viernes, 23 de mayo de 2008

“Amor y Anarquía”, de Enrico Malatesta



Al principio puede parecer extraño que la cuestión del amor y todas las que le son conexas preocupen tanto, a un gran número de hombres y de mujeres, mientras hay otros problemas más urgentes, si no más importantes, que debieran acaparar toda la atención y toda la actividad de los que buscan el modo de remediar los males que sufre la humanidad.

Encontramos diariamente gentes aplastadas bajo el peso de las instituciones actuales; gente obligada a alimentarse malamente y amenazadas a cada instante de caer en la miseria mas profunda por falta de trabajo o a consecuencia de una enfermedad; gente que se halla en la imposibilidad de criar convenientemente a sus hijos, que mueren a menudo careciendo de los cuidados necesarios; personas condenadas a pasar su vida sin ser un solo día dueñas de sí mismas, siempre a merced de los patronos o de la policía; gentes para las cuales el derecho de tener una familia y el derecho de amar es una ironía sangrienta y que, sin embargo, no aceptan los medios que les proponemos para sustraerse a la esclavitud política y económica si antes no sabemos explicarles de qué modo, en una sociedad libertaria, la necesidad de amar hallará su satisfacción y de qué modo comprendemos la organización de la familia. Y, naturalmente, esta preocupación se agranda y hace descuidar y hasta despreciar los demás problemas en personas que tienen resuelto, particularmente, el problema del hambre y que se hallan en situación normal de poder satisfacer las necesidades más imperiosas porque viven en un ambiente de bienestar relativo.

Este hecho se explica dado el lugar inmenso que ocupa el amor en la vida moral y material del hombre, puesto que en el hogar, en la familia, es donde el hombre gasta la mayor y mejor parte de su vida. Y se explica también por una tendencia hacia creer que se arrebata al humano su espíritu tan pronto como se abre a la conciencia. Mientras el hombre sufre sin darse cuenta de los sufrimientos, sin buscar el remedio y sin rebelarse, vive semejante a los brutos, aceptando la vida tal como la encuentra. Pero desde que comienza a pensar y a comprender que sus males no se deben a insuperables fatalidades naturales, sino a causas humanas que los hombres pueden destruir, experimenta en seguida una necesidad de perfección y quiere, idealmente al menos, gozar de una sociedad en que reine la armonía absoluta y en que el dolor haya desaparecido por completo y para siempre.

Esta tendencia es muy útil, ya que impulsa a marchar adelante, pero también se vuelve nociva si, con el pretexto de que no se puede alcanzar la perfección y que es imposible suprimir todos los peligros y defectos, nos aconseja descuidar las realizaciones posibles para continuar en el estado actual de las cosas.

Ahora bien, y digámoslo en seguida, no tenemos ninguna solución para remediar los males que provienen del amor, pues no se pueden destruir con reformas sociales, ni siquiera con un cambio de costumbres. Están determinados por sentimientos profundos, podríamos decir fisiológicos, del hombre y no son modificables, cuando lo son, sino por una lenta evolución y de un modo que no podemos prever.

Queremos la libertad; queremos que los hombres y las mujeres puedan amarse y unirse libremente sin otro motivo que el amor, sin ninguna violencia legal, económica o física.
Pero la libertad, incluso siendo la única solución que podemos y debemos ofrecer, no resuelve radicalmente el problema, dado que el amor, para ser satisfecho, tiene necesidad de dos libertades que concuerden y que a menudo no concuerdan de modo alguno; y dado también que la libertad de hacer lo que se quiere es una frase desprovista de sentido cuando no se sabe querer alguna cosa.

Es muy fácil decir: "Cuando un hombre y una mujer se aman, se unen, y cuando dejan de amarse, se separan". Pero sería necesario, para que este principio se convirtiese en regla general y segura de felicidad, que se amaren y cesaran de amarse ambos al mismo tiempo. ¿Y si uno ama y no es amado? ¿Y si uno todavía ama y el otro ya no le ama y trata de satisfacer una nueva pasión? ¿Y si uno ama a un mismo tiempo varias personas que no pueden adaptarse a esta promiscuidad?

"Yo soy feo - nos decía una vez un amigo - ¿Qué haré si nadie quiere amarme?". La pregunta mueve a risa, pero también nos deja entrever verdaderas tragedias.

Y otro, preocupado por el mismo problema, decía: "Actualmente, si no encuentro el amor, lo compro, aunque tenga que economizar en pan. ¿Qué haré cuando no haya mujeres que se vendan?". La pregunta es horrible, pues muestra el deseo de que haya seres humanos obligados por el hambre a prostituirse; pero es también terrible..., y terriblemente humano.

Algunos dicen que el remedio podría hallarse en la abolición radical de la familia; la abolición de la pareja sexual más o menos estable, reduciendo el amor al solo acto físico, o por mejor decir, transformándolo, con la unión sexual por añadidura, en un sentimiento parecido a la amistad, que reconozca la multiplicidad, la variedad, la contemporaneidad de afectos.

¿Y los hijos?... Hijos de todos. ¿Puede ser abolida la familia? ¿Es de desear que lo sea?

Hagamos observar antes que nada, que, a pesar del régimen de opresión y de mentira que ha prevalecido y prevalece aún en la familia, esta ha sido y continúa siendo el más grande factor de desarrollo humano, pues en la familia es donde el hombre normal se sacrifica por el hombre y cumple el bien por el bien, sin desear otra compensación que el amor de la compañera y de los hijos. Pero, se nos dice que, una vez eliminadas las cuestiones de intereses, todos los hombres serán hermanos y se amarán mutuamente.

Ciertamente, no se odiarán; cierto es que el sentimiento de simpatía y de solidaridad se desarrollaría mucho y que el interés general de los hombres se convertiría en un factor importante en la determinación de la conducta de cada uno. Pero esto no es aún el amor. Amar a todo el mundo se parece mucho a no amar a nadie.

Podemos, tal vez socorrer, pero no podemos llorar todas las desgracias, pues nuestra vida se deslizaría entera entre lágrimas y, sin embargo, el llanto de la simpatía es el consuelo más dulce para un corazón que sufre. La estadística de las defunciones y de los nacimientos puede ofrecernos datos interesantes para conocer las necesidades de la sociedad; pero no dice nada a nuestros corazones. Nos es materialmente imposible entristecernos por cada ser humano que muere y regocijarnos por cada nacimiento.

Y si no amamos a alguien más vivamente que a los demás; si no hay un solo ser por el cual no estemos particularmente dispuestos a sacrificarnos; si no conocemos otro amor que este amor moderado, vago, casi teórico, que podemos sentir por todos, ¿no resultaría la vida menos rica, menos fecunda, menos bella? ¿No se vería disminuida la naturaleza humana en sus más bellos impulsos? ¿Acaso no nos veríamos privados de los goces más profundos? ¿No seríamos más desgraciados?

Por lo demás, el amor es lo que es. Cuando se ama fuertemente se siente la necesidad del contacto, de la posesión exclusiva del ser amado. Los celos, comprendidos en el mejor sentido de la palabra, parecen formar y forman generalmente una sola cosa con el amor. El hecho podrá ser lamentable, pero no puede cambiarse a voluntad, ni siquiera a voluntad del que personalmente los sufre. Para nosotros el amor es una pasión que engendra, por sí misma, tragedias. Estas tragedias no se traducirían, ciertamente, en actos violentos y brutales si el hombre tuviese el sentimiento de respeto a la libertad ajena, si tuviese bastante imperio sobre sí mismo para comprender que no se remedia un mal con otro mayor, y si la opinión pública no fuese, como hoy, tan indulgente con los crímenes pasionales; pero las tragedias no serían por esto menos dolorosas.

Mientras los hombres tengan los sentimientos que tienen - y un cambio en el régimen económico y político de la sociedad no nos parece suficiente para modificarlos por entero - el amor producirá al mismo tiempo que grandes alegrías, grandes dolores. Se podrá disminuirlos o atenuarlos, con la eliminación de todas las causas que pueden ser eliminadas, pero su destrucción completa es imposible.

¿Es esta una razón para no aceptar nuestras ideas y querer permanecer en el estado actual? Así se obraría como aquel que no pudiendo comprarse vestidos lujosos prefiriese ir desnudo, o que no pudiendo comer perdices todos los días renunciase al pan, o como un médico que, dada la impotencia de la ciencia actual ante ciertas enfermedades, se negase a curar las que son curables.

Eliminemos la explotación del hombre por el hombre, combatamos la pretensión brutal del macho que se cree dueño de la hembra, combatamos los prejuicios religiosos, sociales y sexuales, aseguremos a todos, hombres, mujeres y niños, el bienestar y la libertad, propaguemos la instrucción y entonces podremos regocijarnos, con razón, si no quedan más males que los del amor.

En todo caso, los desgraciados en amor podrán procurarse otros goces, pues no sucederá como hoy, en que el amor y el alcohol constituyen los únicos consuelos de la mayor parte de la humanidad.

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