domingo, 13 de abril de 2008

"El fantasma del faro Evangelistas", de Rolando Cárdenas


Lejos de las señales de la costa,
sosteniéndose en las honduras más remotas del planeta,
como cuatro sombras emergiendo del mar.
Sólo el tiempo más allá de los archipiélagos,
el tiempo convertido en un horizonte desesperadamente vacío,
en un viento tenaz que se adhería con estruendo
a un agua espesa despedazada sin descanso.

Nada interrumpía esa soledad sin principio ni fin,
ni siquiera el paso del día a la noche.
Pero entonces deben haber temblado los ventisqueros
cuando esos grandes continentes que erraban bajo el mar
surgieron, tal vez, como enormes cetáceos heridos
oscilando de una manera lenta y extraña
desde milenarios cataclismos marinos.
Y girando sin término en medio del océano
-dueño del origen que no revela
porque sólo el mar conserva para siempre sus secretos-
están insólitamente eternas,
extraviadas en la niebla, más lejana y lúgubres,
como de regreso a su antigua soledad,
la soledad de la piedra y el agua.

Y era un agua rigurosa penetrando la roca
como el silencio en una casa grande,
construyendo oquedades en su eterna resaca,
con la sal incrustando su pequeña materia,
encerrando en un anillo blanco ese mundo inaccesible
en un proceso exacto,
empujado hacia las últimas orillas
por el desolado viento del Estrecho
con sólo musgos y líquenes creciendo en sus repliegues
bajo el peso de otras constelaciones.
Rompía ese aire petrificado y de humedad dura
aleteando brevemente en solitarios círculos
el vuelo brumoso y negruzco de "La Remolinera"
como un minúsculo signo de vida vivaz y aterido.
Todo lo demás era lejano y oscuro en los cuatro peñones.

La muerte era aquí un presagio violento,
un material indispensable que respiraba en las sombras
torciendo el buen rumbo de las embarcaciones,
alejándolas del soplo blanco del faro
que desafiaba verticalmente la negra altura
entre amuralladas y grises paredes de granito,
necesariamente expuesto allí para horadar la noche,
guiando a los navíos errantes
por laberintos de escotaduras, canales y arrecifes
que aparecen y desaparecen entre las borrascas y olas del océano.
La muerte en la tormenta, silenciosa y fría
entre el abismo del mar y del cielo.
Aquí fue una certeza terrible y verídica
que se clavó como una mordedura delirante entre dos guardafaros
prisioneros de los interminables meses de la soledad
y de esos elementos desatados sin clemencia
que los marcaba implacablemente con su aliento helado.
Y como un origen impiadoso de la locura,
sin ninguna posibilidad de vivir alejado después de ella,
un gran solitario sentía crecer el silencio como un escalofrío
viendo detenerse poco a poco el tránsito terrestre,
la palabra y la fatiga del compañero indispensable,
sin poder impedir el llamado de esa fuerza oculta
que reclamaba lo suyo cada minuto entre ráfagas de viento y agua,
pavorosa e imperativa en su requerimiento,
mordiendo lentamente su carne lacerada,
queriendo retenerlo para siempre en sus acerados roquedales,
dejándolo más habitante enloquecido en su alta torre,
dueño absoluto de ese fanal del buen rumbo,
sólo un autómata alucinado y friolento
envolviendo dulcemente su cuerpo en alquitrán.
Sueño debe tener el que bajó a errar por el mar
vencido por ese letargo pesado y poderoso,
y ya nadie podrá despertar sus ojos fijos,
y no tendrá descanso vagando por paisajes sin colinas
inmaterial y desvelado por sobre el roquerío,
apenas un pequeño grito que gira y cae y no se oye jamás
retorna y se pierde por paredes resbalosas de algas y brumas,
absorto e impalpable en su mundo líquido,
rodando por la lluvia intangible y taciturno,
sus pasos despeñándose por las concavidades,
desamparado como el último ser de un planeta destruido,
empedernidamente solo en su viaje sin reposo,
derramado y transparente como brotado de la luz o del hielo,
frío como el aire tenso desde antes de su vida,
arrastrado más abajo,
hacia un tiempo sin pasado y sin medida
su muerte alquitranada,
su sombra imponderable.

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