciones largas. Pero bruscamente había renunciado a todo eso. Una parte de él había muerto, dijo a sus amigos, y no quería que volviera a aparecérsele. Fue entonces cuando adoptó el nombre de William Wilson. Quinn ya no era la parte de él capaz de escribir libros, y aunque en muchos sentidos Quinn continuaba existiendo, ya no existía para nadie más que para él.


Había seguido escribiendo porque era lo único que se sentía capaz de hacer. Las novelas de misterio le parecieron una solución razonable. Le costaba poco inventar las intrincadas historias que requerían y escribía bien, a menudo a pesar de sí mismo, como sin hacer ningún esfuerzo. Dado que no se consideraba autor de lo que escribía, tampoco se sentía responsable de ello, y por lo tanto no estaba obligado a defenderlo en su corazón. William Wilson, después de todo, era una invención, y aunque había nacido dentro del propio Quinn, ahora llevaba una vida independiente. Quinn le trataba con deferencia, a veces incluso con admiración, pero nunca llegó al punto de creer que él y William Wilson fueran el mismo hombre. Por esta razón no asomaba por detrás de la máscara de su seudónimo. Tenía un agente, pero nunca le veía. Sus contactos se limitaban al correo, y con ese propósito Quinn había alquilado un apartado en la oficina de correos. Lo mismo ocurría con el editor, que le pagaba todos sus honorarios y derechos a través del agente. Ningún libro de William Wilson incluía una fotografía del autor o una nota biográfica. William Wilson no aparecía en ninguna guía de escritores, no concedía entrevistas y todas las cartas que recibía las contestaba la secretaria de su agente. Que Quinn supiera, nadie conocía su secreto. Al principio, cuando sus amigos se enteraron de que había dejado de escribir, le preguntaban de qué pensaba vivir. Él les contestaba a todos lo mismo: que había heredado un fondo fiduciario de su esposa. Pero la verdad era que su esposa nunca había tenido dinero. Y la verdad era que él ya no tenía amigos.


Hacía ya más de cinco años. Ya no pensaba mucho en su hijo y recientemente había quitado la fotografía de su mujer de la pared. De vez en cuando, sentía de repente lo mismo que cuando tenía al niño de tres años en sus brazos, pero eso no era exactamente pensar, ni siquiera era recordar. Era una sensación física, una impronta que el pasado había dejado en su cuerpo y sobre la cual él ya no tenía control. Estos momentos se producían cada vez con menos frecuencia y en general parecía que las cosas habían empezado a cambiar para él. Ya no deseaba estar muerto. Al mismo tiempo, no se puede decir que se alegrara de estar vivo. Pero por lo menos no le molestaba. Estaba vivo, y la persistencia de este hecho había empezado poco a poco a fascinarle, como si hubiera conseguido sobrevivirse, como si en cierto modo estuviera viviendo una vida póstuma. Ya no dormía con la lámpara encendida y desde hacía muchos meses no recordaba ninguno de sus sueños.


Era de noche. Quinn estaba tumbado en la cama fumando un cigarrillo y escuchando el repiqueteo de la lluvia en la ventana. Se preguntó cuándo dejaría de llover y si por la mañana le apetecería dar un paseo largo o corto. Un ejemplar de los Viajes de Marco Polo yacía abierto boca abajo en la almohada, a su lado. Desde que había terminado la última novela de William Wilson dos semanas antes había estado haciendo el vago. Su detective narrador, Max Work, había resuelto una serie de complicados crímenes, había sufrido un buen número de palizas y había escapado por un pelo varias veces, y Quinn se sentía algo agotado por sus esfuerzos. A lo largo de los años Work sé había hecho íntimo de Quinn. Mientras William Wilson seguía siendo una figura abstracta, Work había ido cobrando vida. En la tríada de personajes en que Quinn se había convertido, Wilson actuaba como una especie de ventrílocuo, el propio Quinn era el muñeco y Work la voz animada que daba sentido a la empresa. Aunque Wilson fuera una ilusión, justificaba las vidas de los otros dos. Aunque Wilson no existiera, era el puente que le permitía a Quinn pasar de sí mismo a Work. Y, poco a poco, Work se había convertido en una presencia en la vida de Quinn, su hermano interior, su camarada en la soledad.


Quinn cogió el libro de Marco Polo y empezó a leer de nuevo la primera página. «Pondremos por escrito lo que vimos tal y como lo vimos, lo que oímos tal y como lo oímos, de modo que nuestro libro pueda ser una crónica exacta, libre de cualquier clase de invención. Y todos los que lean este libro o lo oigan puedan hacerlo con plena confianza, porque no contiene nada más que la verdad.» Justo cuando Quinn estaba empezando a reflexionar sobre el significado de las frases, a dar vueltas en la cabeza a su tajante firmeza, sonó el teléfono. Mucho más tarde, cuando pudo reconstruir los sucesos de aquella noche, recordaría que miró el reloj, vio que eran más de las doce y se preguntó por qué alguien le llamaría a esas horas. Pensó que lo más probable era que fuesen malas noticias. Se levantó de la cama, fue desnudo hasta el teléfono y cogió el auricular al segundo timbrazo.


—¿Sí?


Hubo una larga pausa al otro extremo de la línea y por un momento Quinn pensó que la persona que llamaba había colgado. Luego, como si viniera de muy lejos, le llegó el sonido de una voz distinta de todas las que había oído. Era a la vez mecánica y llena de sentimiento, apenas más alta que un murmullo y sin embargo perfectamente audible, y tan uniforme en el tono que no pudo saber si pertenecía a un hombre o a una mujer.


—¿Oiga? —dijo la voz.

—¿Quién es? —preguntó Quinn.

—¿Oiga? —repitió la voz.

—Le estoy escuchando —dijo Quinn—. ¿Quién es?

—¿Es usted Paul Auster? —preguntó la voz—. Quisiera hablar con el señor Paul Auster.

—Aquí no hay nadie que se llame así.

—Paul Auster. De la Agencia de Detectives Auster.

—Lo siento —dijo Quinn—. Debe haberse equivocado de número.

—Es un asunto de la máxima urgencia —dijo la voz.

—Yo no puedo hacer nada por usted —contestó Quinn—. Aquí no hay ningún Paul Auster.

—Usted no lo entiende —dijo la voz—. El tiempo se acaba.

—Entonces le sugiero que marque de nuevo. Esto no es una agencia de detectives.


Quinn colgó el teléfono. Se quedó de pie en el frío suelo, mirándose los pies, las rodillas, el pene fláccido. Durante un segundo lamentó haber sido tan brusco con la persona que llamaba. Podría haber sido interesante, pensó, seguirle la corriente durante un rato. Quizá podría haber averiguado algo del caso, quizá incluso le habría ayudado de alguna manera. «Tengo que aprender a pensar más deprisa cuando estoy de pie», se dijo.


Como la mayoría de la gente, Quinn no sabía casi nada de delitos. Nunca había asesinado a nadie, nunca había robado nada y no conocía a nadie que lo hubiese hecho. Nunca había estado en una comisaría de policía, nunca había conocido a un detective privado, nunca había hablado con un delincuente. Lo poco que sabía de esas cosas lo había aprendido en los libros, las películas y los periódicos. Sin embargo, no consideraba que eso fuera un obstáculo. Lo que le interesaba de las historias que escribía no era su relación con el mundo, sino su relación con otras historias. Ya antes de convertirse en William Wilson, Quinn era un devoto lector de novelas de misterio. Sabía que la mayoría de ellas estaban mal escritas, que la mayoría no podían resistir ni el examen más superficial, pero era la forma lo que le atraía, y sólo se negaba a leerlas cuando se trataba de una novela indescriptiblemente mala. Mientras que su gusto en otro tipo de libros era riguroso, exigente hasta la intransigencia, con estas obras no mostraba casi ninguna discriminación. Cuando tenía el estado de ánimo adecuado, le costaba poco leer diez o doce seguidas. Era una especie de hambre que se apoderaba de él, un ansia de una comida especial, y no paraba hasta que se sentía lleno.


Lo que le gustaba de esos libros era la sensación de plenitud y economía. La buena novela de misterio no tiene desperdicio, no hay ninguna frase, ninguna palabra que no sea significativa. E incluso cuando no es significativa, lo es en potencia, lo cual viene a ser lo mismo. El mundo del libro toma vida, bulle de posibilidades, de secretos y contradicciones. Dado que todo lo visto o dicho, incluso la cosa más vaga, más trivial, puede estar relacionada con el desenlace de la historia, es preciso no pasar nada por alto. Todo se convierte en esencia; el centro del libro se desplaza con cada suceso que lo impulsa hacia adelante. El centro, por lo tanto, está en todas partes, y no se puede trazar ninguna circunferencia hasta que el libro ha terminado.


El detective es quien mira, quien escucha, quien se mueve por ese embrollo de objetos y sucesos en busca del pensamiento, la idea que una todo y le dé sentido. En efecto, el escritor y el detective son intercambiables. El lector ve el mundo a través de los ojos del detective, experimentando la proliferación de sus detalles como si fueran nuevos. Ha despertado a las cosas que le rodean, como si éstas pudieran hablarle, como si, debido a la atención que les presta ahora, empezaran a tener un sentido distinto del simple hecho de su existencia. Detective privado. El término tenía un triple sentido para Quinn. No sólo era la letra «i», inicial de «investigador», era «I», con mayúscula, el diminuto capullo de vida enterrado en el cuerpo del yo que respira.(1) Al mismo tiempo era también el ojo físico del escritor, el ojo del hombre que mira el mundo desde sí mismo y exige que el mundo se le revele. Desde hacía cinco años Quinn vivía presa de este juego de palabras.


Por supuesto, hacía mucho tiempo que había dejado de considerarse real. Si seguía viviendo en el mundo era únicamente a distancia, a través de la persona imaginaria de Max Work. Su detective necesariamente tenía que ser real. La naturaleza de los libros lo exigía así. Aunque Quinn se hubiera permitido desaparecer, retirarse a los confines de una vida extraña y hermética, Work continuaba viviendo en el mundo de los demás, y cuanto más se desvanecía Quinn, más persistente se volvía la presencia de Work en ese mundo. Mientras Quinn tendía a sentirse fuera de lugar en su propia piel, Work era agresivo, rápido en sus respuestas y ágil para adaptarse a cualquier lugar. Las mismas cosas que a Quinn le causaban problemas, Work las daba por sentadas y superaba sus complejas aventuras con una facilidad y una indiferencia que nunca dejaban de impresionar a su creador. No era precisamente que Quinn deseara ser Work, ni siquiera ser como él, pero le daba seguridad fingir que era Work mientras escribía sus libros, saber que tenía la capacidad de ser Work si alguna vez se decidía a ello, aunque sólo fuera en su mente.


Esa noche, mientras finalmente se iba quedando dormido, Quinn trató de imaginar qué le habría dicho Work al desconocido del teléfono. En su sueño, que más tarde olvidó, se encontraba solo en una habitación disparando con una pistola contra una pared blanca y desnuda.


A la noche siguiente le pilló desprevenido. Pensaba que el incidente había terminado y no esperaba que el desconocido volviera a llamar. Casualmente, estaba sentado en el retrete, en el acto de expulsar un cagallón, cuando sonó el teléfono. Era algo más tarde que la noche anterior, faltaban diez o doce minutos para la una. Quinn acababa de llegar al capítulo que cuenta el viaje de Marco Polo desde Pekín a Amoy y el libro estaba abierto sobre su regazo mientras él hacía sus necesidades en el diminuto cuarto de baño. Recibió el timbrazo del teléfono con clara irritación. Contestar rápidamente significaría levantarse sin limpiarse y detestaba cruzar el apartamento en ese estado. Por otra parte, si terminaba lo que estaba haciendo a la velocidad normal, no llegaría a tiempo al teléfono. A pesar de ello, Quinn se descubrió renuente a moverse. El teléfono no era su objeto favorito y más de una vez había considerado la posibilidad de deshacerse del suyo. Lo que más le desagradaba era su tiranía. No sólo tenía el poder de interrumpirle en contra de su voluntad, sino que inevitablemente obedecía sus órdenes. Esta vez decidió resistirse. Al tercer timbrazo, su intestino se había vaciado. Al cuarto timbrazo había conseguido limpiarse. Al quinto, se había subido los pantalones, había salido del cuarto de baño y estaba cruzando tranquilamente el apartamento. Contestó el teléfono después del sexto timbrazo, pero no había nadie al otro extremo de la línea. La persona que llamaba había colgado.


La noche siguiente estaba preparado. Tumbado en la cama, leyendo cuidadosamente las páginas del Sporting News, esperó a que el desconocido llamara por tercera vez. De vez en cuando, presa de los nervios, se levantaba y paseaba por el apartamento. Puso un disco —la ópera de Haydn El hombre en la luna— y la escuchó de principio a fin. Esperó y esperó. A las dos y media finalmente renunció y se fue a dormir.


Esperó la noche siguiente, y también la otra. Justo cuando estaba a punto de abandonar su plan, comprendiendo que se había equivocado en todas sus suposiciones, el teléfono sonó de nuevo. Era el diecinueve de mayo. Recordaría la fecha porque era el aniversario de boda de sus padres —o lo habría sido, si hubieran estado vivos— y su madre le había dicho una vez que él había sido concebido en su noche de bodas. Este hecho siempre le había atraído —poder conocer con precisión el primer momento de su existencia— y a lo largo de los años había celebrado privadamente su cumpleaños ese día. Esta vez era un poco más temprano que las otras dos noches —aún no eran las once— y cuando alargó la mano para coger el teléfono supuso que sería otra persona.


—¿Diga? —dijo.


De nuevo hubo un silencio al otro lado. Quinn supo inmediatamente que era el desconocido.


—¿Diga? —repitió—. ¿Qué desea?

—Sí —dijo la voz al fin. El mismo susurro mecánico, el mismo tono desesperado—. Sí. Es necesario ahora. Sin dilación.

—¿Qué es necesario?

—Hablar. Ahora mismo. Hablar ahora —mismo. Sí.

—¿Y con quién quiere usted hablar?

—Siempre el mismo hombre. Auster. El hombre que se hace llamar Paul Auster.


Esta vez Quinn no vaciló. Sabía lo que iba a hacer, y ahora que había llegado el momento, lo hizo.


—Al habla —dijo—. Yo soy Auster.

—Al fin. Al fin le encuentro.


Oyó el alivio en la voz, la calma tangible que repentinamente la inundó.


—Exactamente —dijo Quinn—. Al fin. —Hizo una pausa para dejar que las palabras penetraran, tanto en él como en el otro—. ¿Qué desea?

—Necesito ayuda —dijo la voz—. Hay gran peligro. Dicen que usted es el mejor para estas cosas.

—Depende de a qué cosas se refiera.

—Me refiero a la muerte. Me refiero a la muerte y el asesinato.

—Ésa no es exactamente mi especialidad —dijo Quinn—. No voy por ahí matando gente.

—No —dijo la voz, malhumorada—. Quiero decir lo contrario.

—¿Alguien va a matarle a usted?

—Sí, matarme. Eso es. Van a asesinarme.

—¿Y quiere usted que yo le proteja?

—Que me proteja, sí. Y que encuentre al hombre que va a hacerlo.

—¿No sabe usted quién es?

—Lo sé, sí. Claro que lo sé. Pero no sé dónde está.

—¿Puede usted explicarme el asunto?

—Ahora no. Por teléfono no. Hay gran peligro. Debe usted venir aquí.

—¿Qué le parece mañana?

—Bien. Mañana. Mañana temprano. Por la mañana.

—¿A las diez?

—Bien. A las diez. —La voz le dio una dirección en la calle Sesenta y nueve Este—. No lo olvide, señor Auster. Tiene que venir.

—No se preocupe —dijo Quinn—. Allí estaré.



Nota

(1) Este párrafo es intraducible. En argot al detective privado se le llama private eye, que significa «ojo privado». Además, la palabra eye se pronuncia igual que la letra i, que, escrita con mayúscula, significa «yo». (N. de la T.).


martes, 1 de julio de 2008

“Armas biológicas y Bioterrorismo”, de Amalia Pacheco


El bioterrorismo ha causado conmoción en los últimos años, sin embargo, muchos siglos atrás, estas armas biológicas ya habían sido utilizadas por el hombre para su propia destrucción en las antiguas guerras. Es el caso de los Tártaros, que en el siglo XIV lanzaron cadáveres infectados con la Peste (enfermedad causada por la bacteria Yersinia Pestis) por medio de catapultas hacia la ciudad de Kaffa. Algo parecido ocurrió en la guerra franco-india (1754-1763) por el dominio de lo que hoy conocemos como Canadá, en donde el ejército Británico obsequió a los indios frazadas con las que habían sido abrigados enfermos de viruela. Los romanos lanzaban animales muertos en las provisiones de agua de los enemigos, sin embargo esto significó sólo el comienzo de la utilización de armas biológicas con el objetivo de una “destrucción masiva”. Estos microorganismos, hoy en día, por medio de la tecnología existente, son capaces de provocar una epidemia de alcances alarmantes.


¿En qué consiste un arma biológica? Como su nombre lo indica, son microorganismos vivos, existentes normalmente en el medio ambiente, los cuáles pueden, o no, haber sido adaptados y alterados genéticamente para ser inmunes ante los antídotos o vacunas ya existentes contra ellos. Tales microorganismos, que pueden ser: virus, hongos, bacterias, o sus toxinas, tienen las características de ser altamente letales, con la particularidad de que bajas dosis dan lugar a la enfermedad (de fácil transmisión), ya sea por medio de agua (tularemia), aire (ántrax), alimentos (botulismo), o de persona a persona. La existencia de medidas profilácticas, o terapéuticas, también es muy importante (como en el caso de la viruela, que desde su erradicación no se contempla en el esquema de vacunación de ningún país occidental), y una característica fundamental es la módica cantidad de dinero que se necesita para producirlas, (aproximadamente 100 veces más baratas que una bomba atómica), además la sencilla pericia de su producción. Por lo tanto la elaboración de virus y bacterias se puede dar en un laboratorio barato y de baja tecnología, lo cuál es inverso en la producción de bombas atómicas, por ejemplo, donde la complejidad de las ciencias aplicadas a sus laboratorios permite la detección de los mismos por medio de satélites especializados. Por esto, cualquier nación es capaz de producir microorganismos capaces de ser fuente significativa de un arma biológica.


En fechas recientes cabe mencionar que el ántrax ha sido la bacteria más utilizada en almacenamiento biológico de destrucción masiva. Una prueba fue la explosión que accidentalmente liberó sólo unos miligramos de las esporas del Bacillus antracis en Sverdlovsk, en la ex Unión Soviética, el 2 de Abril de 1979, pocos días después, 96 personas enfermaron de ántrax y 69 murieron. En la Primera Guerra Mundial, Alemania la utilizó contra el ganado de las fuerzas aliadas: España, Noruega, Argentina y Rumania. Por otro lado, la bacteria causante de la Tularemia se utilizó contra Alemania en la Segunda Guerra Mundial, por los Estados Unidos. Sin embargo el auge de las armas biológicas se dio lugar durante la guerra fría, en las décadas de los años 50 y 60, sobre todo en países como Canadá, Unión soviética, Reino Unido y Estados Unidos.


El año 1972 surgió un tratado, durante la Convención de Armas Tóxicas y Biológicas, donde se prohíbe el uso y desarrollo de éstas. El tratado fue firmado por 140 naciones aproximadamente. Sin embargo, hoy se sospecha que algunos países como China, Vietnam, Laos, India, Bulgaria, Taiwán, Siria, Cuba, y sobre todo Corea del Norte, Japón, Estados Unidos e Irán además de algunos países que pertenecían a la Unión Soviética aún ejercen el proceso de elaboración de armamento biológico, con grandes cantidades almacenadas. En 1995, Irak declaró haber examinado el uso perjudicial del ántrax, con la posterior producción de sus esporas. De ésta manera se observa la debilidad de éste tratado, el cuál no cuenta con un elemento de control o verificación del cumplimiento de este acuerdo.


Prácticamente cualquier agente patógeno es capaz de ser manejado con el fin de dar lugar a un arma biológica, sin embargo, no todos cuentan con las características mencionadas anteriormente. Según la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), son de 31 a 39 agentes los que han sido contabilizados como potencialmente útiles para crear un arma biológica, siendo algunos de ellos la peste, botulismo, tularemia, fiebre amarilla, el ébola (fiebre hemorrágica), la influenza, la viruela y el ántrax, siendo los dos últimos los más fácilmente alterables, o reproducibles.


Es necesario construir métodos eficaces de fiscalización y control (algo impensable en el caso de Estados Unidos, quien fiscaliza y controla a todos, pero nadie lo controla a él como productor de armamento terrorista). Sin este control, y considerando el bajo costo de producción y relativa facilidad de manejo e implante, la posibilidad de un desastre mayor (o de varios pequeños y medianos) es cercana y real. De alguna manera es imprescindible exigir, a los países productores, transparencia y honestidad en sus fases de experimentación, análisis y producción biológica. Aún pensando en la facilidad de implementación de una forma de control, nos encontramos, una y otra vez, con la tosudez, prepotencia y fascismo norteamericano, que al parecer no está dispuesto a reducir su dominación en el resto del planeta.


Incluso con medidas de prevención (fabricación e investigación de vacunas, estudio de la información e identificación genética de los microorganismos, etc.) y los miramientos que la OMS ha dispuesto para contrarrestar la elaboración de armas biológicas, las masas se encuentran sumamente vulnerables a éste tipo de agresión en caso de una guerra biológica. El terrorismo tiene en sus manos una poderosa arma para provocar una catástrofe masiva, donde el planeta entero corre peligro.


La forma de actuar de algunos agentes potenciales en guerras biológicas, medicina terrorista, o utilizados a través de la historia, son los siguientes:


Ántrax: Producido por la bacteria “bacillus antracis”. Es un bacilo gram positivo que produce esporas. Pertenece a la familia de agentes causales de tétanos, gangrena y botulismo. Es capaz de producir tres variedades de la enfermedad. Una de ellas, la cutánea, siendo muy común en algunos países, se adquiere al estar en contacto con esporas en los ojos o heridas. Raras veces es mortal. Otra variedad es la gastrointestinal. Al ingerir las esporas de ésta bacteria se produce una inflamación intestinal grave, con diarreas fuertes y vómitos sanguinolentos. Esta forma puede ser mortal hasta en un 60%. La forma pulmonar es la más rara, pero la más frecuentemente utilizada en bioterrorismo. Se adquiere al inhalar las esporas. Tiene una mortalidad de hasta el 95% de los casos en los primeros 1 a 3 días. La enfermedad se puede curar sólo con la administración de antibióticos dentro de las primeras 24 a 48 horas después del comienzo de los síntomas; siendo los más comunes la tos, dolor muscular, dolor de cabeza, de pecho, disnea, expectoración y otros síntomas prodrómicos. Por lo tanto es de difícil diagnóstico. El costo de devastar con ántrax un km cuadrado de territorio es aproximadamente de un dólar (en comparación de los 2000 dólares que costaría el hacerlo con armas convencionales). Éste ha sido el microorganismo más utilizado en la historia de las armas biológicas.


Viruela: Causada por un virión perteneciente a los “poxvirus”, es una enfermedad sumamente contagiosa (persona a persona), con una mortalidad cercana al 90%. Después de un periodo de incubación de alrededor de 9 días, surgen bruscamente síntomas como escalofríos, vómito y fiebre muy elevada, además de la aparición de lesiones hemorrágicas y pustulosas por toda la superficie corporal que se extienden hacia mucosas y órganos internos. Esta forma maligna (viruela negra), es la forma mayormente utilizada por los terroristas, y siempre es mortal. El último caso de viruela se presentó en Somalia, en 1977, y la OMS declaró a la viruela “erradicada” de la faz de la tierra en el año de 1980. Sin embargo aún existen dos laboratorios donde se encuentra una muestra letal del virus, uno de ellos, en Novosibirsk, Rusia, el otro, una vez nás, en el Centro de Control de Enfermedades (CDC), en Atlanta, Estados Unidos. Fue indicado a ésos países eliminarlas en 1999, sin embargo, tanto una como otra nación se negaron a hacerlo, debido a las sospechas de que uno de los dos continuaría almacenándolo como arma biológica. La población que se encuentra alrededor de los 20 años es particularmente susceptible a la viruela. Por otro lado, la vacuna no se encuentra en cantidades suficientes para enfrentar una epidemia. Además la vacunación por primera vez, en mayores de cuatro años, es capaz de producir una encefalitis postvaccinal con mortalidad del 40%. Como arma biológica supera al ántrax, es muy resistente y virulento, siendo capaz de permanecer incluso años en la ropa y otros objetos. Por lo tanto, un solo caso de viruela, sin tener averiguación de contagio, ya se considera como epidemia.


Ébola: Pertenece al género de los “filovirus”, siento uno de los más devastadores virus que existen. Se han descubierto tres subtipos que afectan a los humanos: ébola-Zaire, ébola-Sudán, y ébola-Ivony, además de otros subtipos que sólo afectan a los monos, (de ahí la teoría que su transmisión natural fue por zoonosis). El contagio se presenta de persona a persona, al inhalar gotitas aerotransportadoras del virus, o por medio de vectores (orina de roedores). Su mecanismo de acción no es del todo conocido, pero se cree que consiste en destrucción celular. Posterior al periodo de incubación (4 días a 2 semanas) comienzan lo síntomas, prodrómicos, como dolor muscular, de cabeza, fiebre, disminución del apetito; posteriormente se observa diarrea y vómitos graves, disminución de la coagulación, lo cuál está relacionado con hemorragias internas (de las mucosas y órganos, incluyendo cerebro), por lo tanto existen sangrados nasales y de los oídos. En las fases avanzadas, el vómito conjuntamente presenta sangre y contenido de órganos desintegrados. No existe tratamiento para el ébola, sólo el aislamiento de los infectados. La enorme virulencia, la veloz y amplia mortalidad, hacen a esta enfermedad especialmente llamativa para fines terroristas.


Peste (plaga): En la historia de la humanidad la Plaga ha tenido un impacto profundo, ya que fue una de las grandes epidemias de la historia, en el año 541, la pandemia comenzó en Egipto, con la posterior diseminación al resto del mundo, la cuál tuvo una duración de 4 años aproximadamente, dando lugar a una pérdida del 50-60% de la población existente. Ulteriormente, en el año de 1346, sobrevino otra Plaga (conocida como Muerte Negra) que mató a cerca de 13 millones de personas. Esta enfermedad se da a lugar por el bacilo “Yersinia Pestis”. Se transfiere naturalmente por contacto con roedores o sus pulgas infectadas (mordedura, o picadura), provocando la llamada enfermedad Peste bubónica (la palabra bubón, término griego que significa ingle), donde se forma una tumefacción dolorosa por la gran proliferación de bacterias en ganglios inguinales y axilares. Después de un periodo de incubación de 1 a 6 días, la bacteria sale de los ganglios y se propaga por los órganos y sangre, ésta se torna color negro, dejando manchas bajo la piel. Su alta mortalidad y la gran resistencia al calor convierten al bacilo de la peste en objeto de elección para la elaboración de un arma biológica. Incluso, durante los años 60’s, Estados unidos y la Unión Soviética crearon programas de armas biológicas con la fabricación en aerosol de las partículas de la Plaga (de ésta forma se provocarían neumonías). La forma pulmonar en la naturaleza es rara, 1% de los casos contra 80% de la forma ganglionar y 5% de la forma cutánea, la cual origina manchas hemorrágicas azulosas, colapso de las arterias y un curso mortal (Muerte Negra). Sin embargo, en un ataque terrorista la manera de acometer sería aérea, con la inhalación de las partículas, produciendo neumonía grave, acompañada de tos con sangre y cianosis; forma sumamente contagiosa y mortal. Si se diseminaran 50 Kg. de Yersinia Pestis en aerosol sobre una ciudad, daría lugar a 150.000 casos de neumonía aguda, con una mortandad del 25%. Existe una vacuna efectiva para prevenir la Peste bubónica, sin embargo no está disponible en suficiente cantidad ante un ataque terrorista de grandes dimensiones.


Botulismo: El mecanismo de daño de esta bacteria ocurre al ingerir su toxina, (la cuál se libera durante la autólisis de la bacteria); siendo probablemente la más peligrosa de todas, ya que se necesitan de 1 a 2 ug de la misma para causar la muerte. Al llegar el tóxico a su destino, la terminal nerviosa impide la salida de neurotrasmisores, dando como resultado parálisis flácida. La toxina es altamente resistente al calor, fácil de manipular, transportar y conservar. Después de un periodo de incubación de 18 a 24 horas, produce trastornos para hablar, ver o deglutir. En un periodo de horas la parálisis evoluciona hasta el centro controlador de la respiración y origina la muerte. En forma natural se encuentra en alimentos ahumados, al vacío, o enlatados sin cocinar. Aunque es enormemente baja la cantidad de toxina necesaria para producir los efectos citados anteriormente, para provocar una catástrofe masiva, son necesarias grandes cantidades del mismo, por lo tanto su selección como armamento biológico no adquiere el interés de la mayoría de los grupos terroristas.


martes, 3 de junio de 2008

“Los meridianos y el calendario”, de Julio Verne

Intervención dirigida a la Sociedad Geográfica (sesión del 4 de abril de 1873), en respuesta a la pregunta de los señores Hourier y Faraguet, ambos interesados por conocer en qué meridiano ocurre el cambio de un día a otro del calendario civil.

Señores...

Se me ha encomendado por la Comisión central de la Sociedad Geográfica responder a una pregunta muy interesante que ha sido formulada simultáneamente, por una parte, por el señor Hourier, ingeniero civil, y, por la otra, por el señor Faraguet, ingeniero jefe de los Puentes y Carreteras de Lot-et-Garonne. Creo que no sea necesario ver más que una simple coincidencia entre estas cartas y la publicación del libro titulado La vuelta al mundo en ochenta días, que publiqué hace tres meses; y para introducir la cuestión que nos concierne, les pediré permiso para citar las líneas que terminan esta obra.

Se trata de esta situación muy singular -de la cual Edgar Poe ha sacado partido en un cuento titulado Tres domingos por semana-, se trata, digo, de esta situación ocurrida a los viajeros que lleven a cabo la vuelta al mundo, sea yendo hacia el Este, sea dirigiéndose hacia el Oeste. En el primer caso, han ganado un día; en el segundo, lo han perdido, luego de haber regresado al punto de partida.

«En efecto -he dicho-, marchando hacia Oriente, Phileas Fogg (este es el héroe del libro) iba al encuentro del Sol, y por lo tanto, los días disminuían para él tantas veces cuatro minutos como grados recorría. Hay 360 grados en la circunferencia, los cuales, multiplicados por cuatro minutos, dan precisamente veinticuatro horas, es decir, el día inconscientemente ganado. En otros términos: mientras Phileas Fogg, marchando hacia Oriente, vio el Sol pasar ochenta veces por el meridiano, sus colegas de Londres no lo habían visto más que setenta y nueve».

La pregunta se formula entonces así, y sólo me bastará resumirla en pocas palabras. Todas las veces que se lleve a cabo la vuelta al globo yendo hacia el Este, se gana un día. Todas las veces que se dé la vuelta al mundo yendo hacia el Oeste, se pierde un día, es decir esas 24 horas en que el sol, en su movimiento aparente, da la vuelta a la tierra, y este es, cualquiera que sea, el tiempo que se emplea para llevar a cabo el viaje.

Este resultado es tan real, que la administración de la marina otorga un día de ración suplementaria a sus navíos que, saliendo de Europa, doblan el Cabo de Buena Esperanza, y retira, por otra parte, un día de ración a todos los que doblan el Cabo de Hornos. De dónde se puede sacar una explicación a esta consecuencia tan rara de que los marinos que van hacia el Este estén mejor alimentados que aquellos que van hacia el Oeste. En efecto, cuando todos lleguen al punto de partida, aun cuando han vivido la misma cantidad de minutos, unos han hecho un desayuno, una comida y una cena más que los otros. A esto se responderá que estos han trabajado un día de más. Sin dudas, pero no han vivido más que los otros.

Es entonces evidente, señores, que de este asunto sobre el día perdido o el día ganado, siguiendo la dirección lógica, debe por tanto concluirse que este cambio de fecha debe verificarse en un punto cualquiera del globo. Pero, ¿cuál es este punto? Tal es el problema a resolver, y no se asombrarán que esto haya despertado la atención de los autores de las dos cartas. Estas dos cartas pueden, en suma, resumirse de la siguiente manera: Sí, hay un meridiano privilegiado sobre el cual se lleva a cabo la transición, dice el señor Faraguet. ¿Dónde está ese meridiano privilegiado?, pregunta el señor Hourier.

Antes que nada, señores, diré que es difícil de responder desde el punto de vista puramente cosmográfico. ¡Ah!, si los señores Hourier y Faraguet pudiesen hacerme saber sobre qué horizonte el Sol se levantó en los primeros días de la creación, si conociesen el meridiano del globo sobre el cual el mediodía se estableció por primera vez, la pregunta sería fácilmente resuelta, y yo les diría: Ese primer meridiano es el meridiano privilegiado que determina el señor Faraguet y que reclama el señor Hourier. Pero, ninguno de estos ingenieros han sido lo suficientemente primitivos para ver la primera elevación del radiante astro; no pueden entonces decirme cuál es este primer meridiano, y ahora, abandonando por este momento la cuestión científica, paso a la cuestión práctica que trataré de dilucidar en algunas palabras.

De esta consecuencia de que se gana un día por el Este y se pierde por el Oeste, se deriva un equívoco que se ha mantenido durante mucho tiempo. Los primeros navegadores habían impuesto, y esto de forma inconsciente, su calendario a las nuevas regiones. De forma general se contaban los días en dependencia de que los países hubieran sido descubiertos por el Este o por el Oeste. Los europeos, al llegar a estas regiones desconocidas habitadas por los indígenas que no se preocupaban ni de los días ni de las fechas en las cuales se comían a sus semejantes, los europeos, repito, imponían su calendario, y todo quedaba dicho. Así durante siglos se fechó a Canton tomando como punto de partida la llegada de Marco Polo, y a las Filipinas por la de Magallanes. Pero el error de concordancia de los días debía crear problemas en la práctica comercial. De esta forma, desde hace unos veinte años, en una época que no puedo fijar, pero que nuestro eminente colega, el señor almirante de Paris, podría indicar, se decidió llevar definitivamente a Manila el calendario europeo, que regularizó la situación y creó, por así decir, un calendario oficial. Agregaré que existía desde hace mucho tiempo, en la práctica, un meridiano compensador, que era el 180 contado a partir del meridiano 0, sobre el cual están reglados los cronómetros de a bordo, sea Greenwich por el Reino Unido, París por Francia o Washington por los Estados Unidos.

He aquí, en efecto, lo que traduje del periódico inglés Nature, al cual se le dirigió, en 1872, la pregunta formulada por los dos honorables ingenieros: «La pregunta del señor Pearson, en el número del 28 de germinal (Séptimo mes del calendario republicano francés, cuyos días primero y último coincidían, respectivamente, con el 21 de marzo y el 19 de abril) del periódico Nature, no admite una respuesta exacta o científica, debido a que no hay una línea natural de demarcación o cambio, y el establecimiento de esta línea es completamente una cuestión de uso o conveniencia. No hace muchos años atrás las fechas de Manila y de Macao eran diferentes, y hasta la cesión del territorio de Alaska a los americanos, las fechas de allí diferían de las del cercano territorio de la América inglesa. La regla aceptada ahora es que los lugares que se hallan en longitud oriental se fechen como si se hubiese llegado hasta allí por el Cabo de Buena Esperanza, y que aquellos que estén situados en longitud occidental se fechen como si se hubiese llegado por el Cabo de Hornos. Esta regla se hace prácticamente conveniente debido a la longitud del Océano Pacífico. Así entonces, el capitán de un navío tiene por hábito cambiar la fecha de su libro de a bordo al atravesar el meridiano 180, agregando o restando un día siguiendo a la dirección en la que va; pero el capitán que sólo atraviesa este meridiano para regresar sobre sus pasos, no modifica su fecha, de tal suerte que pueden y deben encontrarse, de vez en cuando, capitanes que tengan fechas diferentes. Un ejemplo muy notorio de este efecto tuvo lugar durante la guerra de Rusia, cuando nuestra escuadra del Pacífico alcanzó a la escuadra de China en las costas de Kamtchatka».

La cita que acabo de hacer, señores, debe hacerles prejuzgar la solución posible que vamos a dar. Acabo de tratar esta pregunta desde el punto de vista histórico, después desde el punto de vista práctico; pero, ¿está resuelta científicamente? No, aunque su solución se encuentra indicada en la carta del señor Faraguet. Para resolverla completamente, permítanme entonces, señores, citar una carta que me dirigió personalmente uno de nuestros más grandes matemáticos, el señor J. Bertrand, del Instituto.

«Nuestra conversación de ayer me ha dado la idea de un problema que a continuación enuncio: Un señor, provisto de medios de transporte suficientes, sale de París un jueves al mediodía; se dirige hacia Brest, de allí a Nueva York, a San Francisco, Yedo, etc., y regresa a París luego de 24 horas de viaje, a razón de 15 grados la hora. En cada estación, pregunta: ¿Qué hora es? Le responden invariablemente: mediodía. Luego pregunta: ¿En que día de la semana vivimos? En Brest, le responden jueves; en Nueva York, igualmente; pero al regresar, en Pontoise, por ejemplo, le responden viernes. ¿Dónde ocurrió la transición? ¿Sobre qué meridiano nuestro viajero, si es buen católico, puede y debe lanzar el jamón que se convierte en prohibido? Es evidente que la transición debe ser brusca. Ocurrirá en el mar o en los países que ignoran el nombre de los días de la semana. Pero supongan la existencia de un paralelo entero sobre el continente y habitado por pueblos civilizados que hablan la misma lengua y se someten a las mismas leyes; habrá dos vecinos, separados por una línea imaginaria, y uno de ellos dirá hoy al mediodía: vivimos el jueves; y el otro afirmará: vivimos el viernes. Suponga, por otra parte, que uno habite en Sevres y el otro en Bellevue. No habrán vivido ocho días en esta situación sin llegar a entenderse sobre el calendario; el equívoco cesará entonces, pero renacerá por otra parte, y se le hará un movimiento perpetuo en el diccionario de los días de la semana».

Esta carta, señores, a la vez muy lógica y muy espiritual, me parece resolver de una manera categórica la pregunta formulada a la Sociedad Geográfica.

Sí, el equívoco existe, pero existe en el estado latente por así decir. Sí, si un paralelo atravesase los continentes habitados, habría desacuerdo entre los habitantes de este paralelo. Pero parece que la previsora naturaleza no ha querido dar a los humanos una causa suplementaria de discusiones. Ha puesto prudentemente entre las grandes naciones, los desiertos y los océanos. La transición del día ganado al día perdido se hace de una manera inconsciente en estos mares que separan los pueblos; pero el equívoco no puede ser constatado, porque los navíos se mueven y no permanecen inmóviles sobre estos largos desiertos.

No hace falta insistir más, señores, y me resumiré diciendo.

Desde el punto de vista práctico: El acuerdo del calendario a usar, que ha sido resuelto, con la adopción del mismo en Manila. Los capitanes cambian la fecha de sus libros de a bordo cuando pasan el meridiano 180, es decir la prolongación del meridiano regulador que fija su cronómetro.

Desde el punto de vista científico: La transición se hace sin brusquedad, inconscientemente, sea sobre los desiertos, sea sobre los océanos que separan los países habitados.

No tendremos entonces en el futuro el doloroso espectáculo de dos pueblos civilizados yendo a la guerra y batiéndose por el honor de un calendario nacional.

lunes, 2 de junio de 2008

Tres poemas de Eduardo Espina



Razón de todas las cosas
(Los amantes antes y después)

De tal manera imaginaria, las cosas sucedían
para que todo fuera a deshora en lo desusado:
la racha entrometida del dedo en el deshabillé,
las alabanzas a la blusa azul al soltarla hasta el
desacato de desabotonar de las polainas a las
bragas en remedo de ilusiones todo lo demás,
y así, la castidad a su holocausto, él, y el final.
Aposento de sentidos por la planicie inicial y
en plena siembra sin darse por vencido, pero
igual, no. Nadie en la dicha más de la cuenta.
El cuerpo importa a partir del arte por detrás.
Una idea se da, puede ser donde menos sabe.
Todo nombra, la piel a solas cede a los labios.
Está la realidad para decir adiós hace un rato.
En la ducha los afeites hermosean el enredo
y regresa el agua a la noche donde se bañan.
El amor es la única imposibilidad necesaria.



Lengua materna
(Está escrito y entonces se escucha)

La mirada sueña su ser sin ser cierto.
Nada imprescindible es inversamente
proporcional: el uso sacia lo silvestre,
el empolvado a la par de la apariencia.
Hace un rato y en el país aún paisajes.
Las palabras preguntan por las plantas
en lo que no podrían responder, ¿y si
lo son? Abruma un deslumbramiento,
y dentro de la casa casi una situación;
la casa, ese espejo para pecar después.
Todo lo nuevo tendrá redor de urracas,
librada membrana adonde despertarse.
Corre a sus ansias una visión valiente:
el río sagrado en lugar de los hogares,
la velocidad del oro en aras del viento.
Entre tanto el árbol del tabú osó soltar
azores por las montañas nunca únicas,
pasó el pulso del papiro a la memoria
al morir la hora entre la ausencia y un
espesor infinito: algo todavía por ipar
y pare al alba el hábitat la sílfide feliz.
Raspa por el paisaje lo que no es poca
cosa y la costumbre de obrar en breve.
Ya el tiempo o regresa la idea a su lid,
regla grave para agregar a los agüeros.
Detrás del austro otro estruendo atraen
distraído por traer a las horas el drama.
Entre hoy y ya pasaron varias semanas,
quede para el domingo lo interminable,
el perfume cuya forma fue la felicidad.
Algún rato será mientras el aura ocurra,
rápido rasgando la suerte de herraduras
cuando a ras la siembra reciente roza al
sauce en los cielos pero sin nunca serlo:
nada simple es similar a la próxima vez.
¿O ha de ser el infinito, puro fin, de qué
y qué ha sido del silencio al asomar ahí?
Altura callada, hada del más dócil nido
de voz a variar con la voluntad del tala.
Tilos, hielo, años de ñandubay como va
único el corazón del agua a darles caza,
y zarzales al hacer del azur el resultado
y razones para las zorras en la cerrazón.
Va por tal porvenir el dorado anuro, va
la paja al pico en su pájaro, gira airado,
a lo invencible viaja antes de saber esto.
Ah del aire a solas como punto de vista.
Cimas, alma para no dejar de parecerse
al cierzo donde tanto está que ya estaba.
Rumbo de madréporas, de mirar encima
la misma similitud de sol cerca del lirio.
Sea hasta turbar fuera una esfera infinita
contra la fronda que en canéfora viajara
por ver el verano esperando al pampero,
plan inmóvil que la paz puso en peligro.
Oh del tiempo para después de los días
dados a la penúltima idea que les diera,
lingua, gualicho, noche de yutes chatos
siempre y cuando en el tranco aprenda.
Es por eso de pagarle a la belleza lares.
Pero no todo embellecimiento hablará
de lo oblicuo en la arboleda: el bosque
bañado de vencejos, da el visto bueno;
está la luna para que luego la explique.
En la gema del ojo grazna lo agrietado.
Dentro, lo que no es nada, deja de ser.



La tortuga de Zenón
(En la quietud la velocidad duerme)

Lo íntimo atrae a la intemperie.
Rastro a ras de la escolopendra
y algo de logos en la caparazón.
A su paso piensan las paralelas,
viene el viento con un vendaval,
viene para que la vida no lo vea.
Feliz remordimiento de la razón.
Una rapidez tal cual la luna sale
mientras la sed decía no esperes,
sé de otros, no de ti ni tan ahora.
Anda, última alma del galápago,
que ya grazna el peso anacarado,
un país de piel aparte ya de otros.
Fue la felicidad del día indebido,
de cuál si entonces fueron todos.
¿Jueves? aunque digan, fue lunes.
Era más bien por aquel entonces.
El uso osado de la similitud hizo
a ciegas, lo que salva cedió a su
raza la tosudez de sentirse culta,
sacra en tregua por lo predilecta
dándole oportunidad al traspiés,
a la pata pobre con poco Platón.
Caso de poca longitud y ajetreo
a merced del ser acertado cerca
(cerca que parecía estar tan ahí).
Iba como quien va hasta la idea.
Iba bastante hasta sentir encima
de la sien músicas de velocidad.
Presocráticos a usanza la vieron
rodar entre sospechas enhebrada
a las breas que vaciaban su plan.
¿De alcurnia, igual al leopardo?
Huida del aire, casi tan solitaria:
lenta de oscuridades por el brío,
siguió hasta salirse del nombre.
Al detenerse, se sintió Aquiles.

domingo, 1 de junio de 2008

“Haciendo discos”, de Jim Morrison


“Haciendo discos”, de Jim Morrison

Elvis tenía una voz sabia
y sexualmente madura a los 19.

La mía aún guarda el gemido nasal
de los menores chillidos y furias
de un adolescente reprimido.

Un cantante interesante,
a lo sumo:
un grito o un canturreo enfermo.
Nada entre todo eso.

Un líder natural, un poeta,
un Chamán,
con el alma de un payaso.

¿Qué estoy haciendo
en la arena de la Plaza de Toros?
Todas las figuras públicas
corren por ser líderes.

Espectadores en la Tumba;
observadores de la Revolución.

Miedo a los Ojos.
Asesinato.

Estar borracho es un buen disfraz.

Bebo para así poder hablar con los imbéciles.
Yo incluido.

viernes, 30 de mayo de 2008

“Compañera”, de Carlos Oquendo de Amat



Tus dedos sí que sabían peinarse como nadie lo hizo
mejor que los peluqueros expertos de los transatlánticos
ah y tus sonrisas maravillosas sombrillas para el calor
tú que llevas prendido un cine en la mejilla

junto a ti mi deseo es un niño de leche

cuando tú me decías
la vida es derecha como un papel de cartas

y yo regaba la rosa de tu cabellera sobre tus hombros

por eso y por la magnolia de tu canto

qué pena
la lluvia cae desigual como tu nombre


jueves, 29 de mayo de 2008

"Asteroides", de Pedro Antonio González


Dos fragmentos


XIX

Sacerdote que manchas con los ojos
clavados en la tierra, donde pisas:
en la tierra que hartaste de despojos;
¡en la tierra que ahogaste de cenizas!

Parece que temieras que su seno
te devolviera el eco de tus pasos
en alas del estrépito de un trueno
cuyo rayo te hiciera mil pedazos.

Cuando tu mano trémula bendice
parece que sintieras en ti mismo
¡que Dios desde la altura te maldice
y que ríe Satán desde el abismo!




XXXII

Embriaga mis extáticos sentidos
la ardiente ondulación que se levanta,
al compás de tus rítmicos latidos
debajo de tu mórbida garganta.

Tras los encajes de la gasa leve
que tus senos de virgen medio encubre,
yo entreveo dos copos de la nieve
que torna en manantial el sol de octubre.

miércoles, 28 de mayo de 2008

"XXXIX", de A. E. Housman


Mis sueños son de un campo distante
Y sangre y humo y disparo.
Ahí en sus tumbas están mis camaradas,
En mi tumba no estoy yo.

También me fue enseñado el comercio del hombre
Y deletreada claramente la lección;
Pero ellos, cuando olvidé y corrí,
Recordaron y permanecen.

domingo, 25 de mayo de 2008

“Los retos actuales de la filosofía. De Marx a Matrix”. Entrevista a Slavoj Žižek, de Eric González


Una de las habitaciones del apartamento de Slavoj Žižek está llena de juguetes, casi todos bélicos: soldaditos, barcos, aviones de guerra. Son del hijo, de cinco años. “Estoy tratando de darle una buena educación estalinista”, bromea el filósofo. Un ejemplo: “El otro día estábamos jugando a las batallas y un soldado cayó muerto. Entonces me miró y me dijo: papá, ¿no podríamos hacer que la muerte de este soldado pareciera accidental? ¡Bravo por el pequeño estalinista!”. Otro detalle inquietante: “Cuando en esas batallas ocupa un territorio, quema las ciudades y mata a las campesinas alegando que es peligroso dejarlas vivas porque pueden ayudar a la Resistencia”.

Más en serio, Žižek se pregunta si está educando bien al chico. “Hacia los cinco años los niños desarrollan la agresividad y creo que es bueno canalizarla y desahogarla”, explica; “pienso que no les ayudan los juegos edulcorados y que les conviene más ser conscientes de que cada acción conlleva una responsabilidad”.

La curiosidad de Žižek resulta incontenible. Durante la entrevista con EL PAÍS no hace demasiado caso de las preguntas, arrolladas por el torrente de su discurso; en cambio, es él quien de vez en cuando plantea baterías de preguntas sobre José Luis Rodríguez Zapatero (“¿es gay?”, “¿es austero?”), sobre la fiebre constructora en la costa mediterránea, sobre las antipatías interregionales en España, sobre Antonio Gaudí (“un gran arquitecto irremediablemente kitsch”) y sobre muchas otras cosas.

El filósofo esloveno utiliza como herramientas principales el análisis marxista y el psicoanálisis. Sus panegíricos al estalinismo son puramente teóricos y su pensamiento es lo bastante flexible como para ocuparse con gran amenidad de cualquier asunto. Puede explicar, por ejemplo, las teorías de Lacan recurriendo a las películas de Hitchcock y el 11-S partiendo de Matrix; es un especialista en el pensamiento de San Pablo, al que admira como “revolucionario y agente de un cambio radical”, y a la vez un crítico feroz de la espiritualidad new age (El títere y el enano: el núcleo perverso del cristianismo); combina los chistes, las referencias cinematográficas y las anécdotas históricas con párrafos de alta densidad.

El libro de próxima edición es España es La tetera prestada, sobre el conflicto de Irak. Su obra más reciente, publicada el mes pasado por la editorial del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), es, según Žižek, la cumbre de su trabajo. Se titula The parallax view. El “parallax” al que se refiere es el fenómeno por el que un objeto parece desplazarse cuando cambia el punto desde el cual es observado. La obra reivindica el materialismo dialéctico y aborda la distancia insalvable entre nuestra experiencia de la realidad y su explicación científica.

Luego de subrayar que estas zonas de emergencia crecen debido a lo que se llama globalización o mercado mundial, y de destacar que en esas comunidades surgen nuevas formas de organización (aunque también “gangsters”), el filósofo enfatizó que es preciso detectar “qué nuevas formas de autoconciencia e ideología surgirán allí, porque hacia las utopías se avanza cuando no queda más remedio que inventar otra forma de vida”. Ante ese hipotético escenario, ¿cómo se posicionarán los ciudadanos de la clase media alta? “Aunque tengan una simpatía hipócrita y un poco paternalista –dijo Žižek– el problema para ellos es la brutalidad de la violencia en estos sectores”. Y ahí citó el ejemplo de El matadero: “En la noción liberal de la tiranía siempre se combina a la persona demonizada del dictador con el disgusto por las clases bajas de la población”, prosiguió. “El matadero pone luz al transfondo de odio liberal que existe hacia esa tiranía, hacia las clases bajas. Y creo que eso encubre, en realidad, un disgusto casi metafísico por la vida misma, que es brutal, huele mal, sangra. Los liberales quieren café descafeinado, que no tiene gusto ni huele a nada. El tema es que hasta la ideología más noble se basa en una obscenidad oscura”. Hasta el gobierno más democrático, señaló Žižek, se sostiene por una “amenaza”, por un “hilo invisible” que, entre líneas, es siempre el mismo: la “posibilidad” de ser arbitrario. “El significante de la autoridad simbólica siempre se sostiene por una fantasía, cuya dimensión es la de este hilo invisible”, dijo Žižek citando a Lacan. “Piensen en qué pasa si alguien los amenaza: para que esa amenaza sea efectiva tiene que quedar flotando, como un poco abstracta”, explicó, y aseveró que el mecanismo, tan visto a lo largo del siglo XX, hoy es más evidente que nunca. “La función de este hilo invisible es justificar medidas muy materiales y visibles”, concluyó. “Por ejemplo, la llamada guerra contra el terror. Es interesante cómo todo el mundo tiene temor de especificar al enemigo. Si alguien culpa demasiado al Islam, aun gente como Sharon o Bush explotan en pasión y dicen ‘no, el Islam se basa en la compasión’. Yo creo que el sentido de eso no es la tolerancia políticamente correcta: más bien se busca que el enemigo no sea identificado, que no pierda su condición fantasmal”, haciendo así, acaso, más fácil el abuso.


“Borges en París”, de Mario Vargas Llosa


Francia ha celebrado el centenario de Borges (1899-1999) por todo lo alto: números monográficos de revistas y suplementos literarios, lluvia de artículos, reediciones de sus libros, y, suprema gloria para un escribidor, su ingreso a la pléyade, la Biblioteca de los inmortales, con dos compactos volúmenes y un álbum especial con imágenes de toda su biografía. En la Academia de Bellas Artes, transformada en laberinto, una vasta exposición preparada por María Kodama y la Fundación Borges documenta cada paso que dio desde su nacimiento hasta su muerte, los libros que leyó y los que escribió, los viajes que hizo y las infinitas condecoraciones y diplomas que le infligieron. El día de la inauguración rutilaban, en el atestado local, luminarias intelectuales y políticas, y -créanlo o no- unas lindas muchachas vestían polos blancos y negros estampados con el nombre de Borges.

Ningún país ha desarrollado mejor que Francia el arte de detectar el genio artístico foráneo y, entronizándolo e irradiándolo, apropiárselo. Viendo la exuberancia y felicidad con que los franceses celebran los cien años del autor de Ficciones, he tenido en estos días la extraña sensación de que Borges hubiera sido paisano, no de Sarmiento y Bioy Casares, sino de Saint-John Perse y Valéry. Ahora bien, aunque no lo fuera, es de justicia reconocer que sin el entusiasmo de Francia por su obra, acaso ésta no hubiera alcanzado -no tan pronto- el reconocimiento que, a partir de los años sesenta, hizo de él uno de los autores más traducidos, admirados e imitados en todas las lenguas cultas del planeta.

Tengo la coquetería de creer que yo fui testigo del coup de foudre o amor a primera vista de los franceses por Borges, el año 60 ó el 61. Vino a París a participar en un homenaje a Shakespeare organizado por la Unesco, y la intervención de este anciano precoz y semiinválido, a quien Roger Caillois presentó con efervescencia retórica, sorprendió a todo el mundo. Antes que él había hablado el ingenioso Lawrence Durrell, comparando al Bardo con Hollywood, y después Giuseppe Ungaretti, quien leyó, con talento histriónico, sus traducciones al italiano de algunos sonetos de Shakespeare. Pero la exposición de Borges, en un francés acicalado, fantaseando por qué ciertos creadores se tornan símbolos de una cultura -Dante, la italiana, Cervantes, la española, Goethe, la alemana- y cómo Shakespeare se eclipsó para que sus personajes fueran más nítidos y libres, sedujo por su originalidad y sutileza. Días después, su conferencia en el Instituto de América Latina, además de estar de bote a bote, atrajo un abanico de escritores de moda, Roland Barthes entre ellos. Esa es una de las charlas más deslumbrantes que me ha tocado escuchar. El tema era la literatura fantástica y consistía en ilustrar con breves resúmenes de cuentos y novelas -de diversas lenguas y épocas- los recursos más frecuentes de que este género se vale para "fingir la irrealidad". Inmóvil detrás de su pupitre, con una voz intimidada, como pidiendo excusas, pero, en verdad, con soberbia desenvoltura, el conferenciante parecía llevar en la memoria la literatura universal y desenvolvía su argumentación con tanta elegancia como astucia. "¿Seguro que este escritor viene del país de los gauchos?", exclamó un maravillado espectador, mientras aplaudía rabiosamente (Borges había puesto punto final a su charla con una pregunta efectista: "Y, ahora, decidan ustedes si pertenecen a la literatura realista o a la fantástica").

Sí, venía del país de los gauchos, pero no tenía nada de exótico ni de primitivo y su obra no alardeaba de color local. Ya había escrito varias obras maestras, pero todavía era conocido sólo por pequeñas capillas de devotos, incluso en su país, y sus cuentos y ensayos circulaban en ediciones poco menos que familiares. Francia lo sacó de la catacumba en que languidecía a partir de aquella visita. La revista L'Herne le dedicó un número memorable y Michel Foucault inició el libro de filosofía más influyente de la década -Les mots et les choses- con un comentario borgiano. El entusiasmo fue ecuménico: de Le Figaro a Le Nouvel Observateur, de Les Temps Modernes, de Sartre, a Les Lettres Françaises, de Aragon. Y, como todavía en esos años, en asuntos de cultura, cuando Francia legislaba el resto del mundo obedecía, los latinoamericanos, los españoles, los estadounidenses, los italianos, los alemanes, etcétera, empezaron, a la zaga de los franceses, a leer a Borges. Así empezó la historia que culmina, ahora, en la trompetería y los fastos del centenario.

Aquel Borges que, en aquella visita a París, se resignó a conceder una entrevista (una de mil) al oscuro periodista de la Radiotelevisión francesa que era este escriba, no era aún ese Borges público, esa persona de gestos, dichos y desplantes algo estereotipados en que luego se convertiría, obligado por la fama y para defenderse de sus estragos. Era, todavía, un sencillo y tímido intelectual porteño pegado a las faldas de su madre, que no acababa de entender la creciente curiosidad y admiración que despertaba, sinceramente abrumado por el chaparrón de premios, elogios, estudios, homenajes que le caían encima, incómodo con la proliferación de discípulos e imitadores que encontraba por donde iba. Es difícil saber si llegó a acostumbrarse a ese papel. Tal vez sí, a juzgar por el desfile vertiginoso de fotos de la Exposición de Beaux Arts en las que se lo ve recibiendo medallas y doctorados, y subiendo a todos los estrados a dar charlas y recitales.

Pero las apariencias son engañosas. Ese Borges de las fotos no era él, sino, como el Shakespeare de su ensayo, una ilusión, un simulador, alguien que iba por el mundo representando a Borges y diciendo las cosas que se esperaba que Borges dijera sobre los laberintos, los tigres, los compadritos, los cuchillos, la rosa del futuro de Wells, el marinero ciego de Stevenson y las Mil y una noches.

La primera vez que hablé con él, en aquella entrevista de 1960 ó 1961 (recuerdo su respuesta a una de mis preguntas: "¿Qué es para usted la política, Borges?": "Una de las formas del tedio"), estoy seguro de que, por lo menos en algún momento, de verdad hablé, conecté con él. Nunca más volví a tener esa sensación, en los años siguientes. Lo vi muchas veces, en Londres, Buenos Aires, Nueva York, Lima, y volví a entrevistarlo, y hasta lo tuve en mi casa varias horas la última vez. Pero en ninguna de aquellas ocasiones sentí que hablábamos. Ya sólo tenía oyentes, no interlocutores, y acaso un solo mismo oyente -que cambiaba de cara, nombre y lugar- ante el cual iba deshilvanando un curioso, interminable monólogo, detrás del cual se había recluido o enterrado para huir de los demás y hasta de la realidad, como uno de sus personajes. Era el hombre más agasajado del mundo y daba una tremenda impresión de soledad.

¿Lo hicieron más feliz, o menos infeliz, los franceses volviéndole famoso? No hay manera de saberlo, desde luego. Pero todo indica que, contrariamente a lo que podían sugerir los desplantes de su persona pública, carecía de vanidades terrenales, tenía dudas genuinas sobre la perennidad de su propia obra, y era demasiado lúcido para sentirse colmado con reconocimientos oficiales.

Probablemente sólo gozó leyendo, pensando y escribiendo; lo demás, fue secundario, y se prestó a ello, gracias a la buena crianza recibida, guardando muy bien las formas, aunque sin mucha convicción. Por eso, aquella famosa frase que escribió (fue, entre otras cosas, el mejor escritor de frases de su tiempo):"Muchas cosas he leído y pocas he vivido", lo retrata de cuerpo entero.

Es seguro que, pese a haber pasado los últimos veinte años de su vida en olor de multitudes, nunca llegó a tener conciencia cabal de la enorme influencia de su obra en la literatura de su tiempo, y menos de la revolución que su manera de escribir significó en la lengua castellana. El estilo de Borges es inteligente y límpido, de una concisión matemática, de audaces adjetivos e insólitas ideas, en el que, como no sobra ni falta nada, rozamos a cada paso ese inquietante misterio que es la perfección. En contra de algunas afirmaciones suyas pesimistas sobre una supuesta incapacidad del español para la precisión y el matiz, el estilo que fraguó demuestra que la lengua española puede ser tan exacta y delicada como la francesa, tan flexible e innovadora como el inglés. El estilo borgeano es uno de los milagros estéticos del siglo que termina, un estilo que desinfló la lengua española de la elefantiasis retórica, del énfasis y la reiteración que la asfixiaban, que la depuró hasta casi la anorexia y obligó a ser luminosamente inteligente. (Para encontrar otro prosista tan inteligente como él hay que retroceder hasta Quevedo, escritor que Borges amó y del que hizo una preciosa antología comentada).

Ahora bien, en la prosa de Borges, por exceso de razón y de ideas, de contención intelectual, hay también, como en la de Quevedo, algo inhumano. Es una prosa que le sirvió maravillosamente para escribir sus fulgurantes relatos fantásticos, la orfebrería de sus ensayos que trasmutaban en literatura toda la existencia, y sus razonados poemas. Pero con esa prosa hubiera sido tan imposible escribir novelas como con la de T.S. Eliot, otro extraordinario estilista al que el exceso de inteligencia también recortó la aprehensión de la vida. Porque la novela es el territorio de la experiencia humana totalizada, de la vida integral, de la imperfección. En ella se mezclan el intelecto y las pasiones, el conocimiento y el instinto, la sensación y la intuición, materia desigual y poliédrica que las ideas, por sí solas, no bastan para expresar. Por eso, los grandes novelistas no son nunca prosistas perfectos. Esa es la razón, sin duda, de la antipatía pertinaz que mereció a Borges el género novelesco, al que definió, en otra de sus célebres frases, como "desvarío laborioso y empobrecedor".

El juego y el humor rondaron siempre sus textos y sus declaraciones y causaron incontables malentendidos. Quien carece de sentido del humor no entiende a Borges. Había sido en su juventud un esteta provocador, y aunque, luego, se retractó de la "equivocación ultraísta" de sus años mozos, nunca dejó de llevar consigo, escondido, al insolente vanguardista que se divertía soltando impertinencias. Me extraña que entre los infinitos libros que han salido sobre él no haya aparecido aún el que reúna una buena colección de las que dijo. Como llamar a Lorca "un andaluz profesional", hablar del "polvoroso Machado", trastocar el título de una novela de Mallea ("Todo lector perecerá") y homenajear a Sábato diciendo que "su obra puede ser puesta en manos de cualquiera sin ningún peligro". Durante la guerra de las Malvinas dijo otra, más arriesgada y no menos divertida: "Esta es la disputa de dos calvos por un peine". Son chispazos de humor que se agradecen, que revelan que en el interior de ese ser "podrido de literatura" había picardía, malicia, vida.

sábado, 24 de mayo de 2008

"Piedra negra sobre una piedra blanca", de César Vallejo


Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París y no me corro
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.

César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro

también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos...

viernes, 23 de mayo de 2008

“Amor y Anarquía”, de Enrico Malatesta



Al principio puede parecer extraño que la cuestión del amor y todas las que le son conexas preocupen tanto, a un gran número de hombres y de mujeres, mientras hay otros problemas más urgentes, si no más importantes, que debieran acaparar toda la atención y toda la actividad de los que buscan el modo de remediar los males que sufre la humanidad.

Encontramos diariamente gentes aplastadas bajo el peso de las instituciones actuales; gente obligada a alimentarse malamente y amenazadas a cada instante de caer en la miseria mas profunda por falta de trabajo o a consecuencia de una enfermedad; gente que se halla en la imposibilidad de criar convenientemente a sus hijos, que mueren a menudo careciendo de los cuidados necesarios; personas condenadas a pasar su vida sin ser un solo día dueñas de sí mismas, siempre a merced de los patronos o de la policía; gentes para las cuales el derecho de tener una familia y el derecho de amar es una ironía sangrienta y que, sin embargo, no aceptan los medios que les proponemos para sustraerse a la esclavitud política y económica si antes no sabemos explicarles de qué modo, en una sociedad libertaria, la necesidad de amar hallará su satisfacción y de qué modo comprendemos la organización de la familia. Y, naturalmente, esta preocupación se agranda y hace descuidar y hasta despreciar los demás problemas en personas que tienen resuelto, particularmente, el problema del hambre y que se hallan en situación normal de poder satisfacer las necesidades más imperiosas porque viven en un ambiente de bienestar relativo.

Este hecho se explica dado el lugar inmenso que ocupa el amor en la vida moral y material del hombre, puesto que en el hogar, en la familia, es donde el hombre gasta la mayor y mejor parte de su vida. Y se explica también por una tendencia hacia creer que se arrebata al humano su espíritu tan pronto como se abre a la conciencia. Mientras el hombre sufre sin darse cuenta de los sufrimientos, sin buscar el remedio y sin rebelarse, vive semejante a los brutos, aceptando la vida tal como la encuentra. Pero desde que comienza a pensar y a comprender que sus males no se deben a insuperables fatalidades naturales, sino a causas humanas que los hombres pueden destruir, experimenta en seguida una necesidad de perfección y quiere, idealmente al menos, gozar de una sociedad en que reine la armonía absoluta y en que el dolor haya desaparecido por completo y para siempre.

Esta tendencia es muy útil, ya que impulsa a marchar adelante, pero también se vuelve nociva si, con el pretexto de que no se puede alcanzar la perfección y que es imposible suprimir todos los peligros y defectos, nos aconseja descuidar las realizaciones posibles para continuar en el estado actual de las cosas.

Ahora bien, y digámoslo en seguida, no tenemos ninguna solución para remediar los males que provienen del amor, pues no se pueden destruir con reformas sociales, ni siquiera con un cambio de costumbres. Están determinados por sentimientos profundos, podríamos decir fisiológicos, del hombre y no son modificables, cuando lo son, sino por una lenta evolución y de un modo que no podemos prever.

Queremos la libertad; queremos que los hombres y las mujeres puedan amarse y unirse libremente sin otro motivo que el amor, sin ninguna violencia legal, económica o física.
Pero la libertad, incluso siendo la única solución que podemos y debemos ofrecer, no resuelve radicalmente el problema, dado que el amor, para ser satisfecho, tiene necesidad de dos libertades que concuerden y que a menudo no concuerdan de modo alguno; y dado también que la libertad de hacer lo que se quiere es una frase desprovista de sentido cuando no se sabe querer alguna cosa.

Es muy fácil decir: "Cuando un hombre y una mujer se aman, se unen, y cuando dejan de amarse, se separan". Pero sería necesario, para que este principio se convirtiese en regla general y segura de felicidad, que se amaren y cesaran de amarse ambos al mismo tiempo. ¿Y si uno ama y no es amado? ¿Y si uno todavía ama y el otro ya no le ama y trata de satisfacer una nueva pasión? ¿Y si uno ama a un mismo tiempo varias personas que no pueden adaptarse a esta promiscuidad?

"Yo soy feo - nos decía una vez un amigo - ¿Qué haré si nadie quiere amarme?". La pregunta mueve a risa, pero también nos deja entrever verdaderas tragedias.

Y otro, preocupado por el mismo problema, decía: "Actualmente, si no encuentro el amor, lo compro, aunque tenga que economizar en pan. ¿Qué haré cuando no haya mujeres que se vendan?". La pregunta es horrible, pues muestra el deseo de que haya seres humanos obligados por el hambre a prostituirse; pero es también terrible..., y terriblemente humano.

Algunos dicen que el remedio podría hallarse en la abolición radical de la familia; la abolición de la pareja sexual más o menos estable, reduciendo el amor al solo acto físico, o por mejor decir, transformándolo, con la unión sexual por añadidura, en un sentimiento parecido a la amistad, que reconozca la multiplicidad, la variedad, la contemporaneidad de afectos.

¿Y los hijos?... Hijos de todos. ¿Puede ser abolida la familia? ¿Es de desear que lo sea?

Hagamos observar antes que nada, que, a pesar del régimen de opresión y de mentira que ha prevalecido y prevalece aún en la familia, esta ha sido y continúa siendo el más grande factor de desarrollo humano, pues en la familia es donde el hombre normal se sacrifica por el hombre y cumple el bien por el bien, sin desear otra compensación que el amor de la compañera y de los hijos. Pero, se nos dice que, una vez eliminadas las cuestiones de intereses, todos los hombres serán hermanos y se amarán mutuamente.

Ciertamente, no se odiarán; cierto es que el sentimiento de simpatía y de solidaridad se desarrollaría mucho y que el interés general de los hombres se convertiría en un factor importante en la determinación de la conducta de cada uno. Pero esto no es aún el amor. Amar a todo el mundo se parece mucho a no amar a nadie.

Podemos, tal vez socorrer, pero no podemos llorar todas las desgracias, pues nuestra vida se deslizaría entera entre lágrimas y, sin embargo, el llanto de la simpatía es el consuelo más dulce para un corazón que sufre. La estadística de las defunciones y de los nacimientos puede ofrecernos datos interesantes para conocer las necesidades de la sociedad; pero no dice nada a nuestros corazones. Nos es materialmente imposible entristecernos por cada ser humano que muere y regocijarnos por cada nacimiento.

Y si no amamos a alguien más vivamente que a los demás; si no hay un solo ser por el cual no estemos particularmente dispuestos a sacrificarnos; si no conocemos otro amor que este amor moderado, vago, casi teórico, que podemos sentir por todos, ¿no resultaría la vida menos rica, menos fecunda, menos bella? ¿No se vería disminuida la naturaleza humana en sus más bellos impulsos? ¿Acaso no nos veríamos privados de los goces más profundos? ¿No seríamos más desgraciados?

Por lo demás, el amor es lo que es. Cuando se ama fuertemente se siente la necesidad del contacto, de la posesión exclusiva del ser amado. Los celos, comprendidos en el mejor sentido de la palabra, parecen formar y forman generalmente una sola cosa con el amor. El hecho podrá ser lamentable, pero no puede cambiarse a voluntad, ni siquiera a voluntad del que personalmente los sufre. Para nosotros el amor es una pasión que engendra, por sí misma, tragedias. Estas tragedias no se traducirían, ciertamente, en actos violentos y brutales si el hombre tuviese el sentimiento de respeto a la libertad ajena, si tuviese bastante imperio sobre sí mismo para comprender que no se remedia un mal con otro mayor, y si la opinión pública no fuese, como hoy, tan indulgente con los crímenes pasionales; pero las tragedias no serían por esto menos dolorosas.

Mientras los hombres tengan los sentimientos que tienen - y un cambio en el régimen económico y político de la sociedad no nos parece suficiente para modificarlos por entero - el amor producirá al mismo tiempo que grandes alegrías, grandes dolores. Se podrá disminuirlos o atenuarlos, con la eliminación de todas las causas que pueden ser eliminadas, pero su destrucción completa es imposible.

¿Es esta una razón para no aceptar nuestras ideas y querer permanecer en el estado actual? Así se obraría como aquel que no pudiendo comprarse vestidos lujosos prefiriese ir desnudo, o que no pudiendo comer perdices todos los días renunciase al pan, o como un médico que, dada la impotencia de la ciencia actual ante ciertas enfermedades, se negase a curar las que son curables.

Eliminemos la explotación del hombre por el hombre, combatamos la pretensión brutal del macho que se cree dueño de la hembra, combatamos los prejuicios religiosos, sociales y sexuales, aseguremos a todos, hombres, mujeres y niños, el bienestar y la libertad, propaguemos la instrucción y entonces podremos regocijarnos, con razón, si no quedan más males que los del amor.

En todo caso, los desgraciados en amor podrán procurarse otros goces, pues no sucederá como hoy, en que el amor y el alcohol constituyen los únicos consuelos de la mayor parte de la humanidad.

jueves, 22 de mayo de 2008

"Las aventuras del capitán Alatriste", de Arturo Pérez-Reverte


Dos fragmentos del Segundo Libro, Limpieza de sangre.


I

No había piedad en ellos, ni siquiera esos ápices de humanidad que a veces uno vislumbra incluso en los más desalmados. Frailes, juez, escribano y verdugos se comportaban con una frialdad y un distanciamiento tan rigurosos que era precisamente lo que más pavor producía; más, incluso, que el sufrimiento que eran capaces de infligir: la helada determinación de quien se sabe respaldado por leyes divinas y humanas, y en ningún momento pone en duda la licitud de lo que hace. Después, con el tiempo, aprendí que, aunque todos los hombres somos capaces de lo bueno y de lo malo, los peores siempre son aquellos que, cuando administran el mal, lo hacen amparándose en la autoridad de otros, en la subordinación o en el pretexto de las órdenes recibidas. Y si terribles son quienes dicen actuar en nombre de una autoridad, una jerarquía o una patria, mucho peores son quienes se estiman justificados por cualquier dios. Puestos a elegir con quien habérselas a la hora, a veces insoslayable, de tratar con gente que hace el mal, preferí siempre a aquellos capaces de no acogerse más que a su propia responsabilidad. Porque en las cárceles secretas de Toledo pude aprender, casi a costa de mi vida, que nada hay más despreciable, ni peligroso, que un malvado que cada noche se va a dormir con la conciencia tranquila. Muy malo es eso. En especial, cuando viene parejo con la ignorancia, la superstición, la estupidez o el poder; que a menudo se dan juntos. Y aún resulta peor cuando se actúa como exégeta de una sola palabra, sea del Talmud, la Biblia, el Alcorán o cualquier otro escrito o por escribir. No soy amigo de dar consejos –a nadie lo acuchillan en cabeza ajena–, más ahí va uno de barato: desconfíen siempre vuestras mercedes de quien es lector de un solo libro.



II

Las hogueras ardieron durante toda la noche. La gente se quedó hasta muy tarde en el quemadero de la puerta de Alcalá, incluso cuando los penitenciados no eran más que huesos calcinados entre pavesas y cenizas. Del resplandor de los fuegos subían columnas de humo con tonalidades rojas y grises, que a veces una racha de aire arremolinaba, trayendo hasta la muchedumbre un olor denso, acre, de madera y carne quemadas.

Todo Madrid trasnochaba allí: desde honestas casadas, graves hidalgos y gente de respeto, al vulgo más soez. Alborotaban los pilluelos, correteando en torno a las brasas, mientras los alguaciles acordonaban el lugar. No faltaban vendedores, ni mendigos que hicieran su agosto. Y a todos parecíales –o al menos así lo afectaban en público– santo y edificante el espectáculo. Aquella España desdichada, dispuesta siempre a olvidar el mal gobierno, la pérdida de una flota de Indias o una derrota en Europa con el jolgorio de un festejo, un Te Deum o unas buenas hogueras, oficiaba una vez más de fiel a sí misma.

–Es repugnante –dijo Don Francisco de Quevedo.

Era el gran satírico, como referí ya a vuestras mercedes, extremado católico al modo de su siglo y de su patria; pero templaba todo ello con su profunda cultura y su limpia humanidad. Aquella noche estaba inmóvil, ceñudo, mirando el fuego. La fatiga del viaje a matacaballo marcaba su aspecto y su tono de voz; aunque en ésta, el cansancio parecía añejo de siglos.

–Pobre España –añadió en voz baja.

Una de las hogueras se desplomó chisporroteando en nube de pavesas, e iluminó junto al poeta la figura inmóvil del capitán Alatriste. La gente rompió a aplaudir. El resplandor rojizo iluminaba a lo lejos los muros de los recoletos agustinos, y a este lado la picota de piedra en el cruce de caminos de Vicálvaro y Alcalá, donde los dos amigos permanecían algo retirados. Habían estado allí desde el principio, conversando en voz baja. Sólo callaron cuando, luego que el verdugo apretase tres vueltas de cordel en el cuello de Elvira de la Cruz, la broza y la leña crepitaron bajo el cadáver de la pobre novicia. De todos los penitenciados, el único quemado vivo fue el clérigo; había resistido bien casi hasta el final, negándose a reconciliar con el fraile que lo asistía, y enfrentado la primera lumbre en sereno continente. Lástima que al cabo, con las llamas por las rodillas –lo quemaron piadosamente despacio, para darle tiempo al arrepentimiento– se descompusiera un poco, terminando el suplicio entre atroces alaridos. Pero, salvo San Lorenzo, que se sepa, en la parrilla nadie es perfecto.
...
Otra de las hogueras se hundió con estrépito, y la lluvia de chispas inundó la oscuridad, avivando el resplandor que iluminaba a los dos hombres. Diego Alatriste permanecía inmóvil junto al poeta, sin apartar los ojos de las llamas. Bajo el ala del sombrero, el fuerte mostacho y la nariz aguileña parecían enflaquecerle aún más el rostro, demacrado por la fatiga de la jornada y también por la herida fresca de la cadera, que pese a no ser seria, le estorbaba.

–Lástima –murmuró Don Francisco– no haber llegado a tiempo para salvarla también a ella.

Señalaba la hoguera más próxima, y parecía avergonzado por la suerte de Elvira de la Cruz. No de sí mismo, ni del capitán, sino de todo lo que había llevado hasta allí a la pobre moza, destruyendo además a su familia. Avergonzado, tal vez, de aquella tierra donde le había tocado vivir: cainita, cruel, deslumbradora en el gesto de grandeza estéril, pero indolente y ruin en lo cotidiano, de la que su hombría de bien y su estoica resignación senequista, muy sinceramente cristiana, no bastaban para consolarlo. Pues, desde siempre, ser lúcido y español aparejó gran amargura y poca esperanza.

–De cualquier modo –concluyó Quevedo–, era voluntad de Dios.

Diego Alatriste no se pronunció en seguida al respecto. Voluntad de Dios o del diablo, él seguía callado...