jueves, 15 de mayo de 2008

"La historia de la fiebre", de Carlos Almonte


Céline entre aldeanos que lo ahogan, el calor, la humedad, las ranas gigantes, la cabaña se viene abajo, la comida se ha terminado y la que queda está podrida -los aldeanos se la arrebatan de las manos-. El cuerpo duele. La piel duele. Los sueños se confunden con la realidad. Afto, su ayudante, reaparece como un hechicero y extrae una cuchilla desde su tobillo. Los demás salen corriendo, pero vuelven a los pocos segundos. Céline yace postrado como un leproso terminal. Su apariencia es la de quien lleva muerto varios meses. Maldice al cielo y al infierno. Pide a gritos que alguien le dispare en la cabeza, pero su destino ha sido el de tocar las puertas del eterno fuego sin tener respuesta. Le tocó el destino, no la suerte, exclamaría el poeta. No queda más que esperar la muerte lenta. Seguir sufriendo, horadando el alma poco a poco, como siempre ha sido, desde que su memoria es memoria, desde que el tiempo es tiempo.

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